miércoles, 14 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - XII

Diques rotos


1 de Febrero – Gabriel

A partir de cierto momento en su vida, Gabriel había tenido muy presentes las cosas que se suponen. Cuando todo dejó de tener sentido, cuando la cordura parecía sostenerse a duras penas, aprendió a aferrarse a esas cosas.

Lo que se supone. Lo que se supone son las convenciones sociales. Cuando uno no está muy seguro de querer cumplirlas, de ajustarse a esos cánones, las enuncia así: “Se supone que tengo que hacer esto”, o “debería hacer aquello”.

Se supone que un hombre, para ser feliz y normal, debe cumplir una serie de condiciones, a saber: Un trabajo que le realice moderadamente. Un buen lugar donde vivir. Una pareja que colme sus necesidades emocionales y fisiológicas. Unas relaciones sociales saludables. Hacer ejercicio, llevar una vida sana y tener independencia económica.

Se supone que un hombre, a partir de los treinta años, comienza a plantearse una serie de objetivos que se consideran “maduros”. Formar una familia, mudarse al extrarradio, comprarse un coche mejor, ascender en el trabajo, abrirse un plan de pensiones.

Eso era lo habitual. Eso era lo que se esperaba. Aferrándose a esos parámetros que se repetían una y otra vez a su alrededor, en las vidas de otros, Gabriel había intentado encajar en la normalidad. Había embutido su vida en esas premisas. Se había esforzado. Se había esforzado mucho, no sólo por el deseo de sentirse parte del mundo, aunque tuviera visiones, sueños que no podía explicar y premoniciones que nadie más tenía. No solo por el deseo de parecerse a los demás: también por su propio bien.

Había buscado una casa pequeña pero luminosa. Había comprado muebles neutros, y la mantenía recogida y ordenada. Era una casa que le permitía conservar la calma, mantener el equilibrio interior, contener esa violencia, ese fuego arrebatado que se le prendía por dentro si perdía el control. Era una casa lo suficientemente equilibrada para que toda idea de lo sobrenatural quedara desterrada de inmediato a la luz de una lámpara fluorescente o ante la sola imagen de un lector de dvd. La tecnología, de alguna manera, parecía negar lo sobrenatural, como si en una misma realidad, ambas cosas no pudieran convivir.

Su estilo de vida al completo estaba enfocado a permanecer en ese estado de sosiego, casi de letargo, a evitar que despertase la llama que tenía dentro y a negar toda experiencia o sensación premonitoria o inquietante, que no pudiera explicarse. Había organizado toda su vida a tal efecto, para desterrar de ella la violencia instintiva y las experiencias extrañas.

 Y sin embargo, mientras abría la puerta del apartamento a duras penas, con el chico en brazos, entrando y saliendo de la inconsciencia, se sentía más liberado y más relajado que nunca.

Se supone que un hombre feliz y normal no tiene esa clase de emociones después de haber encontrado a una persona perdida guiándose por un pálpito interior. Y mucho menos, después de haber matado a otro. Aunque sea un cabrón como Lieren. Se supone que uno debe estar en estado de shock, o sentirse terriblemente mal, o terriblemente bien si eres un loco o un psicópata… aunque para ser sinceros, Gabriel no sabía exactamente cómo se comportaba un psicópata. A lo mejor, exactamente como él.

Pero ni siquiera encontrarse con ese pensamiento en su cabeza le perturbaba en esos momentos gloriosos, en los que el Universo entero parecía haberse situado exactamente donde debía estar. La conciencia de haber hecho lo correcto resplandecía firmemente en su interior. Se sentía bien, porque había realizado un acto esencialmente bueno. El hecho de saber que Lieren era otra persona, otro ser humano, un semejante, no le hacía cambiar de parecer. Persona, ser humano, quizá. Pero un semejante, de ninguna manera.

¿Y en qué estribaba la diferencia?, se preguntaba a sí mismo. Y a sí mismo se respondía: Lieren era Malo. Era Malo y tenía que ser exterminado, como todo lo Malo que no puede dejar de ser Malo y nunca dejará de ser Malo, irredimible e irredento. Que Lieren hubiera dejado de existir era Bueno. Bueno Para Todos.

Y eso le hacía sentirse pleno.

Cuando cruzó el umbral, ya había amanecido.

