martes, 22 de noviembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - VI

La Caverna


23 de enero, noche – Cain

Las luces blancas parpadeaban como estrellas intermitentes. La Caverna estaba a rebosar aquella noche de sábado, hervía como un potaje de cuerpos pálidos, de cabello teñido y engominado, de cuero y charol negro. El latido trepidante de la música industrial bombeaba como un corazón desenfrenado que iba haciéndose más sordo, más sordo, más sordo… cada vez más, a medida que la droga hacía efecto en Cain y el alcohol bajaba por su garganta. Bebidas frías, heladas, dulces. Luces que destellaban y estallaban, blancura fosfórica, y el hormigueo del cristal y la cocaína bajo la piel y en los dedos, en el paladar.

La Caverna era su sitio favorito. El suelo era negro y las paredes estaban tapizadas de rojo con terciopelo barato y raído. Había sillones de orejas, lámparas que simulaban velas, una larga barra con baldosines de espejo donde los camareros servían los licores y una pista de baile. Allí, las luces se enredaban y las criaturas de la noche danzaban en los espacios entre la oscuridad y los focos, saltando y contorsionándose, con los piercings balanceándose en las narices, las cejas, los labios y los pezones. Algunos estaban envueltos en camisetas de red, otros ni siquiera llevaban camisetas. Había chicas que llevaban corsé, otras sólo un sujetador, largas extensiones de color rojo oscuro, verde o azul en el pelo. Había chicos con la cabeza afeitada y tatuajes en el cráneo, algunos con faldas largas con corchetes metálicos. Había quienes vestían trajes que parecían hechos completamente de correas y hebillas, de manga larga, atados hasta el cuello, de modo que asemejaban alguna clase de enfermos mentales en sus camisas de fuerza. Los peinados eran variados y algunos completamente absurdos, con el cabello disparado en picos y puntas imposibles hacia un lado y otro. Todos los habitantes de aquel antro, todos sin excepción, se habían maquillado los ojos de negro, lo cual hacía que resaltaran y parecieran mucho más grandes. Por ese motivo, Cain les había bautizado para sí como "La Corte de los Búhos", y se sentía muy orgulloso de pertenecer a ella.

El también era un ave nocturna de ojos pintados que extendía las alas entre la oscuridad, que danzaba entre luces de neón, que a la luz del día se convertía en nada. Apoyado en la barra, dejó su bebida a un lado y contempló el frenético baile mientras se dejaba secuestrar los sentidos por los efectos del alcohol y las drogas, con la mente perdida en su extraña poesía silenciosa poblada de plumas de pájaro.

Pájaros, pájaros negros, cuervos con la nada en la mirada.

Absorto como estaba, no reconoció a la figura que se le acercaba desde la izquierda; apenas le pareció una sombra, un espectro. Hasta que habló.

- ¿Estás libre?

Cain volvió la cabeza y observó al joven. Era alto y el cabello blanco le caía sobre los hombros, cubriéndolos con un manto brillante y que sabía que encontraría suave al tacto. Los rasgos de su rostro eran delicados y hermosos, la nariz respingona y la piel nívea y antinatural. Los ojos de color rosado le contemplaban con un brillo divertido, delineados también de negro. Ave nocturna de ojos pintados. Lechuza albina, en este caso.

Imposible no reconocerle.

El corazón le dio un brinco y sus emociones giraron al compás de la música. En otra circunstancia, Cain le habría dado la espalda, o tal vez le hubiera montado una escena. Pero estaba puesto y había bebido, así que le devolvió la sonrisa.

- Quizá – la pregunta brotó espontánea de sus labios - ¿Dónde has estado todo este tiempo, Lieren?

El albino cogió el vaso de Cain y dio un sorbo, lamiéndose los labios después, sin dejar de mirarle.

- De viaje – respondió sin más, dedicándole una sonrisa maliciosa - ¿Me has añorado?

Las luces arrancaban destellos fantasmales a su pelo, a sus ojos inquietantes.

- No demasiado – replicó Cain con fingida indiferencia.

Nunca le diría la verdad. No pensaba darle ese gusto al desgraciado, confesarle que se sentía perdido sin él, que había estado vagando en un yermo durante los nueve meses durante los que él había tenido el maldito capricho de desaparecer, sin saber si volvería a verle nunca. Te largaste, me dejaste tirado, fue un infierno, esas no eran palabras para un reencuentro. "Si le reprocho, sabrá cuanto me importa. Y si sabe cuánto me importa, tendrá poder sobre mí".

- ¿Qué tal te ha ido, entonces?

