lunes, 28 de noviembre de 2011

Fuego y Acero XVII: La Noche


17.- La noche

Era una noche fragante, una noche especial. Los astros ya titilaban en el firmamento y las flores nocturnas se abrían por última vez despidiendo al verano que se marchaba. Abajo, en la parte más agreste del jardín, los esclavos estaban sentados en las piedras, conversando en tono bajo o contemplando el firmamento en silencio, rodeados por algunos guardias. Aun en los momentos de mayor bondad por las fiestas estacionales, debía mantenerse el control sobre los sometidos. Sin embargo, el ambiente era plácido y melancólico. Todos estaban tranquilos. Los hombres de armas suspiraban, y los dedales de cristal, con su tapa cerrada, destellaban con el brillo del puro cristal mientras aguardaban a los coperos que habrían de llenarlos con el Oro del Sol. Decía la tradición que fue el primer Sha de Shalama quien descubrió la receta del mágico licor cuando, en la noche en que el estío tocaba a su fin, el Sol se le presentó con la forma de una flor dorada y relumbrante que surgió espontáneamente en su jardín. La flor se inclinó y comenzó a llorar, y el hombre del sur, el primero de los Sha, se acercó conmovido a hablarle. "¿Por qué derramas tus lágrimas, flor maravillosa?", le preguntó, rozando los pétalos con los dedos. "Porque debo alejarme hasta la nueva primavera, porque el dolor me acongoja al saber que no podré derramar mi calor, mis bendiciones, como antaño, durante largos meses". El Sha, sintiendo una profunda nostalgia al escuchar estas palabras, ahuecó las manos bajo la flor y recogió sus lágrimas, bebiéndolas de un sorbo. "Me despido de ti ahora, pero tu sabor me acompañará en los fríos días del invierno. Tu partida no me es indiferente, estremece en cambio mi alma con una pena que no puedo apagar. Con este brindis te digo hasta pronto, pues regresarás. Y entonces nuestras penas tornarán en alegrías". Era una hermosa leyenda, que las voces recordaban en tono íntimo y los padres transmitían a sus hijos en noches como aquella, mientras se saludaba al verano que marchaba y se aguardaba con firmeza al otoño y al invierno que habría de seguirle, con sus vientos inclementes y quizá con bondadosa lluvia que haría crecer los cultivos.

Todos recordaban aquella historia, y algunos esclavos se la contaban a otros, que habían venido desde lejos y contemplaban su extraño dedal con curiosidad. Ioren miraba las estrellas. Se preguntaba, reflexivo, si sus dioses aún le miraban desde ahí arriba, si todavía estaban ofendidos con él o había obtenido definitivamente su perdón. Se había atado los cabellos en la nuca y el suave hormigueo de la anticipación discurría por sus venas, cosquilleándole en la punta de los dedos, más allá de las muñecas encadenadas. A su lado, Jhandi canturreaba a media voz.

Era una noche fragante, una noche especial. Todos los ojos miraban al cielo, en el abigarrado jardín.


. . .


En la oscura bodega, las enormes barricas asemejaban rechonchos hombres de madera sentados en línea, sosteniendo a otros sobre sus hombros. Por algunos altos tragaluces, la estrellada claridad se filtraba a la extensa sala, derramando un velo lechoso y fantasmagórico sobre las dos figuras que trabajaban sobre la mesa. La luna esquiva arrancaba destellos a las preciosas botellas de cristal labrado, a los tapones prismáticos y relucientes con esmalte en la cúspide. Entre las sombras, dos figuras trabajaban. Driadan, con las manos firmes, sostenía una de ellas sin rozar el cuello. Cisne vertía el dorado líquido de la jarra al embudo, y la botella se llenaba con el licor brillante. El sonido claro del fluir resonaba en la sala abovedada. Un soplo de viento hizo temblar la tela de araña del techo.

Driadan colocó el tapón y miró a su compañero.

- Es la última.

Cisne asintió, bajando la vista. Tragó saliva. Driadan podía oler su miedo, y lo saboreó con enfermizo placer.

- Nirala, no quiero hacer esto - murmuró Cisne, en un hilo de voz.

