miércoles, 14 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - X

Atrapado en la telaraña


30 de Enero – Gabriel

Cuando abrió los ojos, los restos de un sueño pesado y denso aún se le pegaban a los párpados. El perfume de Sara le envolvía como un incómodo sudario. Apenas había amanecido, y ella dormía, con el rostro vuelto hacia su espalda. Se quitó su brazo de encima con cuidado y se escurrió de su lado en el lecho, agarrando la ropa y dirigiéndose a la puerta en una suerte de huída a cámara lenta.

Al salir al exterior, el frío le dio una bofetada que no contribuyó en absoluto a mejorar su humor. Maldiciendo entre dientes, se abrochó el abrigo de cuero y se puso el casco, arrancando la moto rumbo a casa. En cada semáforo, encontraba diez reproches más que hacerse; tras cada cruce se sentía algo peor consigo mismo. La angustia iba adueñándose de él a medida que acortaba la distancia que le separaba de su calle. Y a pesar de todo, a pesar del nudo que había ido enredándose progresivamente en su estómago, de la inquietud y del desasosiego, al aparcar frente a la puerta del edificio prácticamente echó a correr, hundiendo la llave en la cerradura y subiendo las escaleras de tres en tres por no esperar al ascensor.

Mientras subía a zancadas, iba haciendo examen de conciencia, arrepentido y algo avergonzado. La noche anterior había perdido el control. Absoluta y completamente. Y lo peor era que ni siquiera él mismo podía explicárselo. No conseguía analizar de manera lógica su propia reacción, de la que aún quedaban residuos. ¿Por qué le había enfadado tanto lo que había dicho y hecho Caín? ¿Por el malentendido causado con Sara? Eso era una estupidez, bastaban dos palabras suyas para arreglarlo. ¿Era por las segundas intenciones? Aunque así fuera y pudiera molestarle una insinuación de esa clase, tampoco era motivo suficiente para perder la cabeza.

Él era un hombre controlado. Él era un hombre frío, tranquilo, analítico. Pacífico. E inofensivo.

“Lo soy, ¿verdad?”

Había actuado de un modo en el que no se reconocía a sí mismo. Su instinto había respondido a la provocación de Caín de una manera casi mecánica, como si aquella reacción fuera un reflejo asentado profundamente en su subconsciente. El brillo casi fosfórico en los ojos del chico, el tono de su voz, incluso su expresión al llamarle cobarde y el modo de caminar cuando se marchó, todos aquellos detalles le habían golpeado con una inquietante sensación de deja vú.

Todavía se sentía extraño: con las emociones a flor de piel y bastante incapaz de administrarlas debidamente. Tenía una sensación casi desagradable de desnudez, cosa que no le gustaba nada. Estaba expuesto. Y lo odiaba.

En aquel momento, lo más urgente era resolver el malentendido. Tenía que hablar con Caín, aunque no tenía ni idea de qué le iba a decir. Pero eso no le parecía tan importante... bastaba con poder cruzar un par de palabras, o volver a ver sus ojos. Quizá tocar el piano. Ya encontraría la manera de hacer que la mirada punzante y cruel, o la triste y quebrada, se tornasen en aquella otra, brillante y hermosa como una estrella esmeralda.

Cuando llegó a la cuarta planta, abrió la puerta de su casa, dejó las llaves sobre la mesa y se quitó las botas. Todo estaba en silencio. No había nadie aovillado en el sofá, ni estaban las llaves de Caín en el cenicero, ni su chaquetón en la percha, ni sus zapatillas en el rincón del recibidor. A través de las persianas entrecerradas, la luz grisácea se filtraba en el salón, proyectando haces lechosos sobre el suelo y los muebles. En cada uno de ellos, diminutas esferas de polvo microscópico jugaban a rozarse y alejarse.

Gabriel las contempló durante un rato, pensativo, con el abrigo puesto y el cabello sobre el rostro. El nudo en su interior se apretó como una soga y dio una fuerte sacudida. Miró hacia el pasillo. Y aun sin necesitarlo, caminó hasta la puerta de la habitación de Caín para abrirla y comprobar lo que ya sospechaba: El chico no había regresado.

Fue de vuelta hacia el salón, despacio, con la impresión de estar recorriendo un camino que había andado antes muchas veces. Un poso de fatalidad flotaba en el ambiente. Cogió el teléfono inalámbrico y buscó el registro de llamadas realizadas. Marcó el primer número desconocido que apareció en la pantalla: tenía que ser el de Ruth, aquella amiga de Caín que les había llevado a casa en una ocasión. Estaba seguro. O eso esperaba. El tono sonó varias veces. En cada uno, encontró diez reproches más que hacerse.

- ¿Si?

Respondió una voz somnolienta y extrañada, femenina. Claro. Eran las seis y media de la mañana. La pobre chica debía de estar descansando tranquilamente.

- Hola, ¿eres Ruth? – preguntó con la voz más amable que pudo encontrar en su registro.

- Sí, soy yo. ¿Quién es?

- Perdona que te moleste a estas horas. Soy Gabriel. El profesor de historia.

Un silencio.

- ¡Ah! Sí, sí. Lo siento, no te había reconocido. Es que estoy medio dormida. ¿Qué ocurre?

- Caín… David no está en casa – “¿Y a mí que mas me da?”. Seguramente estaría con ella o con sus otros amigos. Y aunque no fuera así, ¿a él qué le importaba? No era su hijo. No era su amigo. No era su nada. – ¿Sabes algo de él?

- Uh… ayer hablamos – admitió la chica tras un momento de duda – Me llamó para quedar, pero tenía un compromiso, así que le dije que avisara a Samuel y Berenice por si estaban libres. – Una pausa. Larga - ¿Qué ocurre? ¿Ha pasado algo?

Gabriel apretó la mandíbula y suspiró.

- Tranquila. No, no lo creo. – En realidad, estaba seguro de que no le había ocurrido nada malo. Si fuera así, él lo sabría, ¿no?. Tendría una de esas premoniciones, ¿no? ¿Verdad? – De todos modos, ¿puedes darme su número?