Los dedos de Lieren le rozaron la sien al apartarle el flequillo. Aquel gesto tan familiar, cercano, le hizo temblar con una emoción exagerada. Sería por las drogas, pero de repente tenía unas ganas terribles de llorar, de lanzarse a sus brazos y suplicarle que no volviera a alejarse, que no le dejara solo nunca más. Todo lo que nunca haría. "Si lo hago, sabrá cuanto me importa. Y si sabe cuánto me importa, tendrá poder sobre mí".

Sin embargo, tampoco rehuyó aquel contacto, dulce y doloroso a la vez. Dejó que le colocara el pelo detrás de la oreja y que le peinara los cabellos, se lo permitió, como siempre le había permitido todo, incapaz de oponerse, incapaz de decidir si quería oponerse.

- Bien, me las he arreglado. A pesar de que te largaste con toda la pasta.

El albino sonrió, como si eso fuera divertido y no tuviera la menor importancia.

- Estoy seguro de que con todo lo que aprendiste, no te ha costado ganar más.

Cain asintió, apartando la mirada. No tenía sentido negarlo, era lo que era y ambos lo sabían, Lieren mejor que nadie. Y Cain no se avergonzaba, era el camino que él había elegido. De hecho, lo disfrutaba.

- ¿Has vuelto para quedarte? – espetó finalmente.

El joven de cabello blanco se encogió de hombros, bebiendo de vez en cuando pequeños tragos de la bebida de Cain.

- Aún no lo sé. De momento, sí. Necesitarás algo de ayuda.

- ¿Ayuda? ¿Para qué?

Cain frunció el ceño. El otro chico se rió entre dientes y le contempló con expresión burlona, mirándole desde arriba con un aire de superioridad que no se molestó en disimular. Sacó un cigarro arrugado de alguna parte de su abrigo. Era una prenda larga, de polipiel, negro y con el cuello alto. Se puso el cigarro entre los labios y lo encendió, dejando el mechero sobre la barra.

- Vamos, no te hagas el tonto. Ya me han dicho que te vendes en los baños a cualquiera que te da una papelina y te deja pasar la noche en su cama. – Dio una larga calada - Te quedarás conmigo mientras esté aquí. Así descansarás un poco de esos cerdos. Hay que descansar de vez en cuando, ¿sabes?

Cain asintió con la cabeza, mecánicamente. Lieren había regresado. Ya no estaría solo más tiempo, eso era bueno. Además, le daría un sitio donde vivir. De nuevo iba a cuidar de él. Siempre era mejor así. ¿No?

¿No?

Le vino a la memoria el sonido del piano. De repente, le parecía estar escuchándolo con absoluta claridad, por encima del percutir constante de la música de La Caverna, más allá de eso, casi como si brotase aquella música de su misma alma. "Es real", se repetía en su mente, una y otra vez. "Nada más lo es, sólo yo… y el piano. El piano es real."

- ¿Así que es verdad?

Cain asintió de nuevo, sin pensar. Lieren torció el gesto y suspiró.

- No pensaba que acabarías así, detrás de la puerta del cuarto de baño con don nadies. Ah, Cain, Cain, qué decepción. Tsk. Tú tienes más clase que eso.

Cain se giró para mirarle fijamente.

- No. En realidad no.

El albino se acodó en la barra y se inclinó un poco sobre él. Se acercó hasta que sus rostros quedaron a un par de centímetros, de manera que su pelo rozaba la nariz de Cain. Olía a pimienta y a nuez moscada. Cain recordaba aquel olor, lo tenía grabado en la sangre, en la lengua y en las entrañas. Miró sus labios rosados y contuvo los suyos para no besarle de inmediato, comprobar si aún sabía a pimienta.

- ¿Ah no? Entonces tal vez me equivoqué contigo – resolvió Lieren con indolencia. Le echó el humo a la cara en un hilo fino - No te eduqué para que fueras la puta de cualquiera con un gramo en el bolsillo.

- No. Me educaste para que fuera la tuya, pero te largaste – respondió Cain con sangre fría. No dejó que trasluciera el menor tono de reproche - ¿Qué esperabas que hiciera? Me las arreglé para seguir adelante, y no me ha ido mal.

- Ya veo. Aunque cuando me fui no imaginaba que cayeras tan bajo. Podías haber sido más selectivo.

- ¿Y quién te dice que no lo soy? Hay muchos que merecen la pena, tú no eres tan único y especial como te crees.

Lieren pareció sorprenderse. Luego le brillaron los ojos, como si se hubiera enfurecido, y Cain reprimió una sonrisa de triunfo: le había dado donde dolía. El joven del pelo blanco alzó la mano como si fuera a golpearle. Cain cerró los ojos con fuerza pero Lieren simplemente le puso la mano en el hombro y le miró a los ojos, soltando una carcajada.

