lunes, 19 de diciembre de 2011

Flores de Asfalto: El Despertar - XIV

Ariadna


4 de Febrero – Cain


Cuando la puerta automática del hospital se abrió ante él, se sintió como un rockero desafiante entrando a la cárcel tras su primera detención. Hubiera deseado algunos flashes y un público de fans entregados gritando su nombre, pancartas con insultos y un poco más de escándalo. Pero generalmente, cuando un chaval anónimo acude al hospital, lo máximo que puede esperar es la mirada indiferente de celadores y recepcionistas y ser ignorado por el resto de la concurrencia. Cain, en previsión de esto, había vuelto a peinarse con fijador y a maquillarse los ojos, recuperando sus prendas oscuras con hebillas y sus camisetas de red para llamar la atención. Aunque fuera sólo un poquito.

Aquel día se sentía rebelde. Estaba allí casi en contra de su voluntad, y aquel uniforme provocador iba a la perfección con su estado de ánimo. Además, siempre le hacía sentirse más fuerte, más seguro. Por otra parte, que volviera a vestir su antigua indumentaria había parecido irritar en cierto punto a Gabriel, así que el joven se encontraba maliciosamente satisfecho cuando pisó la recepción del centro de salud.

Una anciana le miró, escandalizada. Cain le devolvió una sonrisa burlona.

- Buenos días.

La anciana apartó la vista.

El profesor entró detrás de él con su abrigo largo y el cabello recogido. Se acercaron al mostrador a recoger dos números para las analíticas. Después, Gabriel le puso la mano en el hombro y le empujó con suavidad hacia uno de los pasillos. Cain se zafó de sus dedos con habilidad y le miró de soslayo.

- Puedo andar solo, muy amable – espetó.

- Cain, no seas niño – respondió el profe, sin inmutarse.

“Imbécil, imbécil, imbécil”. Mordió los insultos sin llegar a pronunciarlos y atravesó el pasillo con pasos sonoros y fuertes y las manos en los bolsillos de la cazadora de cuero. Luego subió por las escaleras, camino de la primera planta, manteniendo un silencio hostil y la barbilla bien alta.

La semana estaba resultando un auténtico desastre. Absolutamente.

Por una parte, había conseguido reunir valor para llamar de nuevo a sus amigos. Ruth le había echado una buena bronca, pero había terminado por perdonarle. Samuel era demasiado flemático como para darle importancia a una desaparición de tres días. Berenice, en cambio, se había mostrado tan combativa como era habitual en ella y le mandó a la mierda sin tapujos. Cain sabía que no era rencorosa, pero sus reproches certeros y crudos le habían llegado a herir. “Pasas de todo el mundo, David. Te crees que estás solo en la vida, que cuando tienes problemas la solución es salir corriendo y dejar a todos atrás, sin ninguna explicación. No tienes la menor consideración con los sentimientos de los demás”.

Cain no había sabido cómo defenderse de aquel sermón casi paternal, aunque consideraba que algunas de las cosas que Nice le había echado en cara eran injustas, o al menos, tenían explicación. Pero ella no le dejó hablar y después le colgó el teléfono. Deprimido, Cain intentó no mirar atrás y se centró en buscar trabajo y pasar página de una vez. La búsqueda de empleo fue tan frustrante o más que las conversaciones con sus viejos amigos.

Por si esto fuera poco, el brutal asesinato de Lieren había aparecido en varios periódicos, en uno como parte de un reportaje sobre el crimen organizado, las drogas y la prostitución y en otro en la página de sucesos. En este habían entrevistado al agente al cargo del caso. La policía, dado que la víctima pertenecía a una célula dedicada a la trata de blancas y el tráfico de drogas – cosa de la que Cain no había tenido conocimiento hasta leer esa noticia – consideraba el ajuste de cuentas o el crimen pasional relacionado con el negocio como los móviles más factibles. Aún estaban recogiendo pruebas y habían abierto varias líneas de investigación.

Que el hecho apareciera en los periódicos causó un gran desasosiego a Cain. Cuando intentó hablarlo con el profe, Gabriel se lo tomó con tanta calma que tuvo ganas de golpearle.

- ¿No te das cuenta de que puedes acabar en la cárcel? – le gritó, exasperado.

Pero Gabriel no se inmutó y siguió escribiendo en su partitura.

- No estoy fichado, soy una persona respetable. Lo más seguro es que acaben colgándole el muerto al tipo al que dejaste tuerto.