Cain se le había dormido en los brazos. Tenía marcas de golpes en el rostro y llevaba la ropa puesta de cualquier manera. Apartó los ojos de la curva de su mejilla amoratada, de los mechones de cabello apelmazados y sucios.

El chico necesitaba un baño. Un baño, yodo y compañía agradable. Una madre le vendría bien en este momento, con toda seguridad.

Sin embargo, lo que hizo fue tenderle con cuidado en el sofá y cubrirle con la manta. Luego se sentó frente al piano, agotado pero con esa lucidez clara y serena que despunta una vez se ha rebasado la barrera del cansancio.

A través de la ventana, la ciudad se cubría con el resplandor dorado y ligero de los primeros rayos de sol. Los contempló, sobre el suelo, avanzando como una caricia. Treparon al sofá y tocaron los dedos de Cain, que asomaban, blancos, debajo de la manta.

Entonces empezó a escucharla. Dentro de él. La música.

Al principio muy suave, lejana, como el recuerdo de un sueño antiguo. Un murmullo de armonía aún secreta, de contrapunto callado. Era el rumor del mar en la lejanía, el arrullo confuso del viento en las hojas.

Parpadeó, reteniendo la respiración, y rebuscó sobre la tapa del piano las hojas de papel pautado y el lápiz. Una emoción dorada como aquel amanecer le temblaba en el pecho, se desenvolvía lentamente.

El sol tocó el rostro de porcelana de Cain, dibujó la silueta de su nariz, le besó las pestañas. Gabriel apartó la vista, la fijó en las teclas y aguardó, aguardó, con el aliento detenido y el corazón retumbando, el pulso precipitado en las venas. En el silencio sepulcral de su interior, la sinfonía cobraba forma, desvelándose al fin.

Siempre había estado allí.

Como si se tratase de una señal, Cain suspiró y se removió debajo de la manta. Gabriel empezó a tocar entonces, con las mismas manos que habían aplastado el cráneo del albino. Deslizó los dedos sobre las teclas, acariciándolas con ternura. Y la dejó salir.


. . .


1 de Febrero – Cain

Un goteo de estrellas de plata le acompañó en el despertar. El sol le acariciaba las mejillas, estaba en el sofá, tapado con una manta, y el piano estaba sonando.

“Ha sido una pesadilla”, pensó al principio. Pero entonces sintió el dolor, y supo que no lo había soñado. Le dolía la cabeza, las costillas, las piernas, los brazos. Le dolía por dentro y entre las piernas, le dolía la garganta, le dolían los ojos y el vientre. Le dolía la espalda y el pecho.

“Estoy muerto”, pensó luego. Pero se suponía que en la muerte no había dolor, así pues…

“Estoy soñando, entonces”. Sí, eso tenía más sentido. Lieren le habría cortado la cara, le habría vuelto a inyectar opio, heroína, o patatas fritas con mayonesa, a saber… y ahora estaba soñando, o alucinando. Al menos era una alucinación hermosa.

“Pero…un momento. El piano es real. Y esta casa es real, siempre lo han sido. Si estoy teniendo un espejismo con esto… ¿cómo sabré entonces qué es auténtico y qué no?”

Entonces recordó. Y al recordar, volvieron a llenársele los ojos con lágrimas de alivio, se arrebujó en silencio bajo la manta y escuchó aquella música maravillosa.

El piano dibujaba pinceladas, trazaba formas y colores, le mostraba imágenes vívidas que podía sentir directamente en el corazón. El goteo de estrellas se convirtió en lluvia, lluvia cálida sobre un bosque. Los arpegios ascendentes vibraron, aumentando la intensidad de aquella ola lenta que se iba alzando poco a poco. Y el sol se alzó también en la melodía, un amanecer glorioso que arrancó de la oscuridad al bosque, desvelando sus tesoros: ríos cuajados de diamantes bajo sus rayos, hojas de esmeralda y jade, agitándose como pendones bajo la brisa, un cielo azul de espuma y algodón… y la vida, desde su más reducido estado a la forma más compleja, la vida en las briznas de hierba, en la tierra fértil. En las lombrices del barro y los microscópicos insectos de los árboles, en las musarañas y los ratones, en las hormigas y las arañas, en las culebras, en los gorriones y los petirrojos, en las ardillas y los mirlos, en el águila que surcaba el firmamento con las alas extendidas, dejando oír su grito.