- Es lo que siempre me ha gustado de ti, Cain. Eres un chico rebelde - una sonrisa traviesa cruzó el rostro del albino – pero mientes tan mal… venga, vámonos. Ya me he terminado la copa y ahora quiero estar contigo.

Le empujó por el hombro con suavidad, y Cain se dejó llevar, casi flotando. Lieren había regresado. Eso era bueno, era la mejor noticia que tenía en meses, ¿no?. Mientras caminaba por las calles, con la mano de él en el hombro, le escuchaba hablar de los lugares donde había estado, y respondía asintiendo cuando era oportuno y lanzando exclamaciones de asombro cuando correspondía, como un buen chico. Al mismo tiempo, pensaba en su situación.

Por una parte estaba su nueva vida. Bien, su vida en realidad no es que hubiera cambiado, sólo algunas cosas nuevas habían entrado en ella. Como el piano, el salón con el sofá que abrazaba, su habitación estéril con una puerta cuyo pomo parecía guardar un secreto… y Gabriel. Gabriel, la habitación de Gabriel, siempre cerrada, la voz del profe, su silueta delante del piano. Por un momento creyó verle de nuevo: San Miguel secándole con una toalla, mirándole a los ojos. "Ni se te ocurra dormirte". El piano. La música del piano y los zapatos en la puerta. Aún no se había acostumbrado del todo a esa vida pero le gustaba lo suficiente como para intentarlo.

Por otra parte estaba lo viejo conocido. Lieren era lo viejo conocido, por supuesto. Se había fugado con él cuando abandonó la última casa de acogida, aquella en la que había un cuadro de un ángel que no respondía a sus oraciones. Cain nunca había conocido a un albino hasta que se encontró con él, y los que había visto en televisión o revistas eran, para qué engañarse, bastante feos. Pero Lieren no. Él tenía la piel como el mármol y las cejas y el cabello de un tono algo más claro. Sus facciones eran escultóricas, con una barbilla afilada y la sonrisa de labios tentadores de un sátiro burlón, el pelo largo hasta la cintura y suave como una nube. Le había gustado desde el principio… y de alguna manera, Lieren le había encandilado a él. No sabía cómo. Era incapaz de recordar en qué momento su vida dejó de tener sentido sin él, cuándo dejó de ser Cain y empezó a ser el chico de Lieren, suyo y a su merced. Pasaba los días y las noches en su lecho, o en su bañera, o en su sofá. Cuando no estaban juntos, estaba preparándose para él: descansando para mantenerse enérgico en la cama, o comiendo, o dándose largos baños perfumados, o simplemente, esperándole con ansia.

Y un día, cuando Cain salió a vagabundear en busca de una librería, la primera vez que salió del piso sin él desde que había ligado su vida a la del guapo albino… cuando volvió se encontró el piso vacío. Lieren se había marchado y se había llevado su equipaje. Nadie sabía qué había sido de él, fue como si se lo tragara la tierra. Pocos días después, el casero fundió el timbre de la puerta al intentar reclamar el último pago del alquiler. Cain salió de su refugio por la noche y se encontró solo, desahuciado, perdido y sin dinero en medio de la ciudad.

Le había echado tanto de menos…

- ¿Por qué te fuiste? – preguntó.

Estaban frente a la puerta de un edificio de seis plantas, en una de las calles anchas de la ciudad. Las farolas iluminaban con claridad la acera. Lieren metió la llave en la cerradura y le abrió la puerta.

- Estaba enfadado contigo.

La revelación le sacudió por dentro. Se sorprendió al verse despejado de golpe de los efectos de su consumo nocturno, y la culpabilidad cayó como una losa sobre él.

- ¿Por qué? – acertó a balbucear.

- Por favor… prefiero no hablar de eso. Está olvidado. Eso es lo importante.

El albino le empujó del hombro con suavidad y entró tras él. Caminaron en silencio hasta el ascensor. La luz del interruptor brillaba, verde. "Dios mío, debí hacer algo horrible".

- Lo siento – dijo en voz baja.

La puerta del ascensor se abrió. El espejo le devolvió su reflejo: un rostro pálido de ojos verdes y detrás, la alta figura blanca. Sorprendió un destello cruel en su mirada y la media sonrisa. Solo fue un instante. Un instante, un momento antes de que el semblante de Lieren se convirtiera en una máscara de indiferencia.

- He dicho que no hablaremos de eso.

Cain entró en el ascensor. El albino pulsó un botón. "¿Qué ha sido esa mirada? O tal vez es solo mi imaginación". El corazón del chico empezó a golpear con fuerza en su pecho, con inquietud. Estaba empezando a ponerse nervioso, sin saber por qué. Pero había algo raro en todo aquello.