- ¿No lo tienes?

- No, lo cierto es que no.

- Pero si vivís juntos.

- Ya.

Otra vez, un largo silencio. Gabriel esperó pacientemente, tenso. Cuando ella empezó a enumerar, apuntó rápidamente con un bolígrafo en la libreta de la mesilla, sintiéndose un imbécil. No estaba acostumbrado a la gente. Empático, asertivo, sí, todo eso estaba muy bien, pero no tener el número de teléfono de la persona con la que estás compartiendo un hogar y, en cierto modo, tu vida, era cuanto menos raro. Y lo cierto es que en ningún momento desde que Caín y él se conocían se le había pasado por la cabeza pedírselo.

- Gracias, Ruth. Voy a ver si le localizo.

- Espera… mira, te doy también los de Samuel y Berenice, ¿vale? A lo mejor ellos saben algo.

- Claro.

Cuando colgó, tenía tres números de nueve cifras apuntados en una hoja en blanco. Subió la persiana de un tirón y los miró durante un rato. Empezó a recapacitar. Quizá se estaba alarmando sin motivo. Quizá el chico sólo estaba por ahí, pasándolo bien con sus amigos ahora que volvía a tenerlos. Pero si era así, tampoco tenía nada de malo cerciorarse, ¿no?. No. ¿Verdad?.

Cerró los ojos, arrugó el papel y soltó un puñetazo contra la pared.

Lo que de verdad necesitaba era una ducha.

- Lo estoy haciendo otra vez – dijo en voz alta. - ¿Pero por qué me meto en la vida de nadie?

Respiró hondo y dejó el papel arrugado sobre la mesa. Entró como un huracán al cuarto de baño y prácticamente se arrancó la camisa y los pantalones. El corazón le golpeaba con fuerza en el pecho; estaba alterado, como si se encontrara a punto de comenzar una pelea o algo similar. Sentía la energía correrle por las venas y los nervios, ardiente como un incendio. Cuando, al ladearse para abrir la cortina de la bañera, el espejo le devolvió su imagen, ni siquiera se reconocía. ¿Qué era esa mirada, ese brillo de determinación salvaje en los ojos? Tenía los músculos contraídos por la tensión y una marca de carmín en el cuello que se limpió de un manotazo, aplastándola como si fuera un mosquito.

Respiró hondo, apoyando las manos en el cristal, y trató de reencontrarse. Tenía que volver a ponerse las riendas y regresar a su punto de equilibrio. No podía permitir que le pasara esto. No ahora, no así, nunca más.

Él era un hombre controlado. Él era un hombre frío, tranquilo, analítico. Aséptico y sosegado, que no se dejaba dominar por las emociones. Eso era.

“Lo soy, ¿verdad?”

- Claro que lo soy – se repitió a sí mismo. Se apartó el pelo de la cara y trató de relajar la mandíbula. – Yo no pierdo el control, excepto cuando quiero.

Su reflejo asintió. Gabriel asintió. Y volvió a ver a Caín delante suya, con los brazos abiertos y esa sonrisa provocadora, esa mirada desafiante.

“Úsame”

Su actitud, sus palabras, su manera de enfrentarle y afrontarle, habían despertado una parte de él que nadie debía ver, la que con tanto trabajo conseguía mantener oculta, aplacada y dormida. Y el condenado muchacho sólo había necesitado una palabra inoportuna y un gesto de ofrenda para arrancarle las riendas de las manos.

Entrecerró los ojos y se apartó del espejo, entrando en la ducha.

El agua fría le golpeó con un chorro preciso y contundente en el pecho. Después, las gotas gélidas se escurrieron a lo largo de todo su cuerpo y le devolvieron el conocimiento de cuanto necesitaba saber.

Iba a recuperar el control. Ya lo había recuperado. Era suyo. El control era suyo, siempre lo iba a ser. Si el chico quería jugar, de acuerdo. Ahora estaba preparado y no iba a volver a perder los papeles así. Al fin y al cabo, Caín no era el primero que rozaba la cuerda exacta por casualidad… pero sí el primero que conseguía, sin proponérselo, hacer que se perdiera de tal manera.

Él era un hombre controlado. Él era un hombre rígido, de rutinas fijas, pulcro y con un gran dominio de sí mismo. “Eso es lo que soy. Y así tiene que seguir siendo”.

Al cabo de media hora se ató una toalla a la cintura y destrozó el parquet del pasillo caminando sobre él descalzo y encharcándolo todo. Agarró el teléfono, deslió la bola de papel y marcó el número de Caín, meneando la cabeza y haciéndose reproches por centésima vez. Como se había quedado sin reproches nuevos, había comenzado a repetir los del principio.

Una voz femenina le informó de que el teléfono se encontraba apagado o fuera de cobertura en aquel momento. Maldijo un par de veces y aguardó a que sonara la señal para dejar un mensaje.

- Oye, haz el favor de llamar en cuanto oigas esto. – El resto le vino solo a la mente y salió de su boca a borbotones antes de poder pensar en lo que estaba diciendo – Te recuerdo que teníamos un compromiso hoy. Dijiste que me ayudarías con la música. Así que llámame. ¿Entendido?

Se escuchó el pitido.

Gabriel miró el teléfono como si esperase que le diera alguna explicación. Luego colgó y lo dejó sobre la mesa.

Estuvo mirándolo diez minutos.

Después volvió a cogerlo y tecleó el otro número. Nadie respondió. Ya estaba empezando a murmurar tacos que hacía años que no decía cuando obtuvo respuesta al otro lado del teléfono, de nuevo una voz femenina, esta vez claramente hostil, que comenzó a escupir frases cortas y tajantes a gran velocidad.

- No quiero cambiar de compañía telefónica. No quiero internet de banda ancha. No quiero ahorrar en mi factura del gas. No necesito un crédito. El teléfono es de mi padre. Te has equivocado de número. Y todas las demás excusas te las puedes decir tú solo, quien quiera que seas.