Las lágrimas le arrasaron las mejillas, se estremeció debajo del cobertor. Podía escuchar, aunque no estuvieran sonando, las voces blancas que se unían en un coro a aquella música fantástica. Eran cantos de alabanza a Dios, a los Dioses, a un dios único y multiforme, esa divinidad de fuego y aire que yacía en el corazón de cada átomo, de cada galaxia, cuyo rostro eran las hojas y el lodo, la sonrisa y el llanto, el ser humano y la roca inerte. Era un canto de gloria y de esperanza, de júbilo indescriptible y gratitud.

Apartó la manta y se irguió, limpiándose las mejillas con las manos, buscando con la mirada al profesor. Sus manos se movían con rapidez y precisión sobre las teclas. Tenía el ceño fruncido y un fulgor intenso en los ojos azules. El cabello le caía sobre la frente y le tapaba la cara de vez en cuando, al moverse hacia delante mientras hundía el pie en el pedal o buscaba las teclas más apartadas con todo su cuerpo.

Y entonces, de repente, la música se detuvo.

Gabriel se había detenido, jadeando y con los dedos crispados sobre las teclas. Las miraba, agitado, como si buscara algo.

- No… no, no, no te vayas, notevayas notevayas, ¡NO! – exclamó, y aporreó el teclado con ambos puños. - ¡Mierda! – otro golpe - ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Casi lo tenía!

Cain cerró la boca. La había abierto en algún momento. Se quedó mirando cómo el profesor garabateaba apresuradamente sobre el papel pautado, transcribiendo lo que acababa de tocar. Frunció el ceño y apoyó la barbilla en el respaldo del sofá.

Estaba en casa. Se había salvado. Estaba en casa.

Y no sabía cómo enfrentarse a eso.

De momento, el cansancio y el alivio eran más poderosos que la vergüenza… pero sabía que llegarían, antes o después: La vergüenza, la indignidad, el autodesprecio. Había vuelto a hacerlo, había regresado a aquellos abismos en un momento de debilidad, y todo para ser rescatado. Ni siquiera había sido capaz de liberarse por sí mismo. Y además…

“Dios mío”.

Se tapó la boca con las dos manos y le sobrevino una náusea. Se escurrió de nuevo hacia los cojines del sofá y se tapó con la manta hasta las orejas, controlando la respiración y las ganas de vomitar. Lieren estaba muerto. Había escuchado su cráneo romperse, había visto la sangre que empapaba el colchón.

“Dios mío”.

Su cerebro encadenó los procesos. Muerto, sangre, policía, preguntas, él, Gabriel, el juicio, el arma, las huellas, homicidio, la cárcel. “Testificaré, diré que fue en defensa propia. Eso no puede pasar. Eso no puede suceder, maldita sea, profe…”

- ¡Maldita sea!

Gabriel dejó de escribir y le miró, sorprendido al escucharle.

Cain apartó la manta y se levantó de un salto. Dio un grito y se le doblaron las rodillas, pero los brazos del profe ya estaban ahí para sostenerle, y los ojos azules, vibrantes, con esa nueva llama que bailaba dentro, le observaban con preocupación.

- Cuidado. No puedes andar aún.

Le ayudó a sentarse en el suelo. En la cercanía, su olor a sándalo y madera volvió a abrazarle con calidez.

- Tenemos que volver – le instó, aferrándose a su camiseta.

- ¿Volver? Te has vuelto loco.

- Hay que eliminar las pruebas. Has matado a Lieren, estúpido. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿En qué estabas pensando? ¡Cómo has podido!

Gabriel frunció el ceño, pero  no le soltó, aunque los dedos se crisparon alrededor de los brazos del muchacho. Su voz no perdió ni un ápice de sosiego cuando le respondió.

- No me hagas reproches.

- ¿Qué? – Cain meneó la cabeza, incrédulo - ¡Has matado a un hombre, Gabriel!

- ¿Y qué pasa con eso? ¿Qué es lo que te preocupa, que haya matado al albino o las pruebas?

- ¡Las dos cosas! – exclamó, tirándole de la ropa - ¿Qué te pasa? ¿Es que has perdido la cabeza?

