miércoles, 14 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - XI

Salvación y perdón


30 – 31 de Enero : Cain


“No es real”

Como en una caída libre e infinita, descendía. Con el aire bajo su cuerpo y sobre su cuerpo. Vacío, vacío todo alrededor, sólo él y la gravedad danzando juntos en aquella madriguera estéril. Los fragmentos de su conciencia habían quedado reducidos a cenizas revoloteantes, a los restos de un incendio. Atrapaba algunos jirones al vuelo, inconexos. Algunos, perturbadores. Uno de ellos le recordó a algo que había leído. Lo escuchó, recitándose en su cabeza, con una voz profunda y dulce. Voz de padre, de sacerdote:

“O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo tiempo sobrado para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a suceder después...”

Intentó mirar alrededor en su particular persecución del conejo blanco, pero no veía más que oscuridad. Podía sentir la presión sobre su mente, sobre su alma. Sepultado en un océano frío y negro, en el lecho submarino de la inconsciencia, al borde de cruzar la línea que le separaría para siempre de…

¿De qué? ¿De la realidad?

“Pero no es real”

Se forzó a patalear. Intentó mirar hacia arriba (si es que había arriba, ¿y dónde estaba abajo?), sacudió las manos y se impulsó. Aunque no fuera real, no quería quedarse para siempre yaciendo en aquellas profundas simas, con los restos de sus recuerdos, sus fantasías y sus delirios representándose ante sus ojos en un frenético vodevil. Nadar, nadar hacia la superficie, pero el agua es tan espesa… tan espesa…

Le cuesta moverse en el fango, pero lo consigue. Un párpado abierto, al fin, pesado, irritado. Escuecen los ojos, un rayo de luz blanca los atraviesa. Quema, abrasa. ¿Será así cuando uno nace?

Duele. Todo y nada, algo está doliendo. Los pulmones al respirar, la garganta, que parece anudada con un alambre de espinos. Duelen las entrañas, heridas y distendidas, duele el sexo, irritado, duele el vientre. Los músculos duelen, trabados de tensión, y duele la cabeza, que es como un estruendo y un avispero, como una tormenta y un yunque. Pero por encima de todo, duele el brazo
.


Las sensaciones de aquel despertar abrupto se mezclaron con los recuerdos a medida que conseguía volver a la vigilia. Eran recuerdos que nunca deseaba volver a visitar pero que le perseguían siempre. Cada vez que el peligro y la inquietud revoloteaban sobre su cabeza, aquel pasado volvía a él sin que pudiera huir, asaltándole desde las esquinas del subconsciente como un atracador nocturno.

Una casa de clase media, un lienzo pintado, un marco ornamentado.

Recordaba la luz, sobre todas las cosas. Cain siempre había tenido una memoria muy afinada para los ambientes y las iluminaciones. En su memoria, la luz era amarillenta entonces, cálida, como resplandor de fuego. Esa luminosidad arrancaba tonos fantásticos al cuadro del ángel, avivaba sus colores, despertaba matices ricos y vibrantes en los rojos, los ocres y los anaranjados. El cabello del ángel parecía miel caliente. Su piel, crema de leche. Se imaginaba sus manos de barro, sólidas, firmes. Por aquel entonces había deseado desesperadamente que una de ellas saliera del lienzo y le apresara los dedos, que tirase de él hacia adentro y le rescatara de su infierno personal.

Se recordaba rezando las oraciones que había aprendido, siendo muy niño, de una mujer entrada en años que olía a naftalina. Se recordaba intentando murmurar las plegarias en el orden correcto, aferrado al borde del aparador, mirando aquel cuadro.

Su alma gritaba, pidiendo ayuda. Al otro lado del cristal, nadie respondió.

A mitad de la letanía, los pasos se acercaban a su espalda. Una mano suave y ancha se apoyaba en su hombro, y no era la del ángel. Él siempre lo sabía. El perfume de la colonia del hombre le llenaba las fosas nasales. Su voz, envolvente y suave, apacible y adulta, le saludaba como debe saludar un padre a un hijo. Había algo en el modo en que se estrechaban los dedos en su hombro que le provocaba repulsión. No era lo más repulsivo, no, desde luego. Todo lo peor venía después de eso. Pero ese gesto inicial, tan terriblemente cotidiano, era el preludio de su calvario particular.