- ¿Cuándo dices que has regresado? – preguntó de nuevo. Su voz le sonó a sí mismo débil y un poco asustada.

- Hoy.

Miró de reojo el reflejo del cristal, a través de los mechones negros de su largo flequillo. Esta vez se detuvo y mantuvo la mirada para cerciorarse de que no era impresión suya. El albino parecía cernirse sobre él, con los ojos fijos en su nuca y un brillo ávido en las pupilas, con el aspecto rapaz de un halcón a punto de abatirse sobre la presa. "¿Es mi mente? ¿Serán las drogas?"

- Sí que has tardado poco en conseguir piso.

- Tengo contactos.

El elevador se detuvo y anunció la cuarta planta con un tintineo electrónico. La puerta se abrió finalmente, y Cain salió al rellano en tinieblas. Cedió el paso a su acompañante, que se adelantó para abrir la puerta del apartamento.

Entonces lo vio, en la oscuridad. La silueta de Lieren, que parecía retorcerse, negra en la negrura, proyectando una sombra antinatural, insectoide, parecida a la de una araña. Ni siquiera tuvo tiempo de pensar si aquella visión era a causa de la mezcla de estupefacientes y alcohol. El pánico se apoderó de él, subiendo, espumeante, desde el estómago, como una cocacola agitada a punto de derramarse. Al tiempo que la enorme araña negra giraba la llave, escuchó el clic de la cerradura abriéndose. Dos ojos rojos, inyectados en sangre, se clavaron en él. Escuchó la voz de Lieren diciendo algo, pero sus oídos zumbaban.

Se agarró a la barandilla de la escalera y se precipitó por los escalones a la carrera, con el corazón golpeándole en la garganta, en el pecho y en las muñecas. Comenzó a sudar con un sudor frío y pegajoso, mientras miles de pensamientos inconexos giraban en su cabeza. Sus orejas parecían haberse convertido en avisperos.

"Corre, corre, corre", era todo lo que podía pensar.

Perdió el equilibrio en un escalón, pero se agarró a tiempo al pasamanos para recuperarlo. Saltó de tres en tres, luego se precipitó hacia la puerta. La luz ya se había encendido y escuchaba los pasos trepidantes tras él, retumbando, la voz potente, llamándole con un tono imperativo y furioso a partes iguales.

"Tengo que llegar a casa"

Al salir a la calle, tomó la dirección de la izquierda. Daba igual dónde estaba, sólo tenía que llegar a una de las vías principales y buscar el reloj. Después, podría encontrar el camino, estaba seguro. El camino a casa. Cerró los ojos, sin dejar de correr, con el aliento raspándole en la garganta, y rezó.

. . .

23 de Enero, noche – Gabriel

La conversación había decaído un poco, como siempre ocurría a esa hora, después de que la enfermera entrase con las pastillas y volviera a marcharse. Gabriel se había levantado y estaba mirando por la ventana distraídamente. Era una noche clara y fría, con estrellas. Enero estaba siendo especialmente frío aquel año, pero también algo más limpio de lo que acostumbraba. No siempre podían verse las estrellas en la ciudad. Las luces, el humo y la capa de polución las velaban. Dejó la cortina retirada y regresó a su sillón. La niña le sonrió, y él le devolvió una mirada seria.

- ¿Y mi regalo? – dijo ella con voz suave.

Gabriel metió la mano en el bolsillo del chaquetón, que reposaba en el respaldo del asiento, y le tendió la pelota de goma. En esta ocasión, era de color rosa brillante con motas azules. Ariadna la cogió, suspirando.

- Ni un lacito ni nada. Eres super soso para dar regalos, ¿Lo sabías?

- No me lo habían dicho nunca – replicó él, cruzándose de brazos. – Supongo que ahora ya lo sé.

Ariadna se rió y lanzó la bola al aire, luego la recogió con la otra mano.

- Con ésta hacen treinta y cuatro – declaró.

- ¿Tanto tiempo ha pasado?

Ella asintió con la cabeza. Sonreía, le brillaban los ojos y parecía animada. Las últimas semanas estaba recuperando la lozanía, y los médicos decían que mejoraba, aunque no querían darles esperanzas. Pero Gabriel las tenía. No podía perderlas, no era capaz de permitirse eso. Allí estaba aquella cría, recostada en su cama de hospital, alegre y dicharachera como si fuera la más feliz del mundo. No le importaba no tener pelo en la cabeza, ni las largas sesiones de radioterapia, ni la quimioterapia, ni los análisis, ni las biopsias. No, a Ariadna le importaban cosas como el activismo ecológico, las ballenas, los pingüinos, los libros de Harry Potter y sobre todo, las pelotas de goma.