- Espera, espera, espera… ¡No cuelgues! Estoy buscando a David.

- ¿Ah si? ¿Y tú quien eres?

- Eres la chica de los prismáticos, ¿no?

Gabriel había llegado a la conclusión de que Berenice y Samuel, los chicos con los que Caín había quedado la noche anterior, eran los dos tipos raros que estaban con él en la puerta del restaurante.

- Y tú eres el profe guapetón – respondió la muchacha, igual de tajante – Bueno, estarás contento. Todo esto es culpa tuya.

Gabriel resolló y se inclinó hacia delante, golpeando la mesa con la palma de la mano.

- ¿Todo esto? ¿Todo el qué? ¿Qué ha pasado?

- No me grites,¿eh?

- No estoy gritando. - ¿Había gritado? Maldición. El corazón se le había desbocado en el pecho. La culpa le cayó encima como una losa fría. – Perdona. ¿Sabes dónde está David? ¿Está contigo?

“Le dije que todo iría bien. Se lo prometí. Maldita sea, pero ¿qué demonios ha pasado, cómo hemos llegado a esto? El chico es inofensivo, sólo estaba jugando, y tuve que actuar como un animal”.

- No, no está conmigo – espetó la joven – No sé donde está. Le seguimos cuando echó a correr, y no estaba bien. Estaba muy jodido, por culpa tuya, ¿te enteras?

- ¿No sabes dónde puede estar?

“Mierda, mierda”. Fantástico. Todo estaba siendo exactamente como se temía.

- No lo sé, pero vamos, si lo supiera a ti no te lo iba a decir. ¿Qué mosca te picó para ponerte hecho un energúmeno? Sólo habíamos ido a verte. David es un poco coñazo a veces y dice cosas inapropiadas, pero es que él es así, es su sentido del humor. ¿Tú que pasa, que no tienes? Está visto que no, pero vamos, dabas miedo, ¿sabes? Parecía que ibas a matarle o algo así cuando lo levantaste en vilo y con esos ojos de loco… tú estás como una cabra.

Gabriel no estaba escuchando. Su mente trabajaba a toda velocidad. Finalmente, interrumpió a la chica.

- Necesito que me digas el nombre de los sitios por los que sale habitualmente.

- ¿Y yo que sé? Además, ¡que no quiero hablar contigo! Adiós.

La chica colgó el teléfono. Gabriel apretó el aparato entre los dedos y , aunque deseaba tirarlo al suelo y gritar, lo que hizo fue dejarlo en la mesa y dirigirse al ordenador.

Estuvo buscando en internet durante toda la mañana y parte de la tarde, con el móvil al lado por si el chico respondía a su llamada. No lo hizo. Cuando terminó sus pesquisas, había localizado la mayoría de locales de la ciudad en los que se reunía gente con estética similar a la de David: Goth, punk, cyber dark. Esas palabras no le decían mucho, pero a falta de pistas mejores, su única opción era buscarle en esos antros extraños.

“Pero primero tengo que ir a ver a Ariadna”.

Miró el teléfono móvil con rabia reprimida.

- No me hagas esto, chaval.



. . .



30 de Enero – Caín


“No es real”.

Sentía el vaivén, un balanceo como el de la marea alta dentro de su cabeza. La luz era roja, del color oscuro de la sangre coagulada. Había una lámpara con flecos y una máscara china de dragón en la pared.

“No es real”.

Alguien estaba respirando en su oído, empañándole la mejilla con un aliento lascivo y húmedo. Olía a semen y a sudor, el aroma pasado del sexo y los cuerpos en fricción continua. Había manos en su cintura y una boca entre sus piernas, había un pecho en su espalda y alguien frente a él, empujando la carne dura y palpitante entre sus labios. Los abrió, complaciente, y la visión del dragón de la pared fue interrumpida por un vientre musculoso y una mata de vello rizado. Alzó la mirada y fijó sus ojos en el dueño de aquel cuerpo, quien quiera que fuese. Tenía el rostro crispado de deseo y el cabello muy corto, casi rapado, de algún color castaño anodino. Miró los tatuajes que le surcaban los brazos. No tenía ni idea de quien era, ni de cómo había llegado ahí, pero le daba igual.

Solo era un instante de vigilia en un sueño, un instante de sueño en la vigilia. Aquel momento no importaba nada. No era real, estaba seguro, siempre tenía esa certeza, pero en aquellos ratos de irrealidad, todo dejaba de doler.

Se apoyó en los codos y realizó un movimiento suave para complacer a todos sus amantes, ladeándose hacia la derecha. Al hacerlo, se hundió en la boca que le acogía y engulló más profundamente al hombre de los tatuajes, que exhaló un jadeo entrecortado. Una voz conocida le susurró al oído.

- Mírales. Tienes poder sobre ellos. Te desean… están comiendo de tu mano. Aquí eres el fuerte, Caín. En este mundo, tú eres quien ostenta el dominio, el caudillo y el señor.

Se estremeció. “No es real. Pero me gusta”.

Volvió a alzar la mirada hacia el hombre de los tatuajes, un ejemplar joven de unos veintisiete años que le observaba con los labios entreabiertos, los ojos semicerrados y una expresión de éxtasis dibujada en el semblante. Le había agarrado del pelo y movía las caderas, acompañando el roce de su boca. La voz decía la verdad.

Se apartó despacio, dejando al hombre de los tatuajes al límite de su contención, y sostuvo su virilidad sobre los labios, mirándole desde abajo como un felino goloso. Cuando el hombre le miró, resollando, sacó la lengua y le regaló una caricia circular. Él cerró los ojos otra vez y se sacudió, tirándole del pelo.

- Por Dios, no pares – jadeó el desconocido. - Sigue, maldita sea.

Caín sonrió.

- Pídemelo por favor.

Luego volvió a enredar la lengua en el firme tallo, con la mirada fija en sus ojos.