Gabriel pareció meditarlo.

- Es posible. Pero eso tampoco es importante ahora. Tenemos que ver tus heridas.

Se le quedó mirando, sin entender nada. A lo mejor estaba en estado de shock. Si, tenía que ser eso. Gabriel no entendía muy bien lo que había ocurrido, su mente no había procesado los hechos… cuando volviera en sí lo pasaría realmente mal. Se relajó y le contempló detenidamente, mientras su ánimo se apaciguaba y se enternecía su corazón.

- Vale – admitió, finalmente. - ¿Tu estás bien?

Gabriel asintió, apartándole el cabello del rostro. Estaba muy cerca, contemplándole con intensidad. Podía sentir su aliento cálido que se desvanecía, casi rozándole, a pocos milímetros de sí. Quería olerle el pelo y tocarle el cuello. Quería besar los pómulos, las mejillas y el mentón cubierto por un rastro de barba castaña. Le miró los labios.

Gabriel, que parecía ensimismado con los ojos fijos en él, volvió en sí y se levantó, rodeándole con el brazo para cargarle como si fuera un niño. Cain hubiera deseado rodearle el cuello con los brazos, pero ya no era el momento. Ahora no tenía excusas, así que se dejó llevar, fingiéndose más aletargado de lo que en realidad estaba.

. . .

Gabriel:


Aún no podía apartar de su cabeza la armonía. La música le había visitado y después se había marchado. Esa dama esquiva, de vestido blanco, que desaparecía tras las esquinas dejando a su paso únicamente un jirón de tela blanca, el recuerdo del sabor dulce en el paladar y deseo de más. Aquel despertar no completado, aquel coitus interruptus, habría sido motivo de una terrible frustración si Cain no hubiera despertado.

Ahora ni siquiera la música era tan importante. Sólo quería sanarle.

Había vuelto a apoyar la cabeza en su hombro, mientras le llevaba hacia el cuarto de baño. Su cuerpo aún no había terminado de metabolizar los estupefacientes y aún estaba aturdido y débil. Gabriel sabía que no iba a ser un trago fácil, contemplar las marcas de la violencia sobre aquel chico tan raro, tan gilipollas a veces – había que admitirlo -, pero también tan especial. Imaginaba que tampoco sería fácil para él. Por eso, después de atravesar el umbral, dejó al chico dentro de la bañera, con la ropa y todo.

Los ojos verdes parpadearon y le observaron. Él se había quedado arrodillado al borde de la bañera, dudando. No sabía por qué dudaba. No estaba seguro de si era pudor, miedo, ambas cosas o ninguna de ellas. Finalmente, dejó de pensar en tonterías y empezó a quitarle las botas, que ni siquiera habían abrochado en su rápida huída. Al fin y al cabo, le había encontrado desnudo en casa de aquel hijo de puta. Y además, el día que le subió a su casa le había quitado la ropa también. Era absurdo sentirse raro por ello.

Los ojos verdes seguían cada uno de sus movimientos, muy abiertos, sorprendidos.

Tragó saliva.

Ambos estaban en silencio. El eco de sus respiraciones reverberaba en las paredes de baldosines, como si estuvieran en una catedral.


. . .


Cain:

El corazón le dio un salto en el pecho. Gabriel le estaba quitando la ropa. ¿Por qué tenía esa expresión tan trágica?. Estaba muy serio, con el ceño fruncido y ese brillo en la mirada… parecía un poco enfadado y un poco apenado. Más lo segundo que lo primero. Pero no decía nada.

Observó sus manos, mientras le tomaba del brazo con una delicadeza imposible para pasarlo por la manga de la camiseta. Luego hizo lo mismo con el otro y después tiró de la tela. Cain dejó de ver por un momento, mientras la prenda pasaba por delante de su rostro y el tejido susurraba contra su piel.

Cuando quedó desnudo de cintura para arriba, se abrazó a sí mismo, apartando los ojos por primera vez. No sabía de qué quería ocultarse, por qué quería cubrirse. Agachó la cabeza.

Hola, humillación. Sabía que vendrías.

. . .