Levantó la mirada hacia el joven de ojos rojos, suplicante y desesperada. El chico le observó con semblante adusto y luego elevó una ceja. Cisne se agarró a la mesa y puso algo de distancia entre los dos. En la sombría bodega sus figuras se recortaban con delicadeza, sus facciones parecían tamizadas por un velo transparente que suavizaba cada rasgo en el contraluz. La brisa agitó la tela de araña nuevamente. Driadan dio un paso hacia él, acechante, amenazador. Cisne aguantó la respiración y echó a correr. Las suaves zapatillas de tela apenas hacían ruido. Las cubas y los toneles le contemplaban en su frenética carrera, como dioses antiguos. Quizá llegaría hasta la puerta, conseguiría dar la alarma. Una sensación de opresión cayó como una losa sobre su pecho, espoleándole, consciente de la cercanía del otro esclavo, ese esclavo que parecía un lobo, un lobo blanco y negro, hambriento y cruel, sus zapatillas de tela rozando la tarima cada vez mas cerca de su espalda.

Driadan cayó sobre él. Jadearon, peleando por un instante. Los dedos de Nirala se abrieron paso en su boca, y algo con sabor amargo y textura vegetal fue empujado al fondo de su paladar. Se le durmió la lengua y sollozó, salivando. Estaba tendido boca abajo en el suelo, respirando agitadamente. El lobo estaba sobre él, metiéndole aquella hierba a empujones en la garganta. Intentó morderle los dedos, con las lágrimas cayéndole por las mejillas. No quería tragar, pero tragó. Nirala le susurró al oído.

- Si quieres sobrevivir, lo harás.

- ¿Por qué...? - sollozó a media voz, aplastando la mejilla sobre el suelo. Amargo, amargo y espeso, se anudaba la saliva entumecida en su boca, entre sus dientes. - ¿Por qué haces esto?

- Levántate. Y límpiate la cara. - respondió Driadan, incorporándose. Se sacudió la toga y las manos. - Tenemos que repartir el Oro del Sol.

Aún permaneció Cisne un largo instante, tendido sobre el piso de madera polvorienta, lamentando su suerte. Lamentando cada instante en que las manos de los hombres habían rozado su cuerpo, lamentando haber mirado una sola vez a los ojos a Nirala, lamentando haber intentado ayudarle, haber querido ser su amigo, ser importante para él. Lamentando haberse burlado de su destino, haberle zaherido continuamente con sus comentarios velados, haber propiciado su desventura en lechos ajenos, haberle desafiado. Lamentando haber descubierto aquella extraña bolsita bajo la almohada de su cama y haber sido tan incauto para mostrársela, altivo, y preguntarle qué era. Lamentaba, mas que cualquier otra cosa, haberle amenazado. Ahora, con el regusto picante y acre en la lengua adormecida, veía como todo se volvía contra él y la rueda giraba, como los engranajes del molino, arrastrándole al fondo.


. . .


Luarah se abrochó los pendientes, contemplándose en el espejo. La larga cabellera se derramaba sobre sus hombros descubiertos, se rizaba en suaves ondas detrás de los lóbulos de las orejas. Iladania se movía a su espalda, colocándole los pliegues de la preciosa túnica perlada, blanca y esponjosa como una nube. Estaba hermosa. Se veía bella y altiva como la señora que era, Sharin de Shalama, una privilegiada, una criatura afortunada. Siempre se había sabido bendecida por la suerte. Nacida en buena familia, entre las castas más altas. Rica, inteligente y bonita. Ladeó el rostro, observando el efecto de los brillantes entre su oscura cabellera, reluciendo como estrellas, el matiz oscuro del maquillaje en torno a su mirada, el suave bálsamo que hacía brillar sus labios.

La sirvienta se retiró y fue a buscar el colgante estival. Le pasó la cadenita de plata por el cuello y se la abrochó en la nuca. El dedal de cristal se acomodó entre sus pechos, transparente. Luarah miró a la chica a través del reflejo y sonrió.

- Iladania.

- Sí, ama.