- Treinta y cuatro tuyas, una por semana desde el día que te conocí – afirmó ella, sonriente, en respuesta a su pregunta.

Tenía la colección más grande de pelotas de goma que Gabriel había visto nunca, aunque para hacer honor a la verdad, nunca había visto otra. Según le había dicho, había empezado a coleccionarlas cuando cayó enferma, y ahora en su habitación, además de los peluches, los cuentos, la decoración infantil y los globos de colores, se amontonaban enormes tarros de plástico transparentes que contenían sus incontables tesoros. Debía de tener miles almacenadas en aquellos botes, que se repartían por todas las estanterías y repisas del pequeño cuarto.

- ¿Me dirás algún día para qué las quieres? – preguntó él, con una media sonrisa cómplice.

La niña pareció pensárselo, después le dedicó una mirada pícara.

- Quizá. Quién sabe. A lo mejor te lo digo el día que termines tu música.

- Entonces vamos jodidos – respondió Gabriel, con una risa suave.

Ariadna le golpeó el brazo con la mano y le reprendió severamente.

- ¡No digas tacos!, soy menor de edad.

- Bah, no te hagas la inocente. Además, con doce años ya eres una madurita interesante.

- Cuidado con lo que dices – le dio con la mano otra vez - eso te convierte a ti en un abuelo.

Gabriel iba a replicar algo cuando, de repente, sintió una palpitación violenta en el pecho. Frunció levemente el ceño, volviéndose hacia la ventana. Ariadna, extrañada, siguió la dirección de su mirada.

- ¿Has oído algo? – Hizo la pregunta, aunque sabía que era absurda.

No se trataba de algo que hubiera escuchado. Era otra cosa. Algo que había sentido. Lo había percibido con tanta claridad como…

"Como aquella vez"

- Gabriel, ¿Qué pasa?

El tono de voz de la niña era de preocupación contenida. Él se giró y vio sus ojos grandes, oscuros, observándole con inquietud. Meneó la cabeza.

- No tiene que ver contigo.

- ¿Has vuelto a tener esa corazonada? ¿Como aquella vez?

"Oh, dios mío". Sólo de pensarlo la angustia se enredaba en su garganta.

Sí, aquella vez.

Aquella vez fue la vez que conoció a Ariadna, cuando él salía de recoger el resultado de su revisión médica. Entonces vio a la niña, sentada en una de las sillas de espera del hospital, con una señora, su asistente social, al lado. Ariadna también era huérfana, claro. Como él. El pálpito le sacudió por dentro, del mismo modo que acababa de sucederle, de manera que se quedó quieto, mirando a la niña y a la señora que la acompañaba. Aquella mujer estaba hablando con un médico, y se levantaron para irse con una sonrisa porque todo iba bien.

- Parecido – confirmó, en un susurro – Es… creo que tengo que ir a casa.

Gabriel nunca pudo explicar por qué hizo lo que hizo "aquella vez". Entendió que la mujer que acompañaba a la chiquilla le tomara por loco cuando las abordó y le pidió, de la mejor manera que pudo, que la llevara a la otra planta y pidiera unos análisis. A él también le parecía una locura. Quizá por eso consiguió convencerlas. Él no sabía que Ariadna estaba enferma, sólo tuvo aquel impulso, más poderoso que su propia voluntad.

Fue aquel impulso el que hizo que se descubriera que la niña padecía cáncer, y fue aquel diagnóstico el que la postró en una cama. Gabriel se había sentido culpable al principio, casi como si fuera él la causa de la enfermedad. Por eso se había preocupado por ella y la había visitado. Pero Ariadna había sabido hacerle comprender la enorme tontería que era sentirse culpable cuando, en realidad, según dijo ella misma, la había salvado. Sin embargo, Gabriel no estaría tranquilo hasta que la pequeña saliera del hospital, sana y sin mácula. No era capaz de curarse del todo de aquel irracional sentimiento de culpa.

- Vamos, vete – le apremió la niña, con los ojos muy abiertos.

Gabriel la miró.

- ¿Y si no es nada? Tal vez sólo…

- Gabriel, no – insistió ella, tajante – No puedes quedarte aquí. Si no es nada, al menos tendrás el alivio de que no ocurre nada malo. Pero si es algo, estás perdiendo el tiempo. ¡Vamos! ¡Corre!

Gabriel asintió. Las palabras de la niña, la fe que ella tenía en sus premoniciones, eran como una exhortación irresistible. Se inclinó para darle el beso de buenas noches e intentó arroparla mientras cogía el abrigo, pero ella le empujó.