Gabriel:

El resplandor en los ojos del chico se volvió amargo. Cruzó los brazos sobre su pecho, escondiendo las marcas de dientes, los arañazos y algunos cardenales. No importaba, nunca podría taparlos todos. Tenía señales de violencia en las muñecas, el surco oscurecido de alguna clase de atadura. Algunos pequeños cortes ya se habían secado en su hombro.

“Ojalá estuviera vivo, para matarle otra vez”.

Le desabrochó el pantalón y le pasó un brazo por la espalda para incorporarle un poco y poder sacarlo. Intentó no mirar. Solo vio una suave sombra de vello oscuro, una silueta rosada y después el rastro de sangre seca que le dibujaba un camino entre los muslos.

“Ojalá estuviera vivo para matarle dos veces más”.

Cain cerró las piernas y se inclinó hacia un lado, haciéndose un ovillo en la bañera.

- Vete.

Su voz era un hilo tenue y ahogado, menos que un susurro.

“Se está escondiendo de mí”.

Su corazón se había herido muchas veces. Había perdido a gente querida. Pero no recordaba haber sentido nunca antes tanta ira hacia el mundo como en aquel momento, al ver al chaval que se encogía en su bañera, enroscándose sobre sí mismo lentamente, como una oruga muerta. Apretó los dientes.

- No puedo hacer eso – respondió.

Puso el tapón y abrió los grifos. El agua templada mojó los pies del joven.


. . .


Cain:

Las lágrimas volvían a deslizarse por sus mejillas. Se sentía pequeño, insignificante, sucio y sin valor. Gabriel le trataba como si fuera de porcelana, como si fuera algo a lo que cuidar… y eso sólo le hacía sentir peor. Desmerecedor de tales atenciones. Más sucio, más insignificante, más pequeño.

El agua tibia estaba cubriéndole las piernas mientras los sollozos se empujaban en su garganta. Al contacto con ella, las heridas, aún tiernas, volvieron a escocer. Emitió un quejido leve y volvió a insistir.

- Por favor, vete.

Estar así era patético y horrible. No podía ser más vulnerable de lo que era en aquel momento. Tenía el cuerpo desnudo y el alma desollada, de manera que hasta la caricia más cálida, el afecto más sincero, le provocaban un espantoso dolor.

- No puedo hacer eso… no me lo pidas más – respondió de nuevo el profe, con aquel murmullo contenido.

- ¿Por qué eres tan cruel? – sollozó, en voz baja, suplicando sin dignidad ninguna. Qué mas daba ya. Ni siquiera quería tocar las paredes con el eco de su voz - ¿Es que no ves que me quema la vergüenza?

El agua le llegaba ya a la cintura. Escuchó el chapoteo de algo que se sumergía y luego las gotas escurriéndose cuando salía. El roce blando y rugoso de una esponja se posó sobre su hombro.

- La vergüenza no tiene lugar en esto. Pero si tiene que estar aquí, contigo, entonces estará conmigo también, porque no voy a marcharme.

Las palabras de Gabriel fueron más de lo que podía soportar.

Rompió a llorar, cubriéndose la cara con los puños. El agua se tiñó de rosa con los restos de sangre y las hemorragias renacidas. La esponja húmeda se deslizó por su espalda, unas manos grandes y precisas recogieron el agua para derramarla sobre su cabeza como en un bautismo.

Sabía que estaba muriéndose en aquella bañera. Pero necesitaba morir para volver a nacer.

. . .

Gabriel:

Restañó cada una de sus heridas. Le lavó los brazos y las piernas, los pies y los dedos de las manos. Le limpió de lágrimas el rostro una y otra vez, hasta que las lágrimas cesaron. Hizo espuma en su cabello y escurrió las manos sobre su cuerpo resbaladizo.

Cain se dejó hacer. Cuando empezó a enjabonarle, los ojos verdes volvieron a mirarle, quebrados como los cristales de una vidriera. No había ningún muro ya que le impidiera ver en ellos su herencia de dolor y de amargura.

Cuando el chico se arrojó a él, extendiendo los brazos para enredarlos en su cuello, fue casi un alivio. El agua se balanceó con su movimiento, salpicó la camiseta de Gabriel, se derramó sobre el suelo.