- ¡Hay huellas mías en el apartamento de Lieren, maldita sea! ¡Y sangre! ¡Y tuyas también! ¿Es que crees que no van a investigarlo?

- ¿Por qué crees que sí? – replicó Gabriel, alzando la mirada de la partitura con un deje amargo en la voz – Esta ciudad está podrida. Hay tantos crímenes que las fuerzas del orden no dan abasto. La policía tiene cosas mucho mejores que hacer que comprobar las huellas del tío que ha quitado de en medio a uno de esos bastardos. Hasta les he hecho un favor. Podrán encerrar a otro de ellos acusándole del crimen y ya habrá dos fuera de las calles por el precio de uno.

Cain no supo qué replicar a eso y tampoco se había sentido con energías para hacerlo. Había algo en el tono de voz de Gabriel que le despertó un hormigueo en el estómago. Hacía ya tiempo que tenía la sensación de que, bajo toda aquella fachada del profe, todo su orden y autocontrol, se ocultaba una persona muy diferente. Y no entendía por qué se empeñaba en fingir algo que no era.

Después de lo que había ocurrido en el cuarto de baño, Gabriel se había comportado como si nada. Si le hubiera rehuido o se hubiera mostrado confuso, Cain podía haberlo entendido. Si hubiera hecho lo contrario, acercarse y abordar la situación, poner las cartas sobre la mesa, Cain lo habría entendido también. Pero la actitud del profe era negarlo de una manera pasiva, actuando de forma natural, obviando ese momento de sus vidas en el que – por mucho que le pesara a Gabriel – habían compartido una intimidad más profunda que un simple intercambio de fluidos.

Y esa era la gota que colmaba el vaso. Para Cain había sido importante y hermoso, pero Gabriel, por lo visto, deseaba que nunca hubiera sucedido. El vaso había rebosado aquella misma mañana, hacía un par de horas. Cain se había levantado y había ido como un zombi a la cocina a beberse el café que Gabriel le hubiera dejado cuando se lo encontró ahí, cruzado de brazos como si le estuviera esperando, completamente vestido y mirando hacia la ciudad a través de la gran ventana del salón. Caín le había preguntado, un poco sorprendido, si hoy no tenía que ir a trabajar. Gabriel le respondió con toda tranquilidad que había pedido el día libre para ir con él a hacerle unos análisis.

- No hablas en serio.

- Claro. ¿Por qué no iba a hacerlo?

Caín había sentido deseos de estrellarle la cafetera en la cabeza. En cambio, logró mostrarse frío y ácido a pesar de la indignación que le quemaba por dentro.

- Y, ¿te importaría decirme en qué momento me he convertido en tu mascota? ¿Tienes transportín para llevarme al veterinario, mi amo y señor? Supongo que es eso lo que soy, si no consideras necesario informarme de las citas médicas que pides para mi sin consultarme siquiera.

- Lo siento, olvidé comentártelo – replicó Gabriel. Pero en su tono no había disculpa.

Cain le miró fijamente, intentando encontrar algo en él. De repente, el jodido profe era un muro impenetrable, una máscara de expresión sosegada y aparente tranquilidad.

- Bueno, es igual, no pienso ir – le dijo, con estudiada indiferencia. Se sirvió el café en la taza y dejó la jarra en su sitio antes de ceder a la tentación de usarla como arma – No necesito análisis. Lieren me tenía con la cartilla de vacunación al día, ¿sabes? A los clientes no les gusto si estoy enfermo.

Con el rabillo del ojo, percibió como se endurecía el semblante de Gabriel y la tensión crispaba su postura corporal. Sonrió a medias. “Tocado”.

Cuando el profe volvió a hablar, su voz sonó un poco más áspera.

- No me pareciste muy sano cuando te encontré en su apartamento. Más bien lo contrario. ¿Sabes qué mierda te inyectaron?

Cain negó con la cabeza. Luego se apoyó en la encimera de la cocina para mirarle.

- La verdad es que no tengo ni idea, pero era buena.

Observó con atención hasta ver el latido bajo la mandíbula del profe, ese tic contenido y suave que ahora sabía que le despertaba cuando estaba aguantándose la tensión y apretaba demasiado los dientes. Se regodeó en su descubrimiento y esbozó una media sonrisa. Le estaba molestando. Mejor.