Cerró los ojos con fuerza, apartando el resto de recuerdos de sí. Sabía lo que venía después. No quería volver a eso. Bastante angustia le provocaba aquel despertar, costoso como un nacimiento, como para agravarla volviendo a esos días.

Palpó con la mano, intentando tocarse el brazo que le dolía tanto. Encontró algo húmedo y pegajoso recubriéndole la parte interior del codo.

No necesitaba comprobarlo. Sabía que era sangre.



. . .



30 – 31 de Enero: Gabriel


Salir fuera de nuevo fue un alivio.

No soportaba aquella música estridente. No tenía nada en contra de la música moderna, pero no era capaz de hallar un motivo que justificara ese volumen excesivo, que parecía destinado a hacer reventar los tímpanos. Se sacudió el abrigo de cuero y miró alrededor, en busca de la siguiente calle, del siguiente bar.

El asfalto estaba mojado. Las luces de las farolas eran como racimos de uvas fosfóricas agrupadas al otro lado de la acera. Había charcos en la calzada. Miró hacia arriba y descubrió las nubes espesas y turbias, arremolinándose por encima de los altos edificios.

- Tío, ¿tienes papel?

Se giró. Miró al tipo que le hablaba: joven, ojos vidriosos, pelo verde peinado hacia un lado, maquillaje.

- No. ¿Conoces a un chaval que se llama Cain?

El tipo del pelo verde se echó a reír.

- Aquí todos somos Cain, tronco – le dijo, ofreciéndole un cigarro. – Dios reniega de nosotros, no le gustamos una mierda. Nos ha dado la espalda y nos ha mandado a buscarnos la vida solitos.

Gabriel aceptó el tabaco, haciéndole un gesto de agradecimiento con la cabeza. El mechero del chico de pelo verde destelló en la oscuridad.

- ¿Por matar a vuestros hermanos? – preguntó Gabriel, mirando alrededor.

La gente entraba y salía de los locales. Era una calle estrecha, maloliente, con antros bajos y escaleras descendentes que conducían a sótanos exteriores. Sobre las puertas, luminosos rojos y azules indicaban los nombres: Hedonie, Voltaje, Biohazard, La Caverna, Gamma, Ultravox. En los rincones negros, donde la iluminación de las farolas no le daba alcance, la suciedad se acumulaba, escondiéndose de la luz para conspirar.

- Eso es un cuento. Cain no mató al hermano, tronco. Es todo un cuento chino de la Iglesia para justificar la opresión del Estado sobre los que quieren apartarse del camino para borregos que nos trazan.

Gabriel asintió distraídamente, mientras contemplaba a la concurrencia. Había gente joven por todas partes, con el pelo oscuro o teñido de colores chillones, vestidos de negro. Se amontonaban como bolsas de basura y al lado de éstas: unos fumando con aire ausente, otros calentando plata con mecheros viejos. Otros intercambiando dinero por papelinas, por hachís, por pastillas, por una mano sobre su mano y un paseo hacia un lugar más íntimo.

Gabriel apretó los dientes, expulsando el humo de la primera calada por la nariz. Hacía años que no fumaba. Miró al chico del pelo verde, que seguía ahí plantado, como esperando que él respondiera a su despliegue de sabiduría popular.

- Estoy buscando a un chico moreno, con los ojos verdes – volvió al tema que le interesaba. No tenía tiempo de filosofar sobre historia bíblica - Tiene el flequillo largo y mide un metro sesenta y siete. Piel muy blanca, ojos rasgados. Se llama David, pero le conocen por Cain.

El chaval negó con la cabeza.

- Ni idea, tío.

Ni siquiera se decepcionó. No había recibido otra respuesta en toda la noche.

- Vale. Gracias por el cigarrillo.

Se dio la vuelta y se dispuso a bajar los siguientes escalones, a entrar en el siguiente tugurio y a hacer las preguntas de rigor que nadie le contestaría. No le importaba. No estaba cansado. Y no pensaba cansarse, no hasta haberle encontrado.