- Por… - el chico de los tatuajes no era capaz de hilvanar las frases. Abrió el anillo que llevaba en el dedo anular y derramó un polvo blanco a lo largo de su miembro. – Por favor, no pares.

Triunfante, lamió toda su extensión y degustó el polvillo amargo. Le hormigueó el paladar y, muy pronto, la luz roja empezó a girar de nuevo. Cerró los labios húmedos alrededor del sexo del hombre tatuado y le enterró en su boca hasta la garganta, succionando y envolviéndole la piel en saliva tibia, incitándole con largas pinceladas de su lengua y ladeando la cabeza en cada arremetida para hacerle enloquecer con la fricción.

Los dedos sobre su cabello se cerraron con fuerza. Los gemidos del hombre resonaron en sus oídos.

“Dice la verdad. Soy el señor aquí, en este mundo que no es real. Entonces, ¿por qué todo esto, aunque me guste, me parece tan estéril?”

Un estremecimiento de placer le recorrió la espalda. La persona que tenía entre las piernas estaba tomándose su tiempo en hacer un buen trabajo, y cuanto más entusiasmo ponía en su labor, con más ganas atendía él al hombre tatuado, que ya parecía a punto de perder la razón de tanto contenerse. Estaba excitado, con los poros erizados. Lenguas de calor intenso le lamían la espalda y el vientre. Detrás de él, alguien acababa de morderle el cuello con suavidad mientras se frotaba contra su trasero en un roce provocativo y suave.

La luz roja daba vueltas. Las lámparas tenían telas carmesíes sobre las pantallas. Las sábanas eran de color púrpura.

- También tienes poder sobre mí…- dijo el susurro en su oído - dime lo que quieres, Caín. Te lo daré todo. Te lo daré todo si te quedas a mi lado… pero si te marchas, no serás nada. Te lo juro.

Respondió con un gruñido, apretándose contra su cuerpo. Al mismo tiempo que el joven tatuado alcanzaba el clímax con un grito sofocado, derramándose en su lengua, el dueño de la voz susurrante le invadió por detrás con dos dedos, sin brusquedad pero con decisión. Una punzada de nostalgia rompió el momento de éxtasis y se le escapó un gemido doliente. La semilla se escurrió por sus comisuras y se precipitó sobre los edredones, manchándole el cuello y la barbilla.

“Debería estar satisfecho. Esto es lo que quiero, ¿no es verdad?. Debería parecerme suficiente, no tengo por qué quejarme. Tengo control y poder, la droga me hace volar y no tengo que sufrir por nada. Todo es placer en este mundo. ¿Por qué no me basta? ¿Por qué no me basta?”

La luz roja parpadeó. Cuatro personas compartían el lecho. Sus jadeos, los murmullos de sus cuerpos, los gemidos apagados, se entremezclaban en una sinfonía orgiástica y sensual. Para él todo eso no era real, no significaba nada, pero la ilusión del encuentro físico, de la unión carnal, era junto a las drogas la mejor manera de anestesiar la soledad.

La lámpara se fracturó en seis trozos geométricos que empezaron a dar vueltas delante de su rostro, las paredes empezaron a derretirse y los colores se mezclaron y desaparecieron. El viaje se lo llevó por delante durante minutos, segundos, horas, días, no importaba, porque el tiempo tampoco era real. Le transportó a lo largo de una infinitud de oscuridad, a través de las destellantes luces del cosmos. Cuando regresó a la realidad, mareado y con los ojos cerrados, se encontró envuelto en unos brazos conocidos, largos, flexibles, fuertes.

Olía a pimienta y a nuez moscada. Aún tenía el sabor picante sobre la lengua.

Un sobresalto le hizo reaccionar. Le dolía la cabeza. Se sentía espeso y abotargado, y también le dolía atrás y la garganta. No sabía muy bien qué había hecho ni con quién, pero sí conocía a la perfección al único acompañante que le quedaba en aquel momento. Escuchó atentamente su respiración y luego se removió con prudencia, tratando de escurrirse entre sus brazos sin despertarle.

La habitación estaba en penumbra. Era la misma que había conocido meses atrás: las máscaras chinas, las lámparas de papel con flecos rojos, los muebles lacados y los cojines de seda y brocado. Un reloj de pared marcaba las tres de la tarde.

Se puso el pantalón y la camiseta en un silencio sepulcral. Cogió las zapatillas y se dirigió de puntillas hacia la puerta.

- ¿Ya te marchas?

La voz suave, apacible, delicada, le provocó un sobresalto inesperado. Se volvió hacia Lieren, relajando la postura. Ya no tenía sentido ser discreto.

El albino había levantado el rostro y estaba apoyado en los cojines, perezoso y lánguido como un felino. El cabello blanco le caía como una cortina de hilos de araña sobre los hombros lechosos.

- Sí. – Sintió la necesidad de añadir algo más, excusarse de alguna manera. -  Me están esperando.

- ¿Ah si? ¿Quién?

- Dejé tirados a unos amigos – “¿Por qué se lo cuentas? No se lo cuentes” – Debería volver a…

- No creo que estén todavía ahí. La gente normal espera una hora… dos como mucho. No doce.

Lieren sonrió. Luego rodó sobre las sábanas y le tendió la mano, invitador. Caín tragó saliva, con la mirada fija en sus ojos. Estaba intentando recordar cómo había vuelto a esto, en qué momento acabó aquí, en casa de Lieren otra vez, pero era incapaz de hacerlo. Había ido a La Caverna, sí. Y un chico con tatuajes le había invitado a un par de pastillas. Ni siquiera había tenido que pasar por los baños para abonar la compra, había sido un regalo. ¿Y después? Ni idea.

- Al menos voy a llamarles.

Vio un destello de decepción en los ojos de Lieren cuando abrió la puerta y salió al salón. Las cortinas estaban echadas. Se sacó el móvil del bolsillo del pantalón y vio que se había apagado. Lo encendió y la pantalla empezó a iluminarse, enumerando las catorce llamadas de Nice y Samuel.