Gabriel se acercó con pasos lentos pero pesados. Había algo de contenido en sus movimientos cuando le quitó la taza de las manos y la vació en el fregadero.

- Vístete – ordenó, mirándole directamente - Nos tenemos que ir.

El profe sabía que le estaba provocando, pero aun así, sus provocaciones daban en el blanco, así que Cain se negó a claudicar.

- No pienso ir – replicó, desafiante.

- No se trata sólo de ti.

Gabriel había abierto el grifo y estaba secándose las manos con un trapo, dándole la espalda. Cain entrecerró los ojos, pensativo.

- ¿Te preocupa que te haya pegado algo?

- Pues ya que lo dices, sí.

Gabriel no se había dado la vuelta para contestar, pero sus palabras habían sonado aún más secas, casi con un reproche. Cain tiró la cucharilla al fregadero y cerró el grifo.

- Pues hazte los análisis tú y déjame en paz. Además, si tanto te preocupa eso, no te acuestes con chaperos – escupió, enfilando el camino hacia su habitación.

No llegó muy lejos. Unos dedos calientes se cerraron en su muñeca y el profe le obligó a girarse, agarrándole por los hombros e inmovilizándole con una mirada severa y furiosa. Cain se quedó sin aire un momento por la impresión. Se le secó la boca. Una vaharada de su olor conocido le inundó los pulmones. Podía sentir la energía potente que encerraba su cuerpo, la fuerza que emanaban sus dedos. Gabriel tenía un saco de boxeo en su habitación y Cain sabía que había recibido algún tipo de instrucción en combate; se había dado cuenta por sus movimientos y por su físico impresionante. Eso no se mantenía así por sí solo. Sin embargo, la potencia que Gabriel irradiaba iba más allá de lo físico. A Cain le dio la sensación de estar cerca de alguna clase de arma atómica o de una fuerza de la naturaleza contenida y atrapada en el cuerpo de un hombre. Durante unos segundos fue incapaz de hacer otra cosa que mirarle y respirar, inmóvil, despeinado y en pantalones de dormir. Sus manos le quemaban sobre los hombros desnudos y estaba tan cerca que creyó que le besaría. Le pareció leer el deseo en su mirada, detrás del enfado, quizá mezclándose o superponiéndose a él. Estaba casi seguro de que le besaría. Y por poco no fue Cain quien se puso de puntillas para hacerlo… pero su voz le detuvo.

- ¿Por qué hablas como si lo siguieras siendo?

Cain tardó un poco en reaccionar.

- ¿Como si siguiera siendo el qué? – preguntó, con voz plana.

- Eso – Gabriel le soltó de los hombros y dio un paso atrás, pero no dejó de mirarle. Aunque dejó de quemarle con los dedos, seguía haciéndolo con sus ojos – Ya no lo eres. No eres un chapero, y desde luego, no eres de Lieren.

- ¿Ahora soy tuyo?

“Tocado otra vez”, pensó Cain, al ver la reacción del profe. Éste dio dos pasos más hacia atrás y se le desorbitaron los ojos por un momento. Al chico le brincó el corazón en el pecho de pura satisfacción.

- ¡No, maldita sea! No eres de nadie.

- Oh, es que como me tratas como si fuera de tu propiedad… - replicó Cain, haciéndose el inocente y encogiéndose de hombros. Luego soltó el golpe de gracia – Además, creo habértelo oído decir en alguna ocasión.

Gabriel ni siquiera reaccionó esta vez. Sólo se le quedó mirando. Cruzó los brazos lentamente y dejó caer la espalda sobre la pared, después desvió la vista hacia otra parte. Esta ausencia de ira angustió a Cain, que ya estaba a punto de celebrar el hundimiento de su rival… y se sintió un poco infantil de repente. El profe parecía haber recibido un golpe o algo así, hasta había palidecido un poco. Cain intentó entender. ¿Se sentía culpable por algo? Estaba claro que Gabriel no había asumido muy bien lo que había sucedido en el cuarto de baño; más bien no lo había asumido en absoluto. Se lo negaba a sí mismo porque a lo mejor no era capaz de enfrentarlo… quizá se reprochaba lo sucedido como si hubiera abusado de él o algo parecido. “Será idiota”. Si antes había querido golpearle con la cafetera, ahora sentía unos deseos terribles de abrazarle.

- Olvídalo – dijo el profe al fin. – En el fondo tienes razón. Siento haberme extralimitado. Haz lo que quieras.

Cain se mordió el labio. Demonios.