- Eh.

Gabriel volvió la mirada hacia atrás. El del pelo verde le saludó con la mano.

- Que tengas suerte.

- Gracias.

Abrió la puerta del Biohazard y se adentró a través de las hipnóticas luces, de los cuerpos apretados y el olor a tabaco, alcohol y perfume barato. Maldijo la música estridente una vez más.


. . .


30 – 31 de Enero: Cain


Se había envuelto el brazo con la sábana para detener la hemorragia, mientras esperaba a que el mundo se asentase. La habitación era un tiovivo. Todo daba vueltas. Tenía náuseas y un dolor pulsante en las sienes, pero al menos, había sido capaz de despertarse. “Quizá sería mejor para mi seguir dormido”, pensó, tratando de enfocar la vista. Una lamparilla roja estaba encendida. Se desdobló, luego se dividió en cuatro. Por último se puso a girar lentamente, en sentido inverso al del resto del espacio. Las máscaras chinas de las paredes también daban vueltas. Parecían estar mirándole fijamente.

No supo si fue aquella feria terrorífica la que aminoró el ritmo o sus ojos los que se acostumbraron, pero al final fue capaz de encontrar una cierta estabilidad en aquel caos. Miró a ambos lados: estaba solo en la habitación.

Ese descubrimiento le alivió, aunque no sabía por qué. Siempre era un alivio no encontrar a nadie en el cuarto en el que uno se despertaba después de haberse puesto hasta las cejas.

Trató de incorporarse, pero descubrió que no podía. Aunque tenía movilidad en las manos, el resto de su cuerpo parecía no responder correctamente. Apenas fue capaz de doblar una rodilla y luego la pierna cayó a un lado, inerte y laxa.

“Mierda”

Abrió los labios resecos para intentar llamar a alguien, pero de su boca solo salió un patético gemido. Luego una tos. ¿Cuánto tiempo llevaba sin beber agua? ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente, hundido por la fuerza en aquel pantano ciego al que los estupefacientes le arrastraban?

El sonido de la puerta al abrirse retumbó en sus oídos, distorsionado y terrible. Una figura blanquecina, casi fantasmal, entró en la habitación, seguida de otra: Un hombre alto, de pelo negro y tez tostada, con los ojos amarillos; ojos de gato. Las paredes habían dejado de bailar. Ahora comenzaron a derretirse, goteando como el queso fundido.

“Las drogas, otra vez. No es real.”

- ¿Está herido? – dijo alguien. Una voz con acento extranjero.

“Herido, herido, herido…”, repitió el eco retorcido de su alucinación.

- Se ha abierto un poco la vena con una jeringuilla. Pero no es nada.

“Nada, nada, nada…”

“Yo no me he abierto ninguna vena”. Escuchó su propio susurro, en su cabeza. Su voz le hablaba a sí mismo, pero se negaba a salir de ahí. Estaba encerrada dentro de él. Intentó protestar de nuevo, sin éxito.

- Quinientos me parece mucho. Está drogado. Ni siquiera va a oponer resistencia.

Cain hundió los dedos en el colchón. Aferró las sábanas. Intentó enfocar la mirada en Lieren. Sabía que era Lieren, aquel espectro blanquecino.

- Tú mírale a los ojos mientras le follas. Hazme caso. Si no te satisface, te devuelvo la mitad cuando termines.

“Termines, termines, termines”

Sabía que era Lieren el hijo de perra que le estaba vendiendo. El maldito que le había drogado. El cabrón despreciable que le había esclavizado con la culpa y con malas artes, manipuladoras y engañosas.

El moreno sacó un fajo de billetes y empezó a contarlos, mientras Lieren los cogía, uno a uno.

Cain arañó el colchón. Buscó con la mano, entre las sábanas, a la desesperada.

