miércoles, 21 de septiembre de 2011

Fuego y Acero - I: Odio

I.- Odio

En las tierras de Nirala, el lujo tomaba formas poco comunes para pueblos que se consideraban más civilizados. Orgullosos de su herencia montañesa, los grandes señores del reino preferían hacer ostentación de su poder en formas grandilocuentes pero toscas. Estatuas, enormes pendones, columnas de piedra maciza y ornamentos de batalla habían sido durante mucho tiempo sus preferencias. En los últimos años, el comercio y las relaciones con los reinos e imperios de tierras más dadivosas en cosecha y oro, habían introducido en Nirala nuevas modas en tejidos, tapices, orfebrería y artesanía. Sin embargo, el orgullo de sus gentes era antiguo y consistente, y no era común que se prestaran a la decadencia que consideraban más blanda y poco viril.

Por eso, Driadan no exhibía la mayoría de sus tesoros exóticos. Los guardaba todos en su alcoba: las figurillas de plata de oriente, los preciosos velos de los desiertos y los intrincados tapices de los monasterios de las tierras verdes. El rey jugueteaba con una de esas figurillas, suspirando quedamente, mientras él, con la camisa de dormir, se cepillaba el cabello.

- No entiendo qué ves de atractivo en estas fruslerías, hijo - dijo el rey, suspirando levemente y mirándole de reojo.
- Ya. No has venido a hablar de decoración interior, ¿verdad?

El muchacho le observaba a través del espejo, contando. Había que cepillarse cien veces para que el cabello no perdiera su brillo, y temía perder el hilo con la irrupción de su padre.

- No, es obvio que no. ¿Eres consciente de lo que has hecho?
- Sí - respondió simplemente.

El rey le observó largamente, con gesto ensombrecido.

- ¿No me crees capaz de doblegarle? Tú lo has hecho, ¿no es así?
- No se trata de eso, hijo. No te lo habría permitido de no ser...
- ...que no debemos contradecirnos entre nosotros ante la corte.
- No. De no ser porque creo que podrá ayudarte a fortalecer tu carácter.

Driadan se detuvo y apretó los dientes. Dejó el cepillo sobre el tocador y se levantó del taburete, encarando a su padre.

- Fortalecer mi débil carácter, porque sólo soy un niño, y además pusilánime.
- Sí.
- Bien. Ya sé que te avergüenzo, pero intento no hacerlo - replicó, apretando los puños. En aquel momento, le golpearía sin dudarlo.
- No lo puedes evitar - respondió el rey con condescendencia. - No es culpa tuya ser así, pero al menos lo disimulas bien, cosa que te agradezco.

El joven se quedó pálido. Las largas ausencias de su progenitor tenían la virtud o condena de hacer que en su añoranza, se olvidara de este tipo de cosas. Es cierto, él no tenía la culpa. No había elegido nacer en un parto complicado, con meses de antelación, y matar a su madre en el proceso. No había elegido quedarse pequeño y crecer al ritmo lento y pausado de las enredaderas, por mucho que los médicos y sanadores le recomendaran comer más de esto o menos de aquello, hacer tal ejercicio y este otro, incluso colgarse boca abajo de unas cuerdas prendidas en el techo para que los huesos se estirasen. No era culpable de tener las muñecas finas y los dedos delicados, ni los pies sonrosados, ni de haber cumplido los dieciséis y que el vello en su rostro siguiera sin dar el menor signo de vida.
¿Debía entonces sentirse culpable por ser infantil? En todo caso, eso era responsabilidad de otro.

- ¿Ser cómo, padre?
- Olvídalo. Ve con mucho cuidado con ese esclavo tuyo. Aún podemos matarle a espaldas de los demás, si cambias de idea.

Los ojos de vino oscuro le observaban con frialdad. Tragó saliva, que le supo amarga en la garganta.

- No - susurró. - No he cambiado de opinión.
- Bien.
- Es culpa tuya.

El rey se volvió a medias, observándole con una ceja arqueada. Driadan había bajado la vista al suelo, y cuando la levantó, aún no había logrado tragarse todo el odio y la ira que se le anudaban por dentro.

- Soy como soy por tu culpa... porque me consientes para compensar la pérdida de madre, porque me parezco a ella... tú no me permites crecer, hacerme fuerte, ser un hombre entero.

Escupió las palabras venenosas, rogando en su fuero interno que le golpeara, que estrellara la mano cálida contra su rostro, que le hiciera algún reproche. Que lo negara y le demostrara que estaba equivocado. Pero no fue así. Su padre sólo suspiró, dejó la figurilla y salió de la habitación, cerrando con cuidado. Ni siquiera le otorgó el consuelo de un portazo.

Se miró en el espejo, lívido, peleando con las lágrimas. Cuando su sirviente entró, le atravesó con los ojos.

- Traed al esclavo.
- Pero señor...
- Traedle. Traedle ya. ¡Traedle o te haré azotar hasta que vomites sangre!

Las últimas palabras se elevaron en un grito iracundo, y Farenolde salió huyendo, murmurando un "sí majestad". Se miró en el espejo, regulando la respiración, mientras aguardaba. Estrangularle con el cinturón. Abrirle la garganta con el cuchillo de trinchar la carne. Cortar tajadas de su hígado con las heridas aún rezumantes, aún vivo... arrancarle la barba a tirones. Poder liberarse de quererle y solamente odiarle. "Maldito hipócrita", pensó, observando su reflejo, mordiéndose los labios y tratando de usar su mente para de, alguna manera, conseguir que sus ojos absorbieran toda aquella humedad. "Te avergüenza que sea un pusilánime, pero no quieres que deje de serlo... que deje de parecerme a tu esposa. Te odio. Te odio."

- Te odio - dijo a media voz, colocando los dedos sobre el cristal. - Te odio.

