martes, 25 de octubre de 2011

Fuego y Acero III : Destino

III.- Destino

- Me golpeé con un mueble.

El rey Dromath asintió lentamente, sin hacer más comentarios, actitud que el príncipe agradeció en su interior. Estaba sentado frente a la mesa de mármol, colocando las bolas metálicas sobre la redonda superficie de madera. Era un juego antiguo, una de esas piezas exóticas que le habían traído de oriente, una especie de puzzle complicado. Para mover una de las esferas de metal, había que saltarse otra forzosamente, y ésta debía ser retirada del tablero. Al final, sólo debía quedar una, en el hueco del centro. El juego era fácil al principio, pero después se convertía en un verdadero infierno.

- Me han informado de que hiciste venir al esclavo ayer por la noche.

- No es asunto tuyo. Es mío.

Movió una de las piezas y retiró la otra, observando con atención.

- Si vuelvo a percibir que tus golpes con muebles y las estancias del esclavo en tus aposentos coinciden, le haré matar.

- No puedes, el esclavo es mío.

- Y tú eres mío. Mi hijo.

Driadan apretó los dientes, concentrándose en las bolitas de metal.

- Al menos muestras algo de carácter hacia mi persona, una agradable novedad.

- Debo irme - prosiguió Dromath, ignorando el comentario - Partimos hacia el templo de la playa, para honrar a los dioses por nuestra victoria. Estaré fuera unos días.

- Bien.

Se había quedado sin opciones de mover las fichas, de modo que volvió a colocarlas. La ventana seguía abierta, pero a pesar de todo, el olor a salitre no le abandonaba. Se le había pegado al cuerpo, como una medusa. El juego le ayudaba a no pensar en ello, y concentrarse en la manera de recuperar su orgullo. Si algo le había quedado claro, era que él no pensaba soltar la cadena.

- ¿No vas a despedirme?

Sabía que su padre esperaba el abrazo, el beso en la mejilla, la bendición. Pasara lo que pasase, antes de la partida del rey, Driadan olvidaba toda ofensa y el temor por perderle, la previsión de su larga ausencia y su lejanía, le anegaban el corazón de ternura. A pesar de todo, era consciente de que su padre le amaba, y de que él le quería igualmente, más que a sí mismo o a cualquier cosa. Y sin embargo, en esta ocasión, Driadan no se sentía con fuerzas para desterrar el rencor.

- Puedes irte. Que los dioses te acompañen - dijo, finalmente.

Empezó de nuevo, tomando otra pieza entre los dedos. Ni siquiera se giró a contemplarle. Su padre suspiró, aguardó unos instantes y salió de la habitación, cerrando a su espalda.

Quizá Driadan había comprendido que no todo el amor es bueno. Que también se puede querer equivocadamente. Cuando las botas pesadas dejaron de oírse en el pasillo, volcó el tablero, soltando una maldición amarga. Las esferas rebotaron sobre los junquillos y se desperdigaron por la amplia estancia.

- El sabio conoce que lo que siembra recoge - murmuró entre dientes, llenándose de aire los pulmones y apretando los puños.

No pensaba ceder, por mucho que deseara correr escaleras abajo y abrazar a su padre, poner su mano pequeña en su enorme mano, decirle "buen viaje, los dioses te guíen, vuelve pronto, buen viaje". Dromath había sembrado, ahora que recogiera.

Se levantó y se dirigió al amplio espejo, mirándose detenidamente. En los aposentos reales, las alfombras se extendían sobre las losas cubiertas de esteras, y había espacio para la gigantesca cama de dosel, los arcones y armarios, las mesas y divanes. Sin embargo, aquel pequeño rincón entre visillos de seda azul, era su favorito. El tocador de madera labrada había pertenecido a su madre, una mujer a la que nunca conoció, pero a quien creía conocer por los retratos y comentarios de su padre y señor. Al mirarse en el espejo, no le costaba imaginarla. De pelo negro y tez delicada como porcelana, con las cejas en forma de alas de gaviota y la nariz pequeña y fina, orejas redondeadas y suaves y el pequeño bultito debajo del labio inferior. Seguramente, nunca lució un ojo morado, como él ahora. Crispó el gesto al recordar al esclavo.

- Bastardo.

Rebuscó entre los afeites hasta encontrar el carboncillo y los lienzos limpios. Retiró el polvo de rosa con el que había tapado las magulladuras de su boca y se revisó las heridas. Le escocía, por dentro y por fuera. Sentía la acidez de las llagas en la lengua. Se le había quebrado la piel y tenía la barbilla raspada. Se aplicó un bálsamo aceitado que le calmó en cierto modo, pero también tiñó sus labios de una pátina untuosa y brillante. Dioses... no le extrañaba que...

