martes, 22 de noviembre de 2011

Fuego y Acero XII: Esclavo


12.- Esclavo

Aún le costaba respirar correctamente. La enfermedad que le había tenido postrado a lo largo de todo el viaje por mar había remitido, pero todavía tenía tos de vez en cuando y sentía que sus pulmones nunca volverían a ser igual de vigorosos. Los esclavistas le habían sanado con brebajes y hierbas desconocidas, dispensándole un trato mucho más suave de lo que nunca hubiera sospechado. Sin embargo, cuando adivinó el motivo de esta presunta amabilidad, un lazo de angustia se anudó en su garganta y no le abandonó.

Pensaba ahora, mientras deslizaba la mirada por la habitación que les habían asignado a él y a su compañero, que nunca se iría esa huella húmeda y fría en su interior, una especie de marca extraña de vulnerabilidad que se había vuelto más profunda a medida que los acontecimientos se habían precipitado.

El viaje en la galera de los esclavos fue un verdadero infierno, a pesar de que debía considerar su situación más afortunada que la de otros. A él no le habían golpeado. Y se habían molestado en curarle de sus fiebres, al fin y al cabo. Pero nada podía ser más hiriente que la clara consciencia de ser considerado como una res, o algo peor. Cuando le examinaron, lo hicieron como se evalúa a una ternera, mirándole los dientes y los miembros, haciéndole preguntas insidiosas y palpándole por todas partes. 

"Así que eres un completo inútil, ¿eh, señorito? Al menos serás virgen." 

Ahora se congraciaba por haber mentido a gritos, diciendo que sí. Había visto la suerte que habían corrido otros y otras, jóvenes chicos y chicas, que eran arrastrados en mitad de la noche a la cubierta para servir de diversión a los tratantes. Recordaba sus rostros pálidos y húmedos de llanto, de expresión ausente, al regresar a las prisiones de la bodega tambaleándose y agarrándose los jirones de ropa destrozada, las caras de gesto inanimado de aquellos que compartieron su desgracia. En esos semblantes podía verse el abandono, la mella que iba dejando el presidio y la impotencia día tras día hasta borrar todo ánimo, todo resto de dignidad humana, de miedo, hasta de sufrimiento. El peso de la esclavitud y su precio.

En aquellos días de soledad entre la apiñada multitud de esclavos a la que pertenecía, Driadan había descubierto con espantosa frecuencia cómo sus pensamientos y anhelos se dirigían hacia su padre, al recuerdo de su madre, y les había añorado como nunca antes. La mano grande y ancha sobre su mano fina. La risa del rey Dromath, resonante y cálida, y sus brazos que le levantaban y le estrechaban. Su olor, el perfume de las sábanas de su antigua habitación, la luz colándose entre las cortinas... todo lo que había perdido, desde los lujos extremos hasta las más pequeñas cosas. Recordó por primera vez en años la voz de su madre, sus canciones de cuna, que de algún modo persistían en su memoria esperando ser desenterradas. Se abrazaba las rodillas en las trémulas noches en alta mar, llorando en silencio, demasiado herido para sentir vergüenza por ello, y les rememoraba con una punzada de pesar que nunca llegaba a convertirse en consuelo. 

Y en su lecho de paja enmohecida y melancolía, con las muñecas cargadas de grilletes, cada noche había tenido cerca los ojos azules y las palabras breves de Ioren, que se le presentaba ahora como un baluarte irreductible, un saliente seguro y firme donde aferrarse, aún con el torso ensangrentado y las marcas de la violencia sobre su cuerpo musculoso. Porque no se apagaba la llama orgullosa y altiva en su mirada, los latigazos que dejaban señales en su piel no arrancaban la regia dignidad salvaje de su expresión, sino que cada día de tortura y encierro parecían volverle a él más solemne y majestuoso. Como un león encadenado, Ioren se negaba a perder su esencia, ese aire de rey antiguo que los años parecían haber esculpido con tanta dedicación en él que harían falta el doble de años para arrebatárselo a base de maltratos y humillación. Y su imagen, su presencia, de alguna manera actuaba como un bálsamo para el príncipe, cada vez que los ojos azules le contemplaban o la voz como una caricia llegaba a él en susurros.