- ¿A qué hora tengo que estar allí?

Gabriel disimuló una sonrisa y Cain se dio cuenta de que ya había claudicado. “¡Demonios! Será…”.

- A las diez. Así que no tardes en vestirte.

Había tardado, pero no lo suficiente. Y allí estaba ahora, aguardando su turno, sentado en una de las horribles sillas de plástico rojas de la sala de espera, con el profe a su lado mirándole de reojo. Cain le miró directamente, con descaro.

- ¿Qué? ¿Se me ha corrido el rímel?

Gabriel elevó un poco el labio superior e hizo una mueca.

- No entiendo qué quieres demostrar.

- ¿Te estoy avergonzando?

Sentados frente a ellos estaban una chica embarazada, una madre con un niño de seis años y un hombre negro de unos cincuenta años que llevaba un sombrero panameño. Todos estaban mirando a Cain con su extraño aspecto de ave nocturna. Gabriel no dijo nada.

El chico disfrutó de unos minutos de silencio y expectación hasta que la puerta se abrió y salió el paciente que estaba en la consulta, con un algodón apretado sobre el brazo. Tras él apareció una enfermera con gafas.

- ¿El número seis, por favor?

- Soy yo.

Cain se levantó con una sonrisa y le entregó a la enfermera el papel con el número impreso que había recibido en recepción. La enfermera le devolvió una sonrisa insegura y le hizo pasar. En el interior había otra mujer, rubia y con el pelo muy corto. Llevaba gafas de montura color rosa y no estaba maquillada. Cain se preguntó si sería lesbiana y se sentó en la primera silla que encontró, desenvuelto y tranquilo.

- Hola, buenos días… David, ¿no? – preguntó, tras consultar la ficha. Cain asintió con la cabeza. Ella le miró directamente, al parecer sin sentirse impresionada por su aspecto - ¿Qué tipo de analítica quieres hacerte?

- Pues verá, mi novio me ha obligado a venir con él – explicó Cain con gran desparpajo – Él es prostituto, ¿sabe? Es el número siete. Y como no ha tenido mucho cuidado últimamente, quiere que nos saquen sangre para ver si me ha pegado algo.

La doctora de las gafas arqueó ligeramente una ceja y carraspeó, asintiendo.

- Comprendo…bien, súbete la manga. Te haré algunas preguntas para comprobar tu historia clínica, ¿de acuerdo?

Cain obedeció dócilmente, subiéndose la camiseta de red. La doctora volvió con una jeringa y le preguntó si se mareaba con las extracciones, a lo cual respondió negativamente. Luego, ella vio las marcas de los pinchazos en el brazo de Cain, aunque no expresó sorpresa ni hizo ningún gesto extraño. Le frotó la piel con un algodón empapado en antiséptico y realizó su trabajo de una manera profesional y limpia, mientras le interrogaba acerca de cosas a las cuales Cain, a falta de respuestas certeras, intentó responder de la manera más cercana a la verdad. No recordaba si había tenido fiebre últimamente, si había sentido picores en las ingles. Sí que estaba seguro de no tener granitos en los órganos sexuales ni notar ardor al orinar.

- ¿Consumes drogas por vía intravenosa, David? – preguntó al final la mujer, cuando sacó la aguja y le colocó el algodón.

No tenía mucho sentido mentir acerca de eso.

- Algunas veces, sí.

- ¿Has compartido jeringuillas?

La miró de reojo, pero la mujer hablaba con naturalidad y no parecía de las que se llevan las manos a la cabeza por cosas como esa.

- No estoy seguro. Quiero decir que… es posible.

Ella asintió y tomó algunas notas, luego alzó la mirada y sonrió, tan aséptica como sus gasas precintadas.

- Muy bien, David. Puedes venir a recoger los resultados la semana que viene.

Cain sonrió a la mujer y regresó a la sala de espera. La enfermera de gafas salió tras él y llamó al número siete. Gabriel se levantó y pasó a la consulta. “Ahí va mi novio el prostituto”, pensó el chico, aguantándose la risa. Luego se sentó a esperarle en el lugar que él había dejado libre, el otro había sido ocupado por una niña pequeña. Cuando sus miradas se cruzaron, ella sonrió.

- Hola.