Recordó de nuevo la mano del hombre trajeado sobre su hombro, en aquella casa de clase media, tan normal, tan cotidiana, tan perfecta. El cuadro del ángel que nunca escuchaba su plegaria. Recordó los detalles: la habitación infantil en la que dormía, el oso de peluche que contemplaba atento desde la estantería, con la sonrisa perpetua. Un oso sonriente. Un cuerpo caliente y sudoroso sobre el suyo. Sus dedos alrededor de la carne tensa. Su boca invadida, sus entrañas, el dolor punzante, las palabras suaves, las caricias del hombre… las caricias del hombre, sus palabras dulces y compasivas pero de significados amargos y horribles. Sus mentiras. El miedo. La angustia, el miedo. La angustia y la sensación de irrealidad, irrumpiendo violentamente en su auxilio.

Y cuando la mente se separaba del cuerpo, él se veía, desde arriba. Sentado, diminuto y etéreo, junto al sonriente oso. Se veía y lloraba por sí mismo. ¿Quién más iba a hacerlo?

Ni siquiera los ángeles lloraban por él.

Lo que ocurrió con el hombre trajeado no había dejado de repetirse durante toda su vida.

El corazón le latía como loco mientras el hombre moreno se desnudaba. Hombre moreno, hombre trajeado, ¿qué mas daba?. Era lo mismo. Él y Lieren estaban diciendo algo, parecían ansiosos. Sus sonrisas eran de plástico tenso. Los ojos de Cain estaban fijos en uno, luego en otro, mientras, a tientas, trataba de encontrar algo con lo que defenderse, alguna manera de terminar con todo aquello. Hacer que fuera diferente.

La pequeña llama que tenía dentro se avivó. Se encendió y se elevó, con un fogonazo ardiente y decidido que le recorrió cada nervio: era la adrenalina, disparándose, preparándole para un enfrentamiento. Era la rabia, despertando.

No iba a permitirlo, nunca más. No iba a dejar que volviera a suceder.

Las paredes goteantes se emborronaron. Por un momento le pareció que la habitación era una pantalla mal sintonizada. Todo se cubrió de líneas estáticas y de nieve, como si no fuera más que la imagen de un televisor. Entre aquellas franjas parpadeantes, los ojos de Lieren destellaban como los faros de un coche, como las pupilas de un depredador de la selva. Le pareció que su figura se deformaba, mostrando grandes extremidades retorcidas, pedipalpos alargados, patas quitinosas y articuladas que se apoyaban en la pared, en el techo.

“No es real, no es real, no es real, no es real, no es real…”

Lo repitió como un mantra, ahogando otro gemido. Les escuchó reír a ambos, monstruitos felices con su desesperación, exultantes al ver su miedo, su negación desesperada, su resistencia impotente y débil. El hombre moreno ya no tenía ropa. Se subió a la cama y se cernió sobre él.

Su sonrisa era blanca como una media luna.

Cain cerró los ojos y pensó en Gabriel. Las notas del piano, cristalinas, acudieron en su ayuda, tintineando en su mente, que parecía un avispero.

Sus dedos tropezaron con algo duro y frío, oculto bajo las sábanas.


. . .


30 – 31 de Enero: Gabriel


Se detuvo en seco, mientras atravesaba la pista de baile. Los focos de colores parpadeaban como intermitentes frenéticos. Los cuerpos se movían sin control.

El corazón le había dado un vuelco sin motivo aparente. Todas sus alertas interiores comenzaron a vibrar al unísono.

Se dio la vuelta y se abrió paso hacia la salida, a empujones, con la atención fija en la sensación que le sobrecogía: era un latido, un pálpito, una especie de llamada oculta en el ritmo de su pulso, en el lento avance de sus células.

Hasta aquel momento, había proseguido con la búsqueda de Cain de una manera ordenada y tranquila. Estaba convencido de que el chico no estaba en peligro, y confiaba plenamente en que se daría cuenta si eso sucedía.

Y así era. Ahora la premonición era clara como el clamor de una trompeta, demasiado potente como para perder un solo segundo en dudar.

Se precipitó hacia el exterior, donde una fina llovizna le recibió. “Por Dios, que llegue a tiempo. Por Dios, que aún no sea tarde”.

Miró alrededor, tenso y concentrado. Fijó la vista en un callejón a su derecha.

Su corazón golpeó con fuerza. Ese era el camino.