No habían hablado de ello, pero Driadan lo sabía, con una certeza que no dejaba espacio a la esperanza. No sabía hacer nada, era virgen, y le estaban cuidando. Su destino sería servir de compañía en las noches a quien pudiera pagar su precio, así se lo habían comunicado los esclavistas mientras le miraban entre las piernas y le palmeaban el trasero. Vendido como una puta. Peor que una puta. No dijo una palabra de ello a Ioren, y él tampoco preguntó. No dijeron nada entonces, pero en las gradas, en aquella inmunda subasta, bajo el sol abrasador de Shalama, el príncipe había tenido miedo. No de su futuro, sino de la espantosa soledad que le golpeó como una bofetada gélida cuando le arrastraron lejos de él y le exhibieron como a una mercancía. Se había retorcido entonces, gritando su nombre.

- ¡No me dejes, perro! ¡Llevas mi sello en el brazo! ¡No dejes que nos separen! - había chillado, forcejeando, buscando la mirada del hombre del mar con una avidez desesperada.

No confiaba en obtener respuesta alguna, sin embargo siguió increpándole, diciendo su nombre, aguantándose los sollozos mientras aquellas gentes le miraban y el mercader vestido de rojo le tocaba la boca, balbuceando en la lengua del Sur, que comprendía a la perfección.

- ¡No lo soportaré! ¡Ioren, no dejes que nos separen! ¡Eres todo lo que me queda!

Y los barrotes crujieron, y la voz poderosa del hombre del mar se elevó como pocas veces había oído antes, en un rugido desgarrador y fiero.

- ¡Pelea hasta el último aliento! ¿Me oyes, chaval? ¡Resiste! ¡Te encontraré!

- ¡No, no! ¡Te necesito, no dejes que nos separen!

- ¡Te encontraré! ¡Aguanta y sobrevive, no agaches la cabeza!

Y quizá había sido esa extraña escena que habían dedicado al público de Shalama el motivo por el cual habían sido comprados por la misma persona. Una mujer morena de ojos rasgados y la piel del color de la miel tostada, que le había sonreído y acariciado el cabello con aire maternal. Un hombre grueso y de rostro bonachón que llevaba un turbante púrpura y tenía una barba recortada, negra y picuda, y le miraba con aire divertido. Absolutos desconocidos. Cuando arrastraron a Ioren fuera de esa maldita jaula donde le tenían enclaustrado como un animal y le llevaron a su lado, Driadan tuvo la clara sensación de que una losa demasiado pesada le era retirada de los hombros. Vio el reflejo de su alivio en la mirada del hombre del mar, mas allá de los cabellos rojizos y enredados, y tuvo ganas de llorar y abrazarle, de decirle que todo iría bien... como si Ioren lo necesitara. Y les habían llevado a los dos. A ambos, junto a aquel muchacho de aspecto burlón que no parecía descontento con su suerte, y otros dos hombres serios y graves.

El palacete era un lugar bastante agradable. Driadan tenía la fortuna de ser versado en lenguas, cosa que la Sharin Luarah apreció inmediatamente, así como su padre el Sha. A él le llamaban Nirala, y al otro chico, Cisne. Ellos vivían dentro del palacio, y no había vuelto a ver a Ioren en los siete días que habían pasado desde que fueron comprados. Los dos coperos compartían , un aposento sencillo pero confortable, con camas en forma de barca de colchones agradables y con cojines simples, aunque mullidos. Tenían baúles con ropa, bañera y una chica que venía a peinarles y maquillarles los ojos cada día, antes de que les llamaran para atender a los dos señores. Sus funciones eran sencillas, aunque importantes. Servir el vino sin derramarlo, transmitir los deseos de los amos al resto del servicio, encargarse de que la mesa se sirviera en el momento, atender las peticiones más superfluas de sus dueños.

Y allí estaba él, Driadan príncipe de Nirala, solo en su habitación de esclavo, con los ojos pintados de negro y mirando el lugar que se había convertido en su hogar, recordando con angustia cada paso que le había llevado a tan lejanas tierras y terribles circunstancias. "Si nunca hubiera alzado la voz en la sala del Pegaso, si no hubiera marcado a Ioren con mi sello, si hubiera dejado que le mataran en lugar de empeñarme en demostrar que podía humillarle, entonces no estaría aquí ahora", se dijo, apoyando la espalda junto al arco de cortinas de seda que constituía la puerta de la alcoba. "Estaría en casa, con mi padre. Padre mío... espero que estés vivo. Aunque quizá te valdría más estar muerto que llegar a saber algún día en qué se ha convertido tu heredero".

Ahogó un profundo suspiro y cerró los ojos, pasándose una mano por la cara. Las cortinas ondearon y los pasos ágiles de Cisne le sacaron de sus pensamientos. El chico entró, sonriente y ufano, mostrándole una naranja que había debido hurtar de alguna parte, regalándole una sonrisa de dientes separados.

- Mira, Nirala.