- Después de la ceremonia, ve a la habitación de los coperos. Prepara el baúl de Nirala y séllalo. Déjale un saquito de incienso dentro como recuerdo de su Sharin.

- Se hará como ordenas, ama.

Luarah se giró hacia ella y se sentó en el escabel, dejando que la muchacha retocara sus pestañas.

- ¿No vas a preguntar?

- No es de mi incumbencia, ama - replicó Iladania, deslizando el pincel con exquisita suavidad sobre sus ojos cerrados.

Luarah volvió a sonreír. Por eso adoraba a aquella chica. Porque nunca hacía preguntas. Y porque nunca le había metido el pincel en los ojos por accidente al maquillarla.


. . .


Jhandi le dio un suave codazo cuando las figuras se adivinaron al extremo del camino de gravilla: dos muchachos vestidos de azul y de rojo, con zapatillas en los pies y túnicas de cuello abierto hasta los tobillos, adornadas con cuentas de cristal. Ioren parpadeó y bajó la mirada, perdida en las estrellas. Sus pensamientos descendieron y volvieron a la realidad, apartándose de los asuntos divinos para centrarse en los terrenos. Tomó aire lentamente. Sus ojos buscaron la mirada carmesí, con una punzada de nostalgia que le quemó en la garganta al tragar saliva. La encontró, serena, severa y firme.

- Arriba, esclavos - dijo un guardia, dándole un golpecito a Dorrenk en el brazo con el canto de la espada. - Vienen los coperos.

Los hombres se incorporaron con gesto pesado, entre suspiros y crujir de cadenas. Ioren se levantó, estirándose la guerrera de cuero y limpiándose las manos en los pantalones, como si debiera arrancarse de las palmas alguna clase de suciedad. Luego contempló a los jóvenes. El chico de piel atezada tenía los ojos muy abiertos y una expresión angustiada en la mirada. Llevaba una bandeja colgada del cuello, a la altura del vientre, que sostenía con las manos en horizontal. En ella se alineaban las botellas de cristal, resplandeciendo su contenido con el brillo del oro claro y entrechocando entre sí mientras caminaba. Las que ya estaban vacías permanecían al fondo, abandonadas e inútiles. Driadan caminaba unos pasos por delante, con uno de los recipientes entre las manos. El cabello oscuro, la tez clara, los ojos escarlata, brillantes como ascuas coaguladas y el semblante casi solemne.

Se detuvieron frente al grupo. Driadan destapó la botella y se acercó al primer guardia. Éste se inclinó hacia él, alzando el dedal de cristal y levantando la bolita de vidrio que lo mantenía cerrado en la parte superior, y el muchacho vertió el líquido por el estrecho cuello, apenas por unos segundos hasta haber llenado la ampolla. Sus movimientos eran ligeros y precisos. Parecía que hubiera pasado toda la vida escanciando licores, sirviendo bebidas y llenando cálices de vino, por el modo en que inclinaba con exactitud el frasco, lo elevaba, lo enderezaba y lo apartaba después, sin que una gota se desperdiciara.

- El Oro del Sol - dijo Driadan, inclinando la cabeza un instante.

- Bendito sea - respondió el guardia, colocando de nuevo la bolita para cerrar el dedal.

Ioren se mantenía inmóvil. Cada gesto suyo le parecía un universo de sonoridad y aromas explosivos. El roce de la toga cuando se movía unos pasos para servir unas nuevas gotas del mágico vino en el dedal de otra persona le atravesaba los oídos, así como su voz al pronunciar el formulismo. Alzó la vista una vez más a las estrellas, frunciendo el ceño levemente. "Si estáis ahí, si aún podéis escucharme... si aún podéis escucharme, Padres Celestiales, una vez más os pido perdón. Os pido perdón y que nos deis fuerzas a todos en esta noche. Y si no a mi, dádselas a aquellos que me acompañan. Bendecid a quienes os necesitan. Y si no lo hacéis, si tan grave es mi ofensa que tenéis que proveer desgracia a quienes ninguna parte tuvieron en mis actos pasados, si les abandonáis también a ellos como castigo a mi alma... entonces es que no sois justos".