- ¡Corre, corre! ¡Ya me tapo yo!

- Te llamaré mañana – prometió él, mientras salía por la puerta a toda velocidad.

Cuando Ariadna quedó atrás, toda su mente se concentró en aquella alarma interior que le apremiaba.

El latido de su corazón se asemejaba a una carrera de caballos, le hostigaba con violencia, como si cada segundo contara. Tomó un taxi en cuanto cruzó la puerta del hospital, aprovechando que una señora cojeante se bajaba de uno que había parado justo enfrente. Si al final resultaba no ser nada, la corazonada no le habría costado más de lo que valían dos paquetes de tabaco. Las luces de la ciudad discurrieron velozmente tras las ventanillas, pero no todo lo veloces que él hubiera querido.

- Vaya por dios – dijo el taxista en algún momento – estamos pillando todos los semáforos en rojo. Vamos, ni a propósito. Espero que no tenga mucha prisa.

Gabriel esbozó una sonrisa amarga.

Cuando el coche se detuvo por fin frente a su puerta, Gabriel pagó y salió del vehículo, cerrando de un portazo. Las luces del coche se alejaron y la calle quedó a oscuras, apenas iluminada por la luz vacilante de las farolas. Él se quedó a solas, con el latido retumbando en sus oídos. Recorrió el espacio con la mirada, buscando el peligro que debía estar allí, pero no encontró nada. "No hay nada", se repitió, intentando convencer a su instinto disparado. "No hay nada, no es nada. Me equivoqué."

Tomó aire y volvió la mirada al cielo. Si, era un placer poder ver las estrellas. Esperaba que Ariadna al menos pudiera disfrutar eso, ya que había tenido que dejarla sola antes de tiempo por una estupidez. Sacó las llaves del bolsillo y se dirigió a paso lento hacia la puerta, tratando de relajarse. No tenía sentido estar en esa situación de estrés sin motivo alguno.

Introdujo la llave en la cerradura y la giró. Al poner la mano en el picaporte, algo le llamó la atención, un reflejo, un destello sobre el cristal de la puerta. El latido se intensificó. "Está ahí". Sacó las llaves lentamente y se las guardó en la mano, dejando asomar un par de ellas entre los nudillos. Luego se dio la vuelta y avanzó hacia el oscuro rincón de la calle de enfrente, donde se apilaban los contenedores de reciclaje. Apretó los dientes y sintió como se tensaba cada uno de sus músculos al acercarse, preparándose para atacar con cada metro salvado, activados por un instinto desconocido hasta entonces. Estaba alerta como un león, dispuesto a saltar sobre el cuello de la amenaza invisible. Y en ese momento escuchó la voz, que susurraba, y el gemido apagado.

- ¿Ves lo que consigues? Esto es lo que consigues.

Se movió hacia la izquierda, asomándose al hueco que formaban los contenedores. Las siluetas se volvieron nítidas ante sus ojos. Allí, tirado boca abajo sobre un montón de bolsas de basura apiladas, estaba Cain, con la mirada verde, brillante, perdida en el vacío. Su rostro estaba ladeado, de modo que le veía las facciones con claridad. Tenía los pantalones enredados en los tobillos, y un hombre alto, con el cabello y la piel blanca, le mantenía los brazos sujetos a la espalda con una mano. Con la otra le agarraba del pelo, mientras empujaba detrás de él, repitiendo aquellas sandeces.

- No podías obedecer, no… ¿es que no te enseñé bien? ¿Fui demasiado blando? Así aprenderás… esto es lo que consigues.

Gabriel apretó los dientes. Una llama se le encendió en el pecho, prendió con la rapidez de la pólvora, quemándole hasta la garganta, y luego se extendió por sus nervios, impeliéndole a arrojarse contra aquel hombre y destrozarle el rostro a puñetazos. En ese instante, los ojos verdes de Cain parecieron fijarse en él. Le vio mirarle, y su rostro se quebró en una expresión de absoluto dolor, de vergüenza y de abandono. El gemido que brotó de sus labios amenazó con evaporar la poca sangre fría que pudiera quedarle a Gabriel.

- Hijo de puta, suéltale ahora mismo o te juro que te mato – ordenó, conteniéndose hasta el límite, con los puños temblando de tensión.

El albino levantó la mirada, sorprendido. Por algún motivo, su rostro pasó de la sorpresa al horror, y soltó al muchacho enseguida, saliendo de su interior y pegándose a la pared mientras intentaba guardarse el miembro en los pantalones y buscar una vía de escape al mismo tiempo. Cain se revolvió sobre los desperdicios y se arrastró hasta el otro lado del rincón como un animal herido.