. . .


30 – 31 de Enero: Cain


Había encontrado una batuta. Magnífica, afilada, puntiaguda. Ahora podía dirigir la sinfonía.

Todo sucedió deprisa, medido con pasos de baile. El piano retumbaba en sus oídos, aunque no pudiera escucharlo realmente, midiendo el ritmo de los arpegios y los acordes. ¿Había sabido tocarlo alguna vez?. Podría tocarlo esta noche, al llegar a casa.

Tocar el piano con las manos manchadas y la locura acechando. Tocar el piano con las venas llenas de desesperación.

El hombre moreno le abrió las piernas. Cain le abrazó con un brazo.

Los dedos volando sobre las teclas, las paredes blancas, la luz radiante bañando el suelo de madera del apartamento. Quería volver a casa. Y lo haría a cualquier precio.

- Así que complaciente… - dijo el hombre moreno.

Cain le miró a los ojos, intentando enfocar su mirada. Cuando lo consiguió, sacó la mano de debajo de las sábanas, lentamente, mientras el hombre buscaba entrar en su cuerpo, moviéndose con sutileza, con aquella sonrisa sucia en su rostro. Lieren les miraba, con un aspecto aún más enfermizo.

El oso de peluche, al menos, no parecía un pervertido de mierda.

- Bésame – murmuró a duras penas, acariciando el cuello del hombre.

El tipo alzó el rostro, frunciendo el ceño, y detuvo sus movimientos. Se incorporó a medias.

- ¿Qué?

“Ahora”, pensó Cain.

Y acción.

Levantó la mano, empuñando la jeringuilla, y le apuñaló en el ojo. El hombre moreno gritó. Cain sacó el arma improvisada y volvió a golpear, rápido y letal como la picadura de un escorpión. Hundió el instrumento hasta embadurnarse la mano de sangre, hasta que el líquido rojo y espeso le corrió por su propio brazo y le salpicó en la cara.

Trémolos graves, vibración intensa. La melodía mantiene la expectación, no hay resolución, sólo emoción.

Lieren se abalanzó sobre ellos. El hombre moreno estaba temblando, chillando como un cerdo. Se llevó las manos al rostro, del que asomaba el émbolo rígido, goteando sangre. Salió de la habitación tambaleándose y echó a correr, pidiendo socorro a gritos.

- ¡Qué coño has hecho, Cain! – exclamó Lieren. Sus manos volaron, tratando de atrapar al chico. Él rodó sobre el colchón hasta caer al suelo por el otro lado.

Intentó ponerse de pie, agarrándose a un cajón de la mesilla. Las piernas no le respondían.

- ¡Te voy a matar, hijo de puta! – gritaba Lieren.

El cajón salió de la cajonera y se estrelló contra las baldosas. El contenido se derramó por el suelo, rodando en todas direcciones. Botes cerrados de pastillas, ampollas de cristal, paquetes de plástico apretado, polvo blanco. Y un objeto plateado que destelló con una promesa de liberación.

Una navaja.

¿Por qué siempre navajas? Eran una constante en su vida.

Alargó los dedos para cogerla. Lieren le agarró del pelo, tirando con tanta fuerza hacia atrás que le hizo daño en el cuello. Cain gritó.

- Desgraciado… ¿crees que te voy a dejar escapar? – resollaba el albino. Le había cogido también de un brazo y estaba arrastrándole por el suelo mientras Cain pataleaba, mareado. – Antes te mato. ¿Oyes bien? Te mato.

Los dedos de los pies se le escurrían sobre la sangre que cubría las baldosas. ¿Era toda del hombre moreno? No lo sabía. Lieren le estaba haciendo mucho daño. En algún momento le dio una patada. Cain apretó la navaja en su mano e intentó abrirla, mientras se resistía con sus escasas fuerzas.

El filo giró y se descubrió, desplegándose con elegancia. Una única ala, brillante.

La intensidad crece, más rápido, más fuerte. El clímax de la melodía se aproxima, es como un torbellino, es como un huracán. Nadie podría detenerlo. Es imposible.