Las zapatillas de tela se detuvieron frente a él. Ioren bajó la mirada hacia Driadan y levantó su dedal, apartando la bolita. Tuvo que inclinarse bastante para colocarse a su altura. Los ojos rojos le miraban. "Mírame", es todo cuanto pedía, lo que siempre había exigido. Nunca podría negárselo. Hundió los ojos azules en sus pupilas. Driadan levantó la botella y llenó el recipiente, con un súbito temblor que hizo que rebosara y se derramara una parte sobre el suelo.

- El... Oro del Sol - murmuró apenas el príncipe.

Ioren no respondió.


. . .


Melior aspiró profundamente el aroma de la deliciosa cena, que se extendía por los salones. Recostado en los cojines, observaba con desinterés a las bailarinas que cimbreaban las caderas, haciendo flotar vaporosos velos al ritmo de los timbales, el derbake y el qamún. Los músicos se estaban esmerando especialmente aquella noche, y no era para menos. El Sha Nuredil, recostado a su lado, le ofreció uno de los aperitivos almendrados que las doncellas habían comenzado a servir. Melior lo tomó, dedicándole una sonrisa cortés.

- ¿Así que partes mañana, honrado pariente? - dijo el Sha. Le tembló la papada al hablar.

- Al amancer, mi señor tío - respondió Melior.

- ¿Tan temprano? Confiábamos en que nos deleitaras con tu presencia un poco más.

El hombre de los cabellos teñidos se recogió las largas mangas, dando un mordisco al diminuto pastel de hojaldre y especias. Estaba muy dulce, bañado en miel, y al fondo se enmascaraba un toque agrio y un tanto áspero al paladar difícil de identificar.

- He abusado sobradamente de tu hospitalidad, honrado pariente - replicó, tras tragar el bocado. - Mi barco se amarra en el puerto desde hace meses y nuevos viajes me esperan.

- ¿Vas a llevar a Rojo y Nirala en tus travesías?

- Acomodaré al bracero en mi finca antes de partir.

El Sha Nuredil arqueó las cejas con una risilla y no dijo nada más. No era necesario. Melior podía leer sus pensamientos. Su tío creía que el joven copero sería su amancebado en tierra y mar y que el Rojo se deslomaría trabajando en su pequeña tierra que apenas producía mucho más que esparto y malas hierbas. Su tío creía que Melior había pagado más de cinco mil monedas en telas para comprar un muchacho del que se había encaprichado, y eso era exactamente lo que él había querido hacerle creer. Reprimió una sonrisa al pensar en el beneficio que obtendría a cambio, pero no podía culpar a Sha Nuredil de estar convencido de haber hecho un buen negocio. Al fin y al cabo, su tío no sabía nada acerca de los asuntos del exterior. No sabía a quién había tenido sirviendo en su casa como copero durante meses. No sabía que en la lejana Nirala un príncipe había desaparecido, un Rey lamentaba la pérdida de su hijo y había tomado esposa para engendrar un nuevo heredero. No sabía que en los puertos, en los bajos fondos, entre la más espantosa calaña de los ladrones, los asesinos y los cazadores de recompensas, la familia de la nueva Reina de Nirala había ofrecido cien mil monedas a quien entregara la cabeza del desaparecido príncipe Driadan. No, el Sha Nuredil no sabía nada, no tenía ni idea.

- Ya traen la cena - dijo Luarah, entrando alegremente al salón con pasos ligeros.

El Sha Malavani la contempló, sonriéndole. Estaba deliciosamente hermosa.

- Vuestros cocineros se han superado a sí mismos esta noche, honrados parientes - dijo él, dando otro mordisco al pastelillo. - Estos aperitivos tienen un sabor sin duda atrevido.

Luarah se sentó a su lado, dedicándole una mirada pícara.

- Es que esta es una noche especial.


. . .