- No voy a poder soportarlo más – confesó Cain, entre las lágrimas, hablándole al oído con una voz que apenas le salía del cuerpo. Estaba aferrado a su cuello con desesperación. – Si vuelvo a caer… si dejo que pase otra vez…no podré soportarlo, Gabriel, no podré, me romperá, lo sé, lo sé…

Le estrechó contra sí, inclinándose sobre el borde de la bañera. Le peinó los cabellos mojados con los dedos.

- No pasará más… - Promesas otra vez. Días antes, le había dicho que todo iría bien, y después le había rechazado de su lado. El recuerdo le provocó una  punzada de amargura – No volveré a fallarte. Ya no.

- Lo siento – dijo Cain.

- Lo siento – repitió él. Le tembló la voz. – Lo siento. Lo siento. Lo sien…

Un roce suave sobre sus labios le interrumpió. Percibió el sabor salado de las lágrimas, el olor del jabón y la delicada textura de una boca que se cerraba sobre la suya, como una pinza de terciopelo en su labio superior.

Se quedó muy quieto, pillado por sorpresa. Luego, un relámpago le recorrió la espalda y se quedó suspendido de un hilo en aquel instante increíble.

El chico le estaba besando.

La sensación de aquel beso era tan vívida que toda la realidad parecía haberse concentrado en él.

“Tranquilo. No hagas nada precipitado, o puedes romper cosas que no tengan arreglo”.

Cerró los ojos y decidió apartarse con delicadeza de sus labios sin dejar de abrazarle. Cain necesitaba consuelo, no otro gesto que pudiera interpretar como rechazo.

Mientras decidía, vio en su mente con claridad cómo ejecutaba las acciones y cómo transcurrían los hechos.

Y mientras lo veía, sus manos se habían crispado y sus labios se estaban abriendo, respondiendo a la caricia con un tacto sobrio y refrenado.

El chico exhaló el aire entre los dientes en un soplo, sobresaltado al percibir su respuesta. Luego, sus labios presionaron un poco más, y su respiración superficial murió dentro de su boca.

“¿Qué demonios estoy haciendo?”

Gabriel sintió otro escalofrío, una descarga eléctrica, cuando la lengua de Cain le tocó. Le tenía sujeto por los brazos y seguramente le estaba haciendo daño de tanto como había crispado los dedos. Los aflojó lentamente, al tiempo que se estrechaba contra él, adaptándose a ese beso y deslizando una caricia húmeda sobre la lengua del chico para responder a su tímida incursión.

Gabriel nunca había besado a ningún hombre. Inconscientemente, comparaba la sensación con las experiencias que había tenido con las chicas. Era distinta, pero no desagradable. Además, le gustaba el sabor de Cain, que era dulce y un poco picante, como la menta.

La respiración de Cain se aceleró. Estaba temblando.

Gabriel dejó de resistirse. Le estrechó entre sus brazos y tomó aire profundamente, hundiéndose en sus labios y convirtiendo el beso sutil y explorador en un dique abierto de pasión reprimida. Se abandonó, y con ese gesto, mandó al infierno a las voces silenciosas que llevaban un tiempo acompañándole y que ahora se habían puesto a gritar. Aquellas que, desde hacía días, habían estado susurrándole sin palabras que lo que ahora estaba haciendo estaba mal.

. . .

Cain:

Hacía rato que no podía pensar en nada. Solo quería que aquel momento no acabara nunca.

“Dios mío, le estoy besando… y él a mí”.

. . .

Gabriel:

Se supone que un hombre normal no hace estas cosas.

Pero Gabriel ya no tenía ganas de engañarse. No después de haber matado a un tío con una escultura china, que en sus manos había creído percibir como una espada de fuego.

Él no era un hombre normal. Y ahora que había asumido eso, iba a besar a Cain hasta que al chico le pareciera bastante.



. . .

©Hendelie

1 comentario:

  1. suplime el capitulo . Intenso , dulce , duro...PRECIOSO .No tengo en mi vocabulario adjetivos suficientes para describirlo.

    Con mucho el mejor de todos . A ratos me rompe el alma y me parte el corazón , que al segundo siguiente , la esperanza y el amor surgen de nuevo .

    La historia , el estilo , los personajes , todo , absolutamente todo me tiene completamente atrapada . Ya es oficial . Estoy completamente enamorada de Gabriel y Cain .

    Muchiiisimas gracias por el capitulo . Sois estupendas .

    Un abrazo .

    Judith

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