Otra patada le golpeó en la espalda. Cain gimió y trató de morder al albino. Él le abofeteó. La navaja se precipitó hacia la carne, un filo puntiagudo buscando la piel blanca. Se hundió en el brazo con el que le sujetaba, y Lieren gritó.

Sus ojos se convirtieron en ascuas. Los iris rosados se tornaron rojos, como la sangre que brotaba de su brazo. Soltó al muchacho, que se desplomó sobre el suelo.

Cain, aturdido, se aferró a las sábanas de la cama para intentar trepar, ponerse de pie.

Lieren se arrancó la navaja del brazo.

“Qué manera más patética de morir”, pensó Cain, buscando refugio debajo de la cama.

- ¡Ven aquí, maricón de mierda!

“Ojalá hubiera visto al profe una vez más. Solo una.”

- ¡Bastardo! ¡Ya te tengo!

Los dedos crispados de Lieren se cerraron en el tobillo del chico. Cain clavó las uñas a las baldosas, rechinando los dientes. Las lágrimas le enturbiaron la mirada y comenzaron a rodar por sus mejillas, mientras Lieren tiraba de él, resollando, furioso y fuera de sí.

Tenía las uñas partidas, agrietadas, y los dedos en carne viva cuando el albino consiguió sacarle de debajo de la cama. Le dio la vuelta, soltándole un bofetón, y le puso la rodilla sobre el estómago.

- ¿Qué habías creído, pequeño gilipollas? – espetó, respirando con dificultad. El brazo le sangraba abundantemente. Tenía las pupilas diminutas, como cabezas de alfiler, el ceño fruncido y expresión demente, con una sonrisa apretada y fría igual que el filo de un cuchillo – No eres nada. No eres nadie. Sólo eres una boca mojada y un trasero apretado, ¿entiendes? Nunca saldrás de aquí. Eres una basura. Estás donde debes.

Las notas parecen quebrarse, partirse. Se disuelven, inconexas. La esperada resolución, el glorioso clímax, no llega. La melodía se muere. La armonía se marchita. Los tonos se caen, los arpegios se desprenden, el ritmo desfallece.

Las palabras de Lieren eran como un hechizo. Caían sobre él, más dolorosas que los golpes, más frías que el filo de la navaja, que estaba ahora rozándole el cuello en una caricia temblorosa que no se decidía a hundirse en la carne. No eres nadie. No vales nada. Solo eres basura.

¿No había dicho lo mismo el hombre trajeado, con otras palabras, más compasivas, mientras se colaba en su cama bajo la atenta mirada del oso de peluche? ¿No habían dicho lo mismo tantos y tantos otros después de él? ¿No lo decía, acaso, él mismo? No importaba que un leve destello de razón gritase en su cabeza que todo eso era mentira. No era lo bastante fuerte. La costumbre, los principios asumidos tiempo atrás, aquella otra parte, la irracional, asentía con fuerza a cada palabra de Lieren, y además, añadía sus propios argumentos. “Es culpa tuya”, decía, “es tu destino, ¿qué otra cosa vas a hacer? Si intentas cambiarlo, los que te rodean sufrirán. ¿Por qué te resistes?”.

- ¡Que te follen! – replicó, de todos modos.

Se resistía, sí, a pesar de todo. Tenía la sensación de que esta vez no podía rendirse, ya no, ya nunca más. “Si me rindo una vez más, solo una, no podré volver a levantarme”.

La bofetada no le vino de sorpresa.


. . .


30 – 31 de Enero: Gabriel


La lluvia había empapado las aceras y los parabrisas de los coches aparcados. Gabriel corría, sorteando a personas, vehículos y farolas por igual. Podía sentir el magnetismo, la señal clara, vibrante, como un diapasón cósmico que convertía cada soplo de viento, cada semáforo, en una parte del mensaje que estaba recibiendo. Los traficantes le miraban con desconfianza desde las esquinas cuando abordó aquel callejón oscuro y retorcido, apenas iluminado. Los proxenetas se sonrieron al verle detenerse delante de la puerta del número dieciséis.

No sabía donde estaba, pero ese era el lugar.