- No es lo que parece – balbuceó el albino – Es consentido, ¿verdad, Cain?. Díselo.

El silencio fue toda la respuesta que obtuvo. Gabriel no la necesitaba. Podía oler la culpa en aquel hombre, verla en sus ojos rosados, en el gesto crispado de su rostro. "Bastardo, hijo de puta… le mataré, le mataré".

- ¡Díselo! – gritó de nuevo el hombre más joven, lanzando una mirada desesperada al bulto oscuro de rostro pálido y ojos verdes.

La voz del chico se dejó oír en un hilo débil, suave y venenoso.

- Vete al infierno.

Gabriel dio un paso adelante, levantando el puño. El albino se cubrió el rostro con las manos, entrecerrando los ojos, como si en vez de las llaves llevara en la mano una lanza o una antorcha.

- ¡No, por Dios, no me hagas daño! – exclamó, casi temblando - ¿Por qué le defiendes? No es más que un chapero de tres al cuarto. Sólo es basura. Basura. No vale nada. Déjame ir…

Gabriel apretó las llaves en el puño hasta clavárselas en la palma de la mano.

- La única basura que hay aquí eres tú. Y la basura se aplasta o se quema – escupió.

En aquel momento supo que sería capaz de asesinar. Nunca había creído que pudiera llegar a sentir algo como eso con tanta claridad, y sin embargo, ahí estaba. Por algún motivo, pensó que lo haría, que deseaba hacerlo, y que no se arrepentiría. Si le golpeaba, aunque solo fuera una vez, no podría parar hasta verle destrozado. Y como si le leyera la mente, el terror del albino iba en aumento a la par que su ira. Cuando escuchó el sonido del líquido derramándose comprendió que el muy cobarde estaba orinándose en los pantalones. "¿Qué coño le pasa a este?".

- Lárgate. Y que no te vuelva a ver – dijo al fin, haciéndose a un lado.

El tipo del pelo blanco no necesitó que se lo dijeran dos veces. Salió corriendo como si le persiguiera el mismísimo demonio, volviéndose a mirar atrás de vez en cuando. El corazón de Gabriel dejó de latir como un loco y, poco a poco, se apaciguó. Entonces, cuando se cercioró de que el albino no volvía, se acercó al rincón y tendió los brazos hacia el chico, acuclillándose entre la basura desperdigada que se había derramado de las bolsas rotas. Cain retrocedió instintivamente. Los enormes ojos verdes le observaban con un miedo primitivo, ancestral.

- Tranquilo – dijo, con voz suave – vamos, sal de ahí, chico. Vamos a casa.

El muchacho se pegó más a la pared. Apartó la mirada.

- No debiste hacer eso – susurró, en voz muy baja, gélida – Él tiene razón. Sí que quería.

Gabriel frunció el ceño.

- ¿De qué estás hablando?

Los ojos verdes volvieron a mirarle, punzantes, agresivos.

- ¿Crees que no me puedo defender solo? Si no hubiera querido follar con él, te aseguro que no lo habría hecho. Pero sí que quería. También soy un chapero de tres al cuarto. Eso también era verdad. Así es como soy. Ahora vete a tu casa y sigue con tu vida.

Gabriel se le quedó mirando un rato, sin saber muy bien cómo reaccionar. Luego se incorporó, sacudiéndose los pantalones. Se cruzó de brazos, suspirando. Había llegado tarde. Si hubiera llegado antes, quizá habría podido parar aquello antes de que ese cabrón le hiciera…

- Cain, a ver cómo te lo explico… - suspiró de nuevo – Me da igual que seas un chapero o un inversor de bolsa. Por favor, sal de ahí y vámonos a casa.

El chico escupió al suelo.

- Joder, ¿Es que no te enteras? Te he dicho que…

- No, eres tú el que no se entera. – replicó Gabriel, levantando un poco la voz. Estaba empezando a ponerse nervioso - No eres ninguna basura. Nunca lo serás, no mientras te respetes a ti mismo y seas tú quien elige. Pero sin eso, si te engañas, te mientes y vas dando tumbos y diciéndote que toda la mierda que te tragas es por tu gusto, entonces estás dejándote pisotear, chico. Y tú no eres de los que se dejan pisotear.

- ¡Y tú que coño sabes!

Cain se había puesto en pie de golpe. Su voz se rompió con el grito, y después se deshizo en un sollozo contenido. Las lágrimas se le escaparon, le rodaron por las mejillas y se limpió con los puños. Gabriel sintió que el corazón le temblaba en el pecho, sobrecogido. "Este chico no está bien", pensó. Le parecía ver todas sus heridas, las del alma, abiertas y sangrantes, toda su necesidad.