“Soy un amigo de mierda”.

Un parpadeo anunció que tenía un mensaje nuevo en el contestador. Pulsó la tecla adecuada y escuchó, mordiéndose el labio.

“Oye … haz el favor de llamar en cuanto oigas esto.” Dijo una voz masculina, grave y con un punto de tensión. “Te recuerdo que teníamos un compromiso hoy. Dijiste que me ayudarías con la música. Así que … llámame. ¿Entendido?”

Caín parpadeó. Se había quedado sin aliento y estuvieron a punto de saltársele las lágrimas. Maldito estúpido. Bendito fuera. Cogió el teléfono, con el corazón latiéndole a toda velocidad, y pulsó la opción de devolver llamada. El móvil emitió dos pitidos y se apagó.

- No. No te apagues, mierda, no, no, no – apretó el botón de encendido repetidamente, soltando las zapatillas en el suelo – Enciéndete, por favor.

La puerta se abrió tras él. Un brazo flexible le rodeó los hombros y unos dedos largos, de pianista, le arrebataron el aparato.

- Tenemos que hablar, Caín.

- ¡¿Qué haces?!, ¡Dámelo! – Exclamó el chico, con un arrebato de furia.

¡Gabriel le había llamado! Tenía que responderle. Lieren le cogió por los hombros y le dio la vuelta con suavidad, clavándole aquellos ojos rosados en los suyos, inclinándose un poco para estar a su altura.

- Cálmate, hombre. Te lo voy a dar, no soy ningún ladrón – dijo, suavemente – Sólo quiero que hablemos antes.

- ¿Que hablemos de qué?

- De lo que me has estado haciendo y tu comportamiento últimamente.

Caín abrió la boca y dejó caer los hombros, sorprendido. El albino había bajado la mirada y parecía herido. Cuando volvió a levantar la vista hacia él, su expresión era amarga y dolida. Una oleada de culpabilidad le sacudió por dentro y le desarmó.

Siguió a Lieren de nuevo al interior de la habitación y se sentó sobre la cama, tragando saliva.

La culpa era una vieja conocida para él. Las personas a las que se había sentido unido, por poco que fuera, siempre habían acabado heridas, sufriendo o encontrando la desgracia por su causa. Era su destino, una especie de maldición: todos aquellos que le trataban bien, con quienes comenzaba a crear un vínculo, siempre terminaban sufriendo por él.

Lea, la vieja señora que había cuidado de él… prefería no pensar en eso, era demasiado horrible.

Ruth, Berenice y Samuel, antes abandonados y ahora decepcionados, preocupados y dolidos porque les había mentido y había vuelto a dejarles en la estacada.

Gabriel…a Gabriel le había dicho que intentaría… que…

- Cuando viniste a vivir conmigo – comenzó Lieren, sentándose frente a él – sólo te pedí que fueras sincero. Tú me prometiste que lo harías, Caín, ¿recuerdas?

Caín asintió, dolorido, aunque estaba mintiendo. No recordaba nada de eso. Sin embargo, lo creía absolutamente.

- Y después de prometerme aquello, un día, al volver a casa, me encontré con que no estabas. Te llamé y no respondías. Esperé, y no regresaste. 

Caín se removió, inquieto, y alzó la mirada.

- Sólo fui a buscar una tienda de libros – se defendió - Tú habías salido y…

- ¿Y cómo iba a saberlo yo? – replicó el albino – No tenía maldita manera de saberlo. No me dejaste ni una nota. Cuando vi que no volvías, hice las maletas y me marché. No quiero que juegues conmigo, Caín. Heriste mis sentimientos.

- ¡Pero volví! ¡Estaba regresando! – exclamó el chico, a la desesperada. – Cuando vine, tú eras quien se había marchado, ¡Tú me abandonaste, no yo a ti!

- ¡Esa no es la cuestión! Siempre has sido un desconsiderado conmigo, después de todo lo que he hecho por ti. Sólo sabes pensar en ti mismo. Ni siquiera fuiste capaz de dejarme una nota, Caín. Fue la gota que colmó el vaso. Permitiste que me hiciera todas aquellas cábalas, que me devanara los sesos pensando qué te había pasado, dónde estabas… por poco me vuelvo loco. Después de que… te he consentido hasta el menor capricho… - hizo un gesto con la mano, sin dejarle hablar - no, no, perdona, no es un reproche. Es culpa mía. En el fondo es culpa mía. Yo sabía como eras… y te quiero tal como eres, egoísta y cruel, pero…no sé, quizá esperaba algo de compasión por tu parte.

Lieren se pasó la mano por el rostro, suspirando. Caín estaba conmocionado. Nunca en la vida se habría esperado algo así. Conmovido y ahogado de culpa, alargó los brazos hacia él, tragando con fuerza y aguantando las ganas de llorar. El albino consintió el abrazo, y Caín le estrechó, con el corazón temblándole.

- Lo siento. Perdóname. Lo siento, lo siento mucho. Yo no sabía… no sé qué… ¿Qué cosas he hecho que te hiriesen? ¿Te he molestado sin querer? No ha sido a propósito, Lieren, nunca he querido hacerte daño.

El albino le pasó un brazo alrededor y le apartó con suavidad. Aún parecía atormentado.

- Si estamos aquí ahora – dijo, con voz suave y una sonrisa insegura – es porque no puedo guardarte rencor, Caín. Pero… por favor, tienes que ser sincero conmigo. Quizá fui un poco rudo la otra noche, pero tú habías aceptado venir a casa y luego saliste corriendo… pensé que estabas haciéndolo otra vez. Jugando conmigo.

Caín negaba con la cabeza. Las lágrimas habían roto al fin y le rodaban por las mejillas. Se las limpió con la palma de la mano.

- No… no… estaba… se me subió algo y aluciné cosas… un mal viaje.

Los dedos de Lieren le colocaron el cabello. Sus ojos eran cálidos, su tacto, cercano.