En ese momento, un hombre salió a trompicones del portal, gritando y con el rostro cubierto de sangre. El latido de su corazón se volvió más insistente. Los nervios se le crisparon y un estallido de adrenalina le nubló la vista. Se le tensaron los músculos al apartar al entrar en el edificio y subir las escaleras de tres en tres.

Se detuvo en un rellano donde había una puerta entreabierta. Al otro lado se escuchaba, sorda, la música de ritmo sincopado que caracterizaba los forcejeos: gemidos apagados, bofetones restallando, muebles golpeados.

Sintió de nuevo ese fuego incontrolable subirle por la columna vertebral y hormiguearle en los dedos. Cuando entró en el apartamento, ya sabía que no iba a poder detenerlo.

Una voz sollozante, desesperada, gritó en la habitación del fondo.

- ¡Que te follen!

La reconoció al momento. Mientras caminaba hacia el lugar del que procedía, agarró el primer objeto contundente que encontró a su alcance. Ni siquiera se fijó en lo que era: La figurilla de un dragón de bronce, de treinta centímetros, pesada y retorcida.

El metal se bañó con un suave resplandor rojizo.


. . .



30 – 31 de Enero: Cain


A pesar de sus intentos de ofrecer una resistencia convincente, Lieren le había agarrado de las muñecas con una mano y le tenía inmovilizado sobre el suelo lleno de sangre.

Resollaba, observándole con odio.

- Que te follen – repitió Cain, con un susurro apagado.

Si esas iban a ser sus últimas palabras, al menos nadie podría decir que no lo intentó.

Lieren apretó la rodilla contra su vientre un poco más, obligándole a tomar aire con fuerza y provocándole una arcada. Luego le puso el filo de la navaja sobre el rostro y sonrió con crueldad.

- Así aprenderás a no morder la mano que te da de comer, niñato endiablado – susurró, apretando la hoja contra su mejilla. – No necesitas para nada esta cara bonita. A ver si marcándote como a los animales se te queda bien grabado dónde está tu sitio.

Apenas había terminado de decirlo cuando la puerta se abrió con tanto ímpetu que golpeó contra la pared de detrás. Cain dio un respingo involuntario. Lieren miró a su espalda. Gabriel estaba ahí, mojado y furioso, con los ojos azules ardiendo de ira, el ceño fruncido y la mandíbula apretada. En la mano empuñaba algo informe, dorado y llameante que levantó por encima de su cabeza.

La voz del albino gimoteó, suplicante.

- Dios mío, no…

Cain no apartó la vista. Vio descender el golpe e impactar en la cabeza de Lieren, que de repente estaba encogido y tratando de cubrirse con las manos y un instante después se había desplomado sobre el suelo. Gabriel le cogió del pelo y tiró de él, como él había hecho con Cain minutos antes. Le levantó casi en vilo para arrojarle encima del colchón. Lieren, medio inconsciente y sangrando profusamente por la cabeza, intentó abrir los párpados y gimió como un idiota, repitiendo las mismas tres palabras.

- Dios mío, no…

El profesor no vaciló. Volvió a levantar la mano y a golpear. Se escuchó el crujido del hueso al partirse y el borboteo inconfundible de la vida que se escapa.

Cain no bajó los párpados. Mantenía las pupilas fijas en Gabriel, sobrecogido y capturado por aquella imagen. El ángel del cuadro le parecía una farsa al lado de éste que tenía delante, imponente y terrible. Y que, por encima de todo, respondía a la llamada de aquellos que le necesitaban. Casi podía verle las alas.

Gabriel soltó la figura de bronce. Golpeó contra las losas al caer.

Un momento después, Cain se encontró alzado por dos brazos cálidos y acogedores, cubierto por el abrigo mojado de lluvia, escrutado por un par de ojos azules. Los que un instante antes habían lucido como llamas de implacable determinación, y ahora derramaban una mirada preocupada sobre él.

- ¿Estás bien?

Cain se esforzó por contestar, aunque le llevó varios segundos.

- No puedo andar.

Gabriel asintió y sostuvo su mirada. Abrió los labios, como si fuera a añadir algo, pero luego pareció cambiar de opinión. Su voz sonó ronca y apagada.