Driadan le observó un momento con indiferencia y se apartó de la pared. Cisne torció el gesto. Parecía una ardilla oscura, con el pelo negro ensortijado y los ojos de color avellana. Su piel tostada era más oscura que la de los señores a quienes servían, aunque mantenían la similitud propia de las razas del sur, esos rasgos exóticos y misteriosos que había soñado cuando era príncipe y contemplaba los tapices de Shalama, preguntándose cómo serían sus gentes. Ahora lo estaba descubriendo, de una manera que nunca habría sospechado.

- ¿Aún orgulloso y triste? - dijo Cisne, ajustándose el cinturón de la túnica de seda y guardando la naranja bajo el colchón de su cama. A Cisne le vestían de azul. A él, de rojo. - Te acostumbrarás. Ya te dije que hemos tenido suerte.

- Vete al infierno.

Cisne se volvió hacia él, con una sonrisa sardónica.

- Tú pareces no querer salir de él. Pero te equivocas. - dijo, mientras rebuscaba un peine de madera y se lo pasaba por los cabellos, dándole la espalda. - la Sharin va a venir a darnos instrucciones. Mañana hay una recepción.

- ¿Una recepción?

Driadan caminó y se sentó sobre su colchón, mirándose la mano. Su sello real. ¿Qué habría hecho Ioren con él? Quizá estaba enterrado bajo el limo y el barro del bosque.

- Vienen los primos del Sha. Si lo hacemos bien, seguro que nos dan pasteles de hojaldre.

Maravilloso. Pasteles de hojaldre, aquello lo solucionaba todo.

- ¿Y si lo hacemos mal? - preguntó con acidez.

Cisne le miró de reojo y suspiró con hastío.

- Cuanto antes te adaptes a tu nueva posición, será mejor para ti, Nirala. Uno tiene que saber cuál es su sitio.

- Mi sitio no es éste.

Mi sitio es un trono en las Tierras Altas, quiso decirle. Mi sitio es el castillo de Nirala, la risa de mi padre y mi habitación, desde la que tu estúpida nación no es más que un punto en el mapa desde el que me traen tapices y frutas tropicales. Mi sitio es la corona y la Sala del Pegaso. Pero se mantuvo en silencio, percibiendo la mirada resignada de Cisne.

- Ahora lo es. Yo he sido esclavo toda mi vida. Puede que tu no, pero eso no te hace distinto. Ahora somos iguales, chico Nirala, así que presta oídos a mis consejos; sé lo que me digo porque tengo más experiencia. Cuanto antes te acostumbres, mejor.

- No necesito tu consejo - replicó Driadan, fulminándole con la mirada, escupiendo las palabras en el tono silbante que había usado meses atrás, en otra vida, para repetir a solas la palabra "odio" -. Si el consejo que puedes dar es que agache la cabeza y me acostumbre, tus palabras valen menos que la bosta de cerdo. Eres un perdedor. Yo no seguiré tu ejemplo.

Cisne le miró en silencio un instante. El príncipe tenía los puños apretados y el semblante lívido, y su rabia sólo aumentó cuando el muchacho moreno arqueó ambas cejas y se echó a reír.

- Mira que eres orgulloso, Nirala. Veré como ese orgullo se deshace, antes o después.

- No, no lo ver...

Los pasos suaves en el exterior interrumpieron su conversación. Cisne abrió los párpados y se levantó del lecho, al tiempo que los cortinajes se descorrían y la Sharin Luarah entraba en la habitación, con su eterna sonrisa y su rostro afectuoso. Driadan no podía evitar que le recordara a su madre, o a alguna madre que no había conocido, y un leve estremecimiento le mordiera el pecho en las escasas ocasiones en las que se encontraban en los pasillos o mientras le servía licores en su copa de cristal. Cisne había tardado apenas unos segundos en arrodillarse y agachar la mirada, pero Driadan se tomó su tiempo en levantarse, sacudirse el pantalón, mirarla a los ojos con descaro por un instante y posicionarse de hinojos. Aun en aquella postura, no bajaba la barbilla, sólo la mirada. Le pareció que Luarah esbozaba una media sonrisa divertida, y las sedas de su vestido rozaron entre sí cuando se acercó a ellos unos pasos.

- Nirala, Cisne... - les tocó la cabeza uno a uno, indicándole que podían alzar la vista. Una larga trenza de cabello negro le colgaba sobre el hombro hasta la cintura, exhalaba el aroma del loto y el nenúfar. Y sonreía. - Mañana es un día importante. Distinguidos parientes visitarán nuestro hogar, y deben ser agasajados como merecen.