- Parezco una dama - se quejó a su propio reflejo.

Gruñendo, se tiznó las mejillas con el carboncillo, simulando la barba que no tenía. Se soltó la coleta y se alborotó los cabellos, intentando imitar la manera de mirar de Ioren. El efecto no le convencía. Quizá era por el batín. Se dirigió al arcón y se despojó de las ropas, rebuscando las prendas que utilizaba para entrenar. Cuando estuvo enfundado en los pantalones de cuero, con las botas flexibles y la loriga tachonada, azul oscuro, negro y plata, se colocó el cinto y lo apretó bien, irguiendo la espalda. Esta vez, su aspecto le satisfizo más. Ahora parecía un chaval vestido de soldado, pero al menos ya no se asemejaba a una niña.

Suspiró, se rearmó de valor y salió de sus aposentos.

Driadan jamás había estado en las celdas. Cuando, tras recorrer interminables pasillos oscuros, los guardias que le escoltaban se detuvieron delante de una puerta enrejada, ya se había acostumbrado al olor inmundo de aquel lugar. No dejaba de ser irónico que, en los subterráneos del fastuoso palacio de mármol, tanta ruindad se ocultara. Y aquel aroma a carne, sangre y desechos humanos era peor que el peor de los estímulos que había conocido nunca. Sin embargo, la celda de Ioren estaba perfumada. Olía a salitre y mar.

Los guardias abrieron, discutieron sus órdenes, finalmente, se marcharon, y se quedó a solas con el hombre que no le miraba. Esposado, permanecía sentado cerca del escueto ventanuco que apenas le dejaba ver algo de luz, dejando que ésta cayera, lechosa, en diagonal sobre su figura. El cabello se veía ahora destellante, mostrando todos sus tonos de cálido metal. Dorado, rubio rojizo, castaño claro, cobre, rojo intenso, en una amalgama gradual que le recordó al príncipe todas las maneras en las que el sol se muestra.

- Mi padre se ha ido - anunció - Mientras esté fuera, soy el rey.

El silencio era espeso. Sólo lo rompían los gemidos de los reos y sus gritos ocasionales.

- ¿No vas a decir nada?

No parecía que fuera a hacerlo. Se empeñaba en ignorarle. Comprendió que tal vez era su manera de demostrar su libertad en su esclavitud. Y que al bajar a verle, al llamarle, él demostraba su esclavitud en su soberanía. Irónico. También era consciente de lo infantil de su comportamiento, de la rabia que proyectaba hacia aquella persona llamada Ioren Raur, que parecía inmune a sus iras. Todo eso, la amalgama de sus iras y odios, el tapiz de los sentimientos y el juego de poder, era más complicado que el puzzle de las esferas.

Entonces, inesperadamente, el susurro rompió el silencio, casi fundiéndose con él, flotando en él como un navío en el océano.

- Si eres rey, gobierna.

Driadan le miró, disimulando su sobresalto. El hombre del mar no se había movido, permanecía vuelto hacia el ventanuco.

- Gobernar... sí. - Luego frunció el ceño, pensativo. - No conozco las leyes de las que hablásteis en la Sala del Pegaso - dijo, dando unos pasos por la estancia. - Tus hombres dijeron que se habían roto leyes de honor.

- Son nuestras leyes, no vuestras. No tenéis honor - replicó el susurro.

- Violar y asesinar no me parece una muestra de ello.

- En la guerra, fuego y acero. Pero hasta el fuego y el acero están regidos por leyes. Hasta la sangre que se derrama. Debe hacerse como debe hacerse.

Le resultaba extraño mantener esa conversación. Parecía que las palabras viajasen de uno a otro saltando muros muy gruesos, altas cordilleras. Hablándose desde los dos extremos del mundo. Driadan dejó de pasear y se detuvo, observando a Ioren.

- ¿Acaso no habéis llevado vosotros como reos a los que vivían en las aldeas?

- Ya eran esclavos.

- No es cierto, eran vasallos de...

- No hay diferencia. Un guerrero es un guerrero. Un esclavo es un esclavo. Un siervo nunca será guerrero, y un guerrero nunca será siervo, a menos que uno rompa sus propias cadenas y que el otro se las ponga voluntariamente. Al guerrero le corresponde la muerte en combate, no...

- ¿...la humillación de las cadenas?

Ioren se movió entonces y le miró, con una sonrisa torcida, extendiendo ante sí las manos esposadas. "Iluso, jamás", recordó el príncipe.