- Voy a buscar tu ropa y nos vamos a casa.

Cain le tiró del pelo, con un ademán cansado. Sabía que iba a desvanecerse en cualquier momento, pero la admiración que le había producido Gabriel hacía unos cuantos segundos, estaba empezando a derivar hacia sentirse un idiota y un débil por comparación. Sabía que no era momento de reproches, pero salieron de su boca sin meditarlo.

- Al menos podrías preguntarme si quiero ir a casa. Al menos podrías disculparte.

. . .


30 – 31 de Enero: Gabriel


“Al menos, al menos. Al menos podrías darme tú una tregua”, pensó Gabriel. Pero no lo dijo.

Estaba agotado, como si hubiera consumido muchísima energía en muy poco tiempo.

No quería mirar al albino. Sabía que estaba muerto. También sabía que no se sentía tan mal como debería sentirse, que no estaba reaccionando como se supone que reacciona cualquier persona normal tras matar a otra, sea por accidente, en defensa propia o tras un período de enajenación mental.

No quería pensar en eso.

Se sentó al borde de la cama, con Cain en brazos, cubierto con parte de su abrigo. Los latidos de su corazón se habían sosegado en cuanto el maldito desgraciado del pelo blanco había exhalado el último suspiro. La sensación de alarma, los nervios atentos, los sentidos sobrecargados, todo su sistema se había ido desconectando poco a poco y pasando a mínimos después de aquellos minutos (¿o habían sido horas?¿o segundos?) de búsqueda desesperada.

Había seguido las señales sin fijarse en nada más. No sabía el nombre de la calle en la que estaban. Olía a sangre, a lubricante y a alcohol. Por primera vez, se fijó en la decoración de aquel cuarto. Fijó la mirada en las máscaras chinas de la pared.

El niñato de mierda quería una disculpa. Él solo quería que terminase todo aquello de una vez.

- Siento haberte tratado mal en la puerta del restaurante – dijo, con voz átona - ¿Quieres volver a casa conmigo?

Los ojos verdes le estaban observando. Era plenamente consciente. Pero no tenía fuerzas para mirarle. No se atrevía a volver a hacerlo. El chico estaba destrozado; pálido, ojeroso, con los labios agrietados. Tenía marcas en todo el cuerpo y restos de sangre entre los muslos. Si volvía a mirarle a la cara, sabía que cogería esa estúpida figurilla de bronce y golpearía al albino hasta que su cadáver quedara reducido a papilla. Y sabía que, tal vez, también golpeara a Cain. Pero sin la figurilla. Sólo un buen bofetón, por gilipollas. ¿Cómo se le había ocurrido irse así, volver aquí, a esto?.

Los dedos del chico se cerraron sobre su camiseta y se encogió entre sus brazos. Le sintió temblar con un sollozo. Gabriel suspiró y le abrazó.

- Perdóname – susurró Cain. – Perdóname. Perdóname.


. . .


30 – 31 de Enero: Cain


- Perdóname…

Se estaba ahogando con las lágrimas. Se aferró a su ropa, enterrando el rostro en su pecho. Los brazos se cerraron a su alrededor, y percibió la caricia de sus labios sobre los cabellos. Se estremeció, rehuyendo aquel roce. Estaba aún cubierto por los besos y el sudor de otros. No quería que el profe tuviera que estar en contacto con eso más de lo estrictamente necesario.

- Tranquilo. – La voz grave de Gabriel era débil, apagada. Debía estar cansado - No pasa nada, chico. Todo irá bien.

- Quiero volver a casa.

Alzó la mirada para verle. Había deseado volver a tenerle delante, contemplarle antes de morir, si es que tenía que morir. Ahora sabía que se había salvado, pero su imagen le era tan necesaria como su tacto, como su voz, como su música. Se encontró con sus ojos, azules y cálidos, y levantó los dedos para tocarle.

Incluso ese gesto nimio fue demasiado para su cuerpo. Se le emborronó la vista y la inconsciencia volvió a apoderarse de él, hundiéndole en un sueño profundo y, esta vez sí, sosegado.



. . .



©Hendelie

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