- Escucha, si hay otra persona… si no quieres estar conmigo, si ahora estás viviendo con ese tipo, el que me atacó, yo no voy a meterme en tu vida, pero sé claro, te lo ruego. Quiero saber a qué atenerme, sólo eso. No quiero sufrir más por ti.

Caín sorbió la nariz y asintió. Santo cielo, ¿quién podía haberse imaginado que Lieren había estado penando por él de ese modo? Siempre le había parecido que él era el tipo duro, el que tenía el control de la situación, el dominante. Y sin embargo, ahora le hablaba como si hubiera sido la víctima, enamorado y desesperado por sus favores. Él era el culpable. Él le había empujado al límite… sí, era cierto. Era él quien siempre empujaba a todo el mundo al límite.

Era un vanidoso inconsciente y provocador. Miró a Lieren, tan blanco, tan puro. Él había sido su salvador cuando las cosas eran verdaderamente malas. Él le había acogido bajo su techo. Había cuidado de él, le había descubierto un mundo de placeres y delicias que no imaginaba. Hasta que Lieren no apareció en su vida, ésta había sido oscuridad, miedo y abusos; pero él le enseñó que hasta en la peor situación, él podía sujetar las riendas, hacer de las armas de otros su propio escudo y darle la vuelta a la rueda. Le había dado los medios para abrirse camino entre lo más sórdido para ser fuerte.

Y Caín le había hecho sufrir. Se sentía ingrato y estúpido, una basura. Exactamente como él había dicho aquella noche: un chapero de tres al cuarto que no valía nada. Ahora comprendía que Lieren había dicho aquello llevado por el despecho, por el dolor que él le había provocado, pero en el fondo de su alma lo reconoció como verdades.

- Entonces… - el albino le sostuvo la barbilla, acercándose para mirarle muy de cerca con un gesto de ternura - …dime algo, Caín. ¿Qué somos nosotros? ¿Vas a quedarte conmigo?

El chico abrió los labios. ¿Iba a hacerlo? ¿Se quedaría con él? ¿Asumiría la responsabilidad del dolor que le había causado, lo haría solo por la culpa y porque era guapo y follaba bien? El aire le temblaba en la garganta. Cerró los ojos y se tapó el rostro con las manos.

- Lieren… - balbuceó – Lieren… yo…

Las palabras se negaban a salir de sus labios. A pesar de sentirse como una mierda, sabía que sí era capaz de dejarle, que podría ponerse las zapatillas, cruzar la puerta y salir a la calle. Sabía que se sentiría mal. Pero también que aquella culpa se calmaría al cabo de un rato, de un día, de un mes o de un año.

En aquel momento, al pensar en ello se dio cuenta de la realidad.

Podía dejar a Lieren. Pero renunciar a Gabriel era imposible.

Sólo de pensarlo le dolía el alma, se le ahogaba el aliento en el pecho y tenía la impresión de estar perdiendo sangre a borbotones. Renunciar a él era morir. La noche anterior, cuando le vio a través del cristal de La Jaima, supo que él estaba hecho para estar a su lado, que ninguna otra cosa era imprescindible salvo él, que nada ni nadie iba a poder sustituirle ahora que le había conocido aunque no le conociera. Desde ese instante en el que el tiempo se detuvo y los astros le miraron con aprobación, tuvo claro que todo lo que no era capaz de hacer por sí mismo, podía hacerlo por el profe: dejar las drogas, cambiar de vida, verse hermoso, ser feliz, volver a estar limpio, recuperar sus sueños. La fuerza que no encontraba por sí solo para todo aquello, la encontraba en él, en su mera existencia que le inspiraba. Por estar a la altura de la confianza de Gabriel, Caín haría cuanto fuera necesario y más. Por permanecer a su lado, aplastaría todas las barreras que hicieran falta. Y aunque deseaba que Gabriel le quisiera del mismo modo que él le quería – porque le quería y era absurdo negárselo a sí mismo -, realmente no le era imprescindible ser correspondido. Aun si ese anhelo de ser amado por él no se aliviaba jamás, todo lo que encontraba a su lado ya era suficiente para colmarle. Ya era más, mucho más de lo que nunca había tenido.

Podía olvidar a Lieren, aquellos días lo había demostrado. No le era necesario, y no le quería, aunque se sintiera en deuda con él, aunque fuera guapo y follara muy bien, aunque le fuera a estar agradecido de por vida. Y no sabía si también podría olvidar a Gabriel, pero no le importaba. Lo que tenía claro es que no quería. Olvidar al profe sería como olvidarse de sí mismo; de la única parte de él mismo que había empezado a amar y a respetar.

Quería volver a casa, a su habitación, al sofá blanco que abrazaba, al piano y a su voz. Y mientras pensaba en cómo explicárselo, cada vez se sentía más indigno. Indigno de Lieren, indigno de Gabriel, indigno de sí mismo.

- Quiero volver a mi casa – admitió al fin, bajando la cabeza.

Lieren se quedó mirándole un largo rato. Luego le acarició los cabellos con suavidad. Suspiró y le levantó la barbilla otra vez con dos dedos, le abrazó dulcemente, acunándole.

- Lo que tú desees – le susurró al oído. Era tan agradable… era tan cercano, y tan amable… - supongo que esta es nuestra despedida, entonces. ¿Lo es?

- Sí – dijo Caín, reafirmándose. Estaba haciendo lo correcto. – Sí, lo es. Lo siento mucho… lo siento tanto…

Se agarró a él, estrujando los mechones de su largo cabello blanco entre los dedos.

- No quiero decirte adiós así, Caín. No con lágrimas y amargura – declaró Lieren, alzando el rostro y besándole en los labios con suavidad. Sabía a especias picantes. Nunca volvería a probar aquel sabor. – Si esto es un adiós, dame al menos un recuerdo eterno de ti. Imborrable.

Caín cerró los ojos y le devolvió el beso, cerrando los labios sobre los suyos y presionando con fuerza medida, conteniéndose. Cuando se apartó, se encontraba algo más tranquilo.