Cain nunca había sabido tratar a los niños. No le gustaba entretenerse en los recuerdos de su infancia, que eran difusos y estaban distorsionados, por lo que no estaba seguro de recordar cómo era ser niño, y nunca había sentido la menor cercanía hacia esas personas en miniatura que se comportaban de manera extraña y cuyos procesos mentales no entendía. Echó un vistazo a la cría y trató de determinar su edad, pero no fue capaz. Lo mismo podría tener ocho años que doce, para él la diferencia era inexistente.

- Hola – respondió, ya que ella no dejaba de mirarle.

La chica estiró la mano y se la ofreció con una sonrisa traviesa. Entonces Cain se dio cuenta de que su pelo rubio y rizado era una peluca. La niña no tenía cejas y llevaba una de esas batas horribles de hospital, en los pies calzaba unas pantuflas rosas de Hanna Montana.

- Me llamo Ariadna.

Cain le estrechó la mano, devolviéndole al fin una sonrisa suave. Una cosa era que no le gustaran demasiado los niños y otra no sentirse conmovido por algo como aquello.

- Yo soy Cain.

La chica sonrió más al escucharle y se acomodó de lado en la silla para poder mirarle más directamente mientras hablaban. Tenía los ojos oscuros, circundados por unas suaves ojeras azuladas, pero por lo demás, irradiaba vitalidad y entusiasmo.

- ¿Eres el compi de piso de Gabriel? – preguntó ella, bajando un poco la voz. Cain hizo un gesto de extrañeza, pero ella aclaró sus dudas rápidamente – Es que es amigo mío. Una enfermera me ha avisado de que le había visto por aquí y he salido a ver si os encontraba.

- Vaya – Cain carraspeó, un poco azorado ante la desenvoltura de Ariadna – Sí, vivo en su casa. Pero le pago el alquiler.

“¿Amiga? ¿Desde cuando los tíos de cuarenta años son amigos de niñas pequeñas? Seguro que es una hija ilegítima o algo así”, pensó. Estaba analizando los rasgos de la chica, en busca de algún parecido, cuando ella volvió a hablar.

- ¡Cómo me gusta tu pelo! Pareces el cantante de Tokio Hotel.

Cain hizo una mueca.

- Ni de coña, ¿en serio? - Ariadna se rió, asintiendo, y Cain trató de aplastarse el pelo sin mucho éxito. - ¿Cómo es que conoces a Gabriel? ¿Es familia tuya?

Ella negó con la cabeza.

- No, es amigo mío.

- ¿Qué clase de amigo?

La pregunta había sonado un poco brusca, pero a la niña no pareció importarle. Solo se encogió de hombros, abrazándose las rodillas. Había subido los pies a la silla.

- No sé. ¿Cuántas clases de amigos hay?

Cain no supo responder a esa pregunta.

- Yo tampoco lo sé – admitió. Se cruzó de brazos, pensativo, mirando la puerta. – Es raro que nunca me haya hablado de ti.

En realidad, no era raro. Gabriel era como la luna, le mirase desde donde le mirase siempre estaba dando la misma cara, pero parecía imposible atisbar lo que se ocultaba detrás. Gabriel no le había hablado apenas de Sara. No le había hablado de su trabajo. Tampoco de Ariadna.

- ¿No lo ha hecho? Pues a mí si me ha hablado de ti. Cuando viene a visitarme los viernes, hablamos de todo un poco - comentó la niña, pensativa – Él me habla de la música, de Sara… también me ha hablado de ti. Yo no tengo mucho que decir, vivir en un hospital no es de lo más emocionante, pero si he tenido alguna aventurilla, también se lo explico. O le leo mis cuentos. Escribo cuentos, ¿sabes?

“Los viernes”, pensó Cain, negando automáticamente a la pregunta retórica de la niña. Había dado por hecho que Gabriel pasaba los viernes con su novia. ¿Acaso no lo hacía? Les había visto en aquel restaurante. ¿También venía a ver a Ariadna?

- ¿Eres la hija de Sara? – preguntó, un poco al azar.

- No, qué va – respondió ella, riéndose. Se le movió la peluca y se la colocó bien con toda naturalidad – No, ni siquiera la he visto nunca. Aunque personalmente, creo que Gabriel debería dejarla de una vez.

Cain reprimió una sonrisa, levantó la ceja y asintió.

- Estoy de acuerdo con eso. Yo sí la he visto.

- ¿Es guapa?

Cain hizo un gesto con la mano y esbozó una mueca de desagrado.

- Bah, regular nada más.

- Sí, ya, seguro.