Sonaba extraño. Una palabra con sabor propio, ácido y amargo, y que daba sed. Bebió un sorbo de vino con especias de la copa que reposaba en la mesa y caminó descalzo sobre los juncos del suelo, repitiéndola.

- Te odio... te odio...

Cuanto más la decía, más sed sentía. Decidió que no era un vocablo para pronunciar en susurros. Había sido hecho para ser gritado, para exclamarlo mientras se rompía un jarrón contra la pared o se daba una bofetada a alguien. Sólo era susceptible de murmurarse con una tonalidad precisa, contenida y ponzoñosa.

- Te odio - murmuró, tratando de sonar cruel y afilado. - Te od...

La puerta se abrió, y el sonido metálico de las cadenas le sorprendió junto a la ventana. Se dio la vuelta, precipitadamente. Los ojos azules a través de la cabellera ardiente, las ropas de cuero manchadas de sangre y los guardias alrededor.

- Señor... el esclavo.

¿Por qué le había hecho llamar? Necesitaba desahogarse. Necesitaba demostrar que podía doblegar a aquel hombre, que no era ningún niño, débil ni blando. Tragó saliva. Te odio, decían los ojos azules. Sí, podía leerlo con claridad, un odio frío como el filo de una espada, un odio que aguardaba, que esperaba, que se alimentaba lentamente y se hinchaba como una vejiga de veneno. Algún día, decían los ojos azules.

Te odio.

Algún día.


- Bien. Cerrad la puerta y dejadnos solos.
- Señor... no podem...
- Es mío. ¡Es mío! - gritó a los guardias. - ¿Veis ese sello en su brazo? ¡Es mío, y SOLO YO tengo derecho a decidir lo que se puede y no se puede hacer con él! ¿Entendido?
- Pero el rey ordenó que...
- El rey no tiene nada que ver con esto. Fuera, ahora.

Lo dijo, usando el tono que había empleado mientras daba vueltas a la habitación. Lo dijo de ese modo... y obedecieron. La puerta se cerró tras ellos, y Driadan suspiró con alivio. Empezaba a dolerle la cabeza. Quizá era esa palabra, "odio", que provocaba molestias... o quizá era que estaba teniendo un ataque emocional por culpa de su padre. Volvió la mirada hacia el hombre encadenado, que le atisbaba a través de la cabellera revuelta.

Desde que se vieron por primera vez, apenas había sido capaz de escrutar su rostro. Las sombras, los mechones cobrizos, lo ocultaban. En esta ocasión, le definió algo más. Cicatrices en la mejilla, pómulos altos, barba incipiente, nariz recta.

- Arrodíllate, perro.

No obtuvo respuesta. "Te odio, algún día", se transformó en algo burlón entre las pestañas del esclavo. Quizá un "Iluso, jamás". Se dirigió hacia un rincón y agarró la fusta de montar. Le golpeó con todas sus fuerzas en plena cara, apretando los dientes. El hombre apenas se inmutó. Sacudió los cabellos y volvió a mirarle. Iluso, jamás.

- ¡Arrodíllate!

Los golpes llovieron, levantó la fusta y la hizo descender una y otra vez. No es culpa mía, se repetía. Toda la culpa es suya. Suya. Suya. Le empezaba a doler la mano.

- ¡Arrodíllate! ¡Hazlo! ¡Hazlo!

El calor le inundaba los nervios, le mordía por dentro. Se le anudaba como una soga en las entrañas, el odio que mordía, la furiosa rabia. ¿No había ningún consuelo?

Y llegó, al fin. Un sonido contundente, un golpe en la sien, y se precipitó volando al otro extremo del cuarto. La figurita con la que su padre había jugado se tambaleó y cayó, y el mundo empezó a dar vueltas a su alrededor. Sintió el sabor de la sangre en la lengua, y el corazón desbocado martilleándole la garganta. El oído le pitaba.

- Me cansas, niño - le llegó la voz suave, aterciopelada, algo ronca.

Los pasos retumbaron a su lado.

- Perro... - gimió, reprimiendo un sollozo mientras trataba de levantarse.

Las manos esposadas le agarraron de la camisa de dormir y le levantaron del suelo. La fusta cayó sobre los junquillos quebrados, y los ojos azules le atravesaron, girando a su alrededor como planetas confundidos.

- Avisa a la guardia - susurró el esclavo.
- No...
- ¿Demasiada vergüenza? Te ha pegado tu esclavo, llama a tu padre y que me den muerte.

Negó con la cabeza, aún aturdido. El aliento le quemaba sobre el rostro, le llegaba el olor potente del hombre del mar. Sal y arena. ¿Cómo podía oler a sal ahora, aquí? ¿Acaso no le habían bañado? Quizá era el sudor.

- No...
- Te romperé el cuello.
- Hazlo.

El suelo giraba. Y se precipitó hacia él cuando el gigante le soltó, arrojándole de bruces sobre el suelo. Cuando alzó la mirada, estaba llorando. Rechinó los dientes y quiso escupirle al ver su gesto de extrañeza, pero ni para eso tuvo fuerzas.

- Te odio... te odio... - repitió, con voz venenosa.

El esclavo arqueó la ceja.

- Estás hecho de barro, criatura.

Después, se dirigió a la ventana y se quedó ahí, mirando hacia el exterior. Sin decir nada más. Sin volver a mirarle.

El príncipe durmió en el suelo.


...

© Hendelie

2 comentarios:

  1. Impresionante este primer capitulo . promete mucho . Gracias por compartirla . Prometo comentar !!!

    Un abrazo.

    Judith

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  2. super, se parece mucho a una historia que siempre he tenido en mente, ojala sea parecida para cumplir mi sueño waaaaaaaaa
    Att: presea

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