- ¿Aun así quieres recordarme? ¿A pesar de todo lo que te he hecho padecer?

El albino asintió con la cabeza, sin hablar. Había un brillo de angustia en su mirada cuando regresó a sus labios, con un gesto suave al principio y más exigente después. Caín le echó los brazos al cuello, agradecido, y se inclinó hacia atrás, dejándose vencer por su peso sobre el colchón.

¿Cómo iba a negarle una despedida? Ni siquiera un ser desalmado sin corazón sería capaz de algo así.

El beso se hizo más profundo, los dedos del albino correteaban como arañas sobre su cuerpo, deslizándose debajo de la camiseta y precipitándose hacia los pantalones para abrírselos de nuevo. Caín se lo puso fácil en esta ocasión, sin resistirse a ninguno de sus gestos ni siquiera por provocación: le acarició la espalda, sentido y afectado por sus confesiones recientes, le dejó paso en su boca en cada beso y permitió que le poseyera a su manera, entregándose sin reservas.

Durante un fugaz instante, cuando estaba ya retorciéndose de excitación debajo de él, encendido por sus atenciones y desesperando por más, un relámpago de desconfianza se cruzó por su mente embotada. ¿Cómo iba a negarle una despedida? Ni siquiera un ser desalmado sin corazón sería capaz de algo así… ¿pero acaso no se marchó Lieren sin despedirse, sabiendo que Caín dependía por entonces enteramente de él? ¿No le persiguió con violencia aquella noche hasta la puerta de su casa? Algo no terminaba de encajar en todo aquello.

- Eres puro pecado – susurró el albino en su oído entonces.

Se abrió paso en sus entrañas con un impulso firme y controlado, barriendo todo pensamiento racional de su cabeza y arrastrándole de nuevo al conocido camino hacia el éxtasis y la liberación. La lengua de Lieren se hundió en su boca. Percibió su sabor a especias y la acidez cítrica de algo más, también un gusto conocido y muchas veces disfrutado.

El polvo de anfetamina se escurrió por su garganta y terminó de borrar cualquier recelo.


. . .


30 de Enero – Gabriel


Las enfermeras siempre le sonreían con demasiada simpatía cada vez que le veían pasar. Aquel día, ella estaba de especial buen humor. Se había puesto su peluca favorita, una rubia con el cabello rizado como una escarola, y convencido a alguien para que le pintara los labios y le consiguiera dos embudos. Estaba cantando “Like a virgin” con toda la emoción de su voz infantil cuando Gabriel entró por la puerta, arqueando las cejas.

- ¿Hoy toca Madonna?

Ariadna le sonrió, agitando la manita y luego tendiéndosela con ademán exigente. Quería su regalo.

Gabriel se acercó y dejó la tradicional pelota de goma entre sus dedos finos, observándola a conciencia para comprobar cómo se encontraba. Tenía menos ojeras que la semana anterior, se la veía de buen humor y enérgica. Aquello era muy esperanzador, al igual que el informe que pedía a los médicos cada vez que se acercaba al hospital.

- Vienes muy pronto hoy – dijo ella al terminar la estrofa. Luego le examinó con atención – Muy pronto y muy serio. ¿Qué te pasa?

- ¿Muy serio? – Gabriel se obligó a sonreír – Nunca he sido lo que se dice el alma de la fiesta.

- ¿Qué ha pasado?

El profesor se acercó a la ventana. Apartó las cortinas y subió la persiana hasta arriba para que la luz del atardecer penetrara en la habitación a raudales. El resplandor dorado sobre los tejados de la ciudad le recordó las palabras de Caín. Escamas, púas, pero nada de cuernos. Un dragón terrible, pero que era hermoso durante un par de horas al día.

“¿Dónde te has metido, chico?”

Apretó los labios y se volvió hacia la niña que aguardaba una respuesta, sentada en la cama.

- Es complicado de explicar, y no quiero aburrirte. Además, eso no importa ahora.

- Ya, lo que tú digas.

Gabriel se acercó una silla y se sentó a su lado, subiendo la zapatilla al asiento. Ariadna había apoyado la espalda en la almohada y estaba mirando su pelotita de goma con aire indiferente, ignorándole por completo con aquella actitud odiosa que empleaba siempre que él no quería contarle algo. La dejó hacer durante un rato, luego suspiró y se dejó escurrir hacia abajo. Ambos sabían que terminaría por ceder.

- ¿Te acuerdas de lo que te conté sobre el chico que ha venido a vivir a casa?

Ariadna se volvió hacia él inmediatamente, recolocándose la peluca y dejando los embudos en una mesita. Asintió enérgica, con la expresión del crío que escucha atentamente un secreto de mayores… como de hecho era el caso.

- Sí, me dijiste que se llama Caín y se viste y se peina como El Cuervo.

- Parecido – puntualizó él.

- Sí, parecido. Se había metido en un lío, ¿no?.

Gabriel asintió con la cabeza y volvió a apretar los labios. Después miró a la muchacha con cara de circunstancias. “Si es que soy imbécil. Además de meter la pata de esta manera, ahora estoy haciendo terapia con una niña de doce años. Genial.”

- Se metió, o le metieron, no lo sé a ciencia cierta – reconoció, – pero el hecho es que las cosas estaban yendo bien ahora. Es un buen chico.

- Eso también me lo has dicho.

Ariadna sonrió. Se había mostrado muy feliz al enterarse de que Gabriel ya no vivía solo. Ella era de esa clase de personas que opinan que un hombre independizado y soltero viviendo solo, tiene un alto riesgo de convertir tanto su hogar como su vida social y sentimental en un territorio insalubre. Que tuviera un compañero de piso le parecía algo fantástico y no había dejado de insistir en que le trajera para conocerle.

- Si… bueno, ayer hizo una estupidez, y yo hice otra peor – explicó, frotándose la nariz y removiéndose en la silla. – El caso es que no ha aparecido por casa. Iba a ir a buscarle.