- Esto no me degrada a mí - dijo, en tono bajo - Sólo es metal. Es sobre ti sobre quien cae esta vergüenza. Necesitas ponerme esto porque no puedes demostrar poder sobre mí de ninguna otra manera. Porque sabes que si no las tuviera, morirías. Tú y todos.

- Si pretendes convencerme para que te libere, no vas por buen camino.

- No necesito tu permiso para ser libre. Ya lo soy. No dejo de serlo.

Driadan apretó los puños y levantó la barbilla. Los ojos azules, penetrantes, se alejaban de nuevo hacia la ventana.

- ¿Entonces por qué no te vas? - escupió, mordaz. - No eres libre, no lo eres. Me perteneces, llevas mi sello, y no importa que no obedezcas, jamás te dejaré marchar. Tendrás que matarme o romper tus cadenas, destrozar a toda la guardia de la ciudad con tus manos para irte.

- No me voy porque no quiero.

Driadan cerró la boca, abriendo mucho los ojos. Eso no se lo esperaba. ¿Era una insolencia? No lo parecía. El hombre del mar lo había dicho con calma, casi con amargura. "Tal vez está fanfarroneando", pensó. Pero aun así...

- ¿Qué? Eso no tiene ningún sentido.

- Para ti no. No lo entenderías.

- Quiero entenderlo - exclamó, tajante.

Los ojos azules volvieron, destellantes y profundos, y el esclavo se puso en pie. Agitó la melena como un león, y le observó desde toda su altura. Las trenzas diminutas se derramaban sobre sus hombros, más de una veintena, y el rostro se dibujó con claridad para Driadan, bajo la luz clara. Era el rostro de un rey, de fuerte mandíbula y barba recortada, rojiza, que ya crecía demasiado. Con los pómulos marcados y el ceño fruncido, la nariz recta y un aura venerable de respeto fuera de toda cuestión, que le golpeó con violencia. Sintió que le temblaban las manos, y apretó los dedos contra el cinturón.

- Kraakha miró las runas antes de la batalla - dijo la voz suave, átona y vibrante. - Miró a Ioren y vió mi destino. Al verte en el salón supe que eras tú la visión de la que ella hablaba, y cada vez que te veo, no puedo sino pensar en lo que está por venir. Debo quedarme y enfrentar mi destino.

Driadan dejó escapar el aire. Se había olvidado de respirar por un momento, y tragó saliva. "Supersticiones, sólo son supersticiones", se recordó. Las lectoras de runas eran las brujas del Norte. Decían que podían ver el futuro.

- Pero si apenas me miras... y lo haces con odio.

- Nadie dijo que un guerrero tenga que amar su destino.

- ¿Cuál es el tuyo? ¿Y qué tiene que ver conmigo? - murmuró en voz baja.

- Dices que eres rey porque tu padre marchó. Eso no es así - respondió Ioren. - Un rey se forja en sangre y corazón, en brazo y arma, en espíritu y carácter. Te forjarás y reinarás, y algún día tu mano pondrá fin a mi vida.

El muchacho dio un traspiés. Se sentía mareado, como si estuviera a bordo de un navío en océanos desconocidos, donde sólo se ve el horizonte y no se atisba nada más.

- ¿Y entonces por qué te quedas, si dices que puedes irte? ¿Por qué no te estrangulas a ti mismo con esas cadenas que llevas? ¿Es que quieres ese destino? ¿Es que no puedes huir de él?

Ioren esbozó una sonrisa desdeñosa y se volvió hacia la ventana.

- No sabes nada.

- ¡Deja de decir eso! - exclamó el chico, golpeando la pared con el puño cerrado. Se hizo daño, pero no le importó.

- Me quedo porque tienes que forjarte en fuego y acero. Y si es mi destino morir a manos de un rey, que sea un rey de verdad. Un rival digno.

Driadan cerró los ojos, digiriendo el significado de esa frase. Apretó los dedos y se quedó inmóvil largo rato, hasta que le pareció escuchar una risa lejana, ver un reflejo tenue de sí mismo, patético, caprichoso y pusilánime. Tal y como su padre decía que era. Tal y como sabía que era.

- No sabes cuánto te odio - murmuró, dándose la vuelta, con las manos temblorosas.

Ioren no respondió. No parecía importarle.

. . .

© Hendelie

1 comentario:

  1. muy bueno el capitulo !!!! desde luego el esclavo en este caso no parece ser el que lleva las cadenas !!!!

    Gracias por compartirlo

    Judith

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