- Nada. Yo no sé nada – respondió, suavizando el tono – pero no te rindas.

- Y a ti que te importa eso.

- Me importa. No sé por qué, pero es así. Y tú sabes que no miento.

El chico se le quedó mirando. A Gabriel le pareció muy frágil y asustado, a pesar de sus esfuerzos por aparentar indiferencia y desdén. Un deseo incontenible de abrazarle y protegerle le asaltó con tanta urgencia que le cortó la respiración en la garganta, pero se reprimió.

Entonces supo que sí había llegado a tiempo. Le vio abrir una mano temblorosa, y un objeto metálico, una hoja plateada y brillante, cayó al suelo, entre las bolsas negras.

Cain se abrazó a sí mismo y pasó por su lado, con la cabeza gacha. Gabriel se acercó a recoger el arma. Era una navaja de diez centímetros. La cerró y se la guardó en el bolsillo; luego le siguió y dejó que fuera el chico quien abriera la puerta.

Subieron las escaleras en silencio. Cuando entraron en el piso, la luz parpadeante y dorada de la ciudad iluminaba el salón, colándose por las ventanas. Gabriel cerró la puerta y observó la silueta oscura y despeinada del chico. El olor húmedo y acre de los desperdicios y el miedo se le había pegado a la ropa y al cuerpo, ahora impregnaba la habitación.

- Voy a ducharme.

Gabriel no dijo nada. Se sentó delante del piano y abrió la tapa. Estuvo acariciando las teclas sin tocar, sumido en sus pensamientos, mientras escuchaba correr el agua. Cuando Cain salió del cuarto de baño y apagó la luz, pulsó la primera tecla.

Se dio la vuelta para mirarle de soslayo en la oscuridad. La figura del muchacho era una sombra de ojos brillantes. Percibía su presencia con intensidad. Le parecía, de repente, ser más consciente de él que de ninguna otra cosa. De su alma, de su dolor, de su soledad.

"Quiero consolarte", pensó, pero no se lo dijo.

Se volvió de nuevo hacia el piano y tocó el primer acorde suave, manteniendo pulsado el pedal para silenciar las notas. Lo dejó reposar, hasta que las vibraciones se diluyeron en el silencio, y después lanzó otra nota al aire, brillante y clara. Luego otra, y otra. La melodía se dibujó despacio, dulce y melancólica, como una procesión de luces tímidas en la oscuridad del salón, solo rota por el reflejo de las luces urbanas.

- Siempre habrá oscuridad – murmuró, quizá para él, quizá para sí mismo, para nadie o para el universo entero - Pero algunas noches … algunas noches se ven las estrellas.

Escuchó el murmullo del sofá cuando Cain se tendió en él, encogiéndose. Percibía su mirada sobre sí. Cuando habló, la voz del joven le resultó suave, una caricia en los oídos.

- En las mías no había más que tinieblas… pero ahora parece que al fin han llegado. Las estoy escuchando.

Gabriel soltó el pedal lentamente, apenas un ápice, y volvió a pisarlo. Siguió tocando. El arpegio ascendía, parecía hacerse eterno, los sonidos brotaban sin trabas y los dedos del profesor parecían saber exactamente a dónde iban. No sabía qué melodía era aquella, no la conocía y nunca antes la había interpretado, pero sonaba exactamente a lo que quería transmitirle al joven: sonaba a esperanza y a amaneceres dorados, a constelaciones mágicas, a vientos que se llevaban las nubes de la tormenta. Y entonces, igual que habían venido, como un remolino de nieve, comenzaron a gotear, y la melodía pidió volver a dormir.

Así, con gotas de lluvia y notas aisladas, se fue.

Gabriel, sobrecogido, cerró la tapa y volvió la mirada hacia el sofá. Cain tenía los ojos cerrados y parecía haberse dormido. Le estuvo mirando en la oscuridad, durante minutos enteros, antes de levantarse silenciosamente y marcharse a su habitación, con una mezcla de alivio y rabia en el corazón.

. . .

© Hendelie

2 comentarios:

  1. Lo he empezado a leer y me ha gustado mucho *-* Voy a continuar leeyendo en amor-yaoi :)

    ResponderEliminar
  2. Pobre Caín , tengo el corazón en un puño por el pobre chico .
    Estoy absolutamente enamorada del profesor , tan dulce , tan bueno , tan especial .
    Más , quiero más de estos dos personajes . Los adoro .

    Muchas gracias por esta maravillosa historia .

    Un abrazo . Judith

    ResponderEliminar

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!