- ¿Os peleasteis?

Gabriel frunció el ceño y negó con la cabeza.

- No, no exactamente. Yo estaba con Sara, cenando en La Jaima… y él apareció con dos amigos – comenzó, intentando encontrar un modo de narrar aquella situación sin que pareciera absurda ni exagerada - Salí a ver si había venido a avisarme de algo … no sé, un incendio, un secuestro, una muerte o una resurrección, yo que sé. Cuando le pregunté qué ocurría, me dijo que por qué había ido a ese restaurante si no me gusta la comida árabe.

- ¿Y por qué habías ido a La Jaima si no te gusta la comida árabe?

- Pues porque había quedado con Sara y a ella le gusta – respondió Gabriel, algo molesto por la interrupción. La sonrisilla de Ariadna no le ayudó mucho. – Bueno, a él no le respondí, le pregunté si estaba reprochándome algo, porque es la impresión que me daba. Él me recordó que yo había estado buscando compañero de piso para evitar a Sara y después empezó a hacerme insinuaciones completamente fuera de lugar.

- ¿Qué insinuaciones?

Gabriel frunció el ceño y se tensó.

- Insinuaciones no aptas para niñas de diez años – la reprendió, señalándole con el dedo.

- ¿Usó palabras fuertes? – insistió Ariadna, con una sonrisa traviesa - ¿Dijo follar? ¿Dijo mamada?

Gabriel se pasó la mano por la cara y suspiró, echándose de nuevo hacia atrás en el asiento y resignándose.

- No seas deslenguada, niña. Y no, no dijo nada de eso.

- Entonces no es tan horrible para una chica de mi edad – concluyó ella con acierto.

Gabriel se lo pensó y tuvo que capitular.

- Me dijo que le usara. – Ariadna abrió la boca y alzó las cejas – A él. Que le utilizara. Y en ese momento, apareció Sara. Y él insistiendo, tendiéndome los brazos y mirándome como si estuviera pidiendo guerra, ¿entiendes?

- ¡Oh, cielos! – exclamó la chiquilla. Luego se echó a reír, sorprendida - ¿Pidiendo guerra sexy?

- Sí, guerra sexy. Eh, ¿tú sabes lo que significa sexy? Bueno, no importa. El problema es que entre eso y Sara, que no dejaba de pedirme explicaciones con el tono de gobernanta que se le pone a veces, me puse nervioso. Le grité y le agarré de la chaqueta… - hizo una pausa, incapaz de describirse a sí mismo. “Ariadna no se lo va a creer, ella nunca me ha visto así.” – Me comporté como un salvaje, la verdad.

- ¿Y le pegaste? – preguntó la niña, tiesa y atenta a la narración.

Gabriel negó con la cabeza. No, no lo hizo, pero lo habría hecho. En ese momento había sentido un impulso muy fuerte, frenético, violento, que se le llevó por delante. Se había sentido desafiado y provocado. Y tuvo la tentación casi insalvable de responder a ello.

- No le hice daño. Cuando le solté, se marchó… me llamó cobarde, eso sí – admitió, levantando la ceja y haciendo una mueca de desagrado – Supongo que es por lo de Sara. Pero eso no es asunto suyo y no tenía derecho a provocar semejante situación. No he vuelto a verle desde entonces.

Ariadna se quedó callada un rato. La sonrisa de buen humor se le fue borrando y después se hundió un poco en la almohada, jugueteando con la pelotita de goma entre los dedos. Gabriel notó ese cambio de ánimo y se inclinó hacia ella.

- ¿Qué sucede?

Ariadna negó con la cabeza.

- Estaba pensando que, a veces, los adultos complicáis demasiado las cosas. 

Gabriel frunció el ceño y la observó, esperando una aclaración. Tardó en llegar, pero cuando los grandes ojos oscuros de la chiquilla se fijaron en los suyos, le parecieron tan sabios y eternos como sólo pueden serlo los de un niño.

– Creo que tu amigo sólo quería estar contigo – dijo ella, convencida - Quizá se sentía solo. Te fuiste con Sara a un restaurante que ni siquiera te gustaba, pero eso no te importaba, lo importante era la compañía…y esa era la respuesta que esperaba tu amigo. Que le dijeras que querías estar con Sara. Pero no lo hiciste… supongo que porque no era el caso, ¿verdad?.

Gabriel se había quedado inmóvil, contemplándola. Cada una de sus palabras le cayó encima como un bofetón, a pesar del suave tono de voz de Ariadna. En realidad, el ya sabía esas cosas. Ya había llegado a las mismas conclusiones. Sólo que Gabriel sabía engañarse muy bien y no ver lo que no quería ver. A veces lo hacía con tal maestría que necesitaba que una cría preadolescente le pusiera las verdades delante de las narices, como estaba sucediendo en aquel momento.

- ¿Ves? Por eso he empezado diciéndote que la estupidez que yo hice fue peor – replicó, con una sonrisa ácida.

Ariadna se removió sobre la cama. Alargó el brazo para cogerle la mano y le dio un beso en la palma. Luego le miró con una sonrisa.

- Si no ha vuelto es porque se siente rechazado. Seguramente cree que ha hecho el ridículo y que no quieres saber nada de él. O bien está enfadado y no quiere saber nada de ti.

- Ya, ya.

- Sabes lo que te corresponde hacer, ¿no?

- Claro que lo sé – replicó él, alzando la barbilla. – Pensaba ir en su busca cuando salga de aquí. ¿Y tú desde cuando eres tan lista?

- Es que leo muchos libros – Ariadna le imitó, irguiéndose con altivez, como una pequeña Madonna en pijama – Hay que ver, Gabriel, con lo tranquilo que tú pareces. No te imagino gritándole a nadie.

Gabriel suspiró. Claro que no le imaginaba.

- Ya… bueno. Hasta en los mares más calmados hay tormentas.

Volvió la vista hacia la ventana.


. . .


©Hendelie 

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