La cena transcurría en un ambiente plácido y alegre. Los tres señores disfrutaban de los tiernos bocados, los músicos tocaban, el vino era servido. Los coperos habían terminado su labor y habían llegado unos minutos antes de que comenzara la cena, apresurándose en escanciar los blancos vinos que habían de acompañar el convite. Cisne seguía rígido y cada vez parecía más desolado. Driadan llenaba la copa de Melior, arrodillado a su lado. El hombre del pelo teñido le acariciaba los cabellos y reía de cuando en cuando, en animada conversación con sus familiares. El esclavo Nirala se dejaba estrechar y peinar con los dedos, con la mirada perdida en las bandejas distribuidas sobre las alfombras. De cuando en cuando, correspondía con una sonrisa a las palabras de su nuevo señor.

- Te gustará viajar con el Sha Malavani, Nirala - dijo Luarah, mirándole con maternal expresión, tratando de infundirle seguridad. - Te echaremos de menos, pero estamos seguros de que estarás bien.

- No merezco atención ni preocupación, ama - replicó Nirala, con una sonrisa espontánea. - Sé que estaré bien. Siempre se me ha proveído en esta casa de los mejores cuidados, y no podría expresar con palabras mi mucha gratitud.

Los tres señores parecieron muy satisfechos con aquellas palabras, y Melior le miró con ojos ardientes por un instante.

- Entiendo que te apene abandonar este lugar. Pero te acostumbrarás.

- También Cisne parece un poco compungido - dijo el Sha Nuredil, masticando un trozo de faisán a dos carrillos - ¿Qué te ocurre, Cisne? ¿Dónde huyó tu sonrisa?

El chico levantó la cabeza, como si saliera de su ensimismamiento. Parpadeó.

- Ah... voy a añorar a mi amigo - murmuró. Luego volvió la vista hacia la copa de Luarah, que parecía extrañada por esta afirmación.

La Sharin abrió la boca para decir algo, pero entonces sonó el carrillón.

Una cascada de campanas de bronce que tejían una suave melodía, repiqueteante y grave, profunda, casi mística, resonando en el estuco de las paredes, en las bóvedas y pasillos, en los vacíos baños de mármol y las abandonadas habitaciones, en las terrazas, la bodega y los jardines. Las claras vibraciones parecían inundar el ambiente. Los rostros se volvieron hacia el balcón, y la Sharin sonrió.

- Es la hora.

El grupo se levantó, arreglándose las vestimentas, y acudió hacia el mirador. Atravesaron las cortinas, seguidos por los dos coperos, y salieron a la brisa nocturna. El cielo estaba más hermoso que nunca. Despejado y sereno, habiendo apagado la guardia los blandones de las murallas, se contemplaba con más claridad sin otra luz que le hiciera sombra. El ejército de estrellas que se disponía en el negro firmamento asemejaba un tesoro bullente de plata y perlas. Sus destellos estremecían los corazones, y la pálida luna se recostaba en su cuarto menguante, como la hoja de una cimitarra, despidiendo una luminosidad fantástica, casi sobrenatural.

El Sha Nuredil se colocó en el centro, con una mano sobre la balaustrada, y destapó su dedal. A su izquierda y derecha, su hija y su sobrino hicieron lo mismo, aguardando la última nota del carrillón incansable.

Cisne miró de reojo a Nirala. Los dos sostenían sus ampollas en las manos.

Abrió la boca para decir algo. Entonces, el carrillón unió todos sus sonidos en un único acorde, una estremecedora campanada que anunciaba el final del verano, la partida del estío y la despedida del sol. Alzando los cristalinos y diminutos cálices, todos bebieron.

. . .


1 comentario:

  1. ¿La hierba hace dormir o te da muerte? Este Malavani es tonto, si yo fuera él llegaría a un pacto con Driadan, vamos a ver, él es el principe de Nirala, puede conseguirle más oro (y otra cosa que ya nos entendemos ñeñe) o tierras o lo que quiera, además tendrá el agradecimiento de su padre. No sé que pasará después T_T me he imaginado muchas continuaciones pero nosééé TT Y por Dios no dejes que la Starling esta se quede embarazada, es que para nada, ¿algo malo les tiene que suceder a estos hijos de hiena no? ¡No puede ser que les salga todo perfecto! Ioren me gusta, jaja se ha forjado como el jefe de todos. Espero el próximo capítulo =( (lo quiero ya! snif)

    byee

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