La voz de la mujer era suave y plácida, su expresión comprensiva y amable. Y era muy hermosa. Driadan no podía, por mucho que lo intentara, permanecer indiferente ante ella. Le conmovía intensamente.

- Emplearéis la mañana en disponer las botellas de vinos y licores. - prosiguió la Sharin -  Balahari, la encargada de la bodega, os mostrará dónde están las jarras de cristal fino y los escanciadores de plata. Rellenaréis las jarras con las bebidas adecuadas, ella tiene la lista. Os ayudará en todo. Antes del mediodía, debéis asearos. Os he traído sales.

Luarah dejó dos saquitos de tul sobre las camas de los chicos, pasando a su lado sin que éstos se movieran, y siguió hablando desde allí.

- Os traerán vestidos apropiados para la ocasión. Túnicas más hermosas que estas. Y Yilada os pintará los ojos y os cepillará el cabello para que luzcáis aún mejor, a la altura de nuestra familia e invitados. - volvió el rostro hacia ellos. - ¿Sabéis bailar?

- Si, ama - respondió Cisne. - He bailado para mis anteriores amos.

- ¿Nirala?

Driadan tragó saliva. ¿Bailar? ¿Qué demonios estaba preguntando?

- No - respondió secamente.

Escuchó el suspiro de la mujer, que volvió a situarse frente a ellos y se acuclilló sin previo aviso para mirarles frente a frente. Cisne pareció sorprenderse, pero Driadan estaba demasiado preocupado para hacerlo.

- Mañana, el banquete comenzará al mediodía - dijo ella, con la misma suavidad - En él, serviréis las bebidas y tendréis que complacer a los señores en todo. Si desean que bailéis, tendréis que bailar. Si se derraman el vino, tendréis que limpiarles. Tanto si os piden educadamente que les acompañéis a sus habitaciones como si os cargan sobre el hombro, deberéis agradarles.

Cada palabra llovió sobre el príncipe como un latigazo, a pesar de la dulzura con la que Luarah les daba la noticia.

- Sí, ama - respondió Cisne, quien no parecía demasiado alarmado.

Driadan estaba mirando a la Sharin. Se había tensado por completo y le parecía que sus ojos ardían en llamas. Agradarles. Complacerles. "Una fierecilla por domar", resonó la voz del tratante en su memoria, "Mirad, la tersura de la piel". Peor que una puta. A las putas les pagaban.

- Os ruego que os esforcéis - murmuró Luarah, mirándole a los ojos. Parecía comprender sus sentimientos. - Si mi padre resulta un mal anfitrión mañana, vuestros días en esta casa estarán contados, Nirala. Volverán a venderos, y esta vez... no sé donde podríais acabar. Pero hay lugares peores que esta casa. Hay peores compañías.

Driadan tragó saliva y asintió. La mujer que le hablaba le contemplaba con un gesto que parecía reflejar su propia angustia. Ella le entendía, sabía el motivo de su rabia, y le estaba rogando, pidiéndole que no empeorase las cosas. Que no se forjara un destino aún más atroz.

- No sé bailar - respondió con un hilo de voz.

- Cisne podrá enseñarte... mañana por la mañana - respondió ella, rozándole la mejilla con los dedos. El otro muchacho les miraba de soslayo. - Ahora puedes ir al almacén de las telas. Necesito que pases por allí a revisar que todo está bien. ¿Lo harás?

Driadan asintió con la cabeza. El suelo parecía deshacerse bajo sus rodillas y la realidad perdía su consistencia, mientras combatía contra las lágrimas y la fría grieta que se abría en su interior. Su orgullo era más fuerte. Pelear, hasta el último aliento. Asintió de nuevo.

- Si. Voy.

- No tengas prisa por volver - dijo Luarah, antes de levantarse y apartarse a un lado para abrirle camino.

Driadan se incorporó y recogió una palmatoria de la mesilla, con forma de concha marina. Cruzó las suaves cortinas, sintiendo la mirada curiosa de Cisne en su nuca y escuchando el suave suspiro de la Sharin a su espalda, mientras avanzaba por los hermosos pasillos de paredes de estuco del palacete. El corazón le retumbaba en los oídos a cada paso de las suaves zapatillas de tela, sus ropajes susurraban. Aguantó, aguantó y aguantó, y cuando torció un recodo de la galería, echó a correr hacia el almacén, apretando los dientes y anudándose el pánico en el estómago, tratando de no asfixiarse con la lengua gélida, húmeda, que le lamía por dentro. Esa marca de vulnerabilidad que se rasgaba y amenazaba con arrojarle a los abismos de la desesperación, recordándole que había nacido derrotado.

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