Ariadna se echó a reír, y Cain la miró de reojo con extrañeza. La cría le observaba con aire burlón, como si supiera exactamente… cielos, ¿Lo sabría? ¿Cómo podía saberlo? ¿Se le notaría mucho? Tal vez era evidente que Gabriel – a pesar de ser un idiota y un gilipollas – le gustaba a rabiar. Y que estaba celoso, sí, enfermizamente celoso de Sara, que era una mujer preciosa y que, aunque Gabriel no sentía nada por ella…estaban juntos, le llevaba a cenar, aceptaba ir a sitios que odiaba por ella, se iba a la cama con ella. Se la imaginó desnuda, despeinada, gimiendo debajo del cuerpo de Gabriel, arañándole los hombros, retorciéndose de placer. Se lo imaginó a él, diciéndole las cosas que le había dicho a él, besándola, tocándola. Un latigazo de rabia le sacudió el estómago.

- En realidad es muy guapa.

Ariadna no dijo nada más, se había quedado mirándole. Cain se imaginó que había puesto alguna cara rara. Por suerte, la puerta se abrió en ese momento, la enfermera llamó al número ocho y Gabriel se plantó delante de ellos, con el abrigo en un brazo y sujetándose el algodón en el otro.

- Listo. Ah, ¿os habéis presentado?

La niña asintió, Cain también.

- Sí, y hemos decidido que tienes que romper ya con Sara – dijo Ariadna.

Cain desorbitó los ojos y se volvió hacia ella, lívido, pero la chica se estaba riendo y Gabriel no parecía molesto, sólo un poco hastiado.

- ¿Ya estás otra vez con eso?

La espera en la sala, los turnos para los análisis y la presencia de Ariadna habían conseguido que el ambiente tenso y enrarecido que flotaba entre él y el profe se despejara. Cain aceptó la tregua, reconociendo en su fuero interno que la decisión de acudir al hospital, aun tomada sin su consentimiento y a pesar de la manipulación soterradas de Gabriel, era la mejor. En realidad tenía muchas posibilidades de haber contraído alguna enfermedad venérea, así que no estaba de más confirmar que todo estaba bien. El profe también tenía un semblante más tranquilo; al parecer, la doctora presuntamente lesbiana no había hecho ningún comentario irritante a Gabriel. En cierto modo era una lástima, por otra parte, se alegraba.

- Vamos a acompañarte a tu cuarto – dijo Gabriel, después de aguantar unos minutos del parloteo de la niña.

El profe le tendió la mano y Ariadna la cogió. Luego, ella miró a Cain con sus enormes ojos oscuros y le ofreció la otra y una sonrisa chispeante. Cain sabía que esa niña era demasiado mayor como para ir de la mano, sin embargo, tras un instante de duda, estrechó los dedos de la chica entre los suyos. Estaban frescos y suaves. Ariadna echó a andar, tirando de ambos con decisión.

Cain no habló mucho durante el trayecto. Atravesaron pasillos, subieron en el ascensor y cambiaron de planta casi paseando, deteniéndose de vez en cuando para saludar a una enfermera o a un celador. La niña conocía a mucha gente allí. La llamaban por su nombre. Algunos también parecían conocer a Gabriel. Se dio cuenta de que el profe mostraba una cercanía casi familiar con la pequeña, lo cual quedó confirmado cuando, al llegar a la habitación de Ariadna, se disculpó y se fue aparte a hablar con el médico que la estaba esperando.

Allí, en la habitación de una cría enferma de cáncer, Cain se sintió fuertemente sacudido por la realidad. Con una alegría inexplicable, Ariadna le mostró sus pelucas – una de Madonna, una de Cher, una de Olivia Newton-John, una de Amelie – sus botes llenos de pelotas de goma y los cuadernos en los que escribía sus cuentos. Mientras la escuchaba, tenía la tentación de preguntarle por qué estaba tan contenta a pesar de todo. La admiró y deseó tener su fuerza. En comparación con la situación de Ariadna, huérfana y enferma, sus desgracias le parecieron, de repente, pequeñas catástrofes cotidianas sin la menor importancia y su propia actitud ante ellas, excesivamente dramática, cobarde y débil. Una emoción profunda y una poderosa determinación de mejorar su propia vida se le despertó en el alma en aquel cuarto de hospital decorado con colores vivos, lleno de personalidad y de vitalidad.

Cuando Gabriel regresó, Cain ya no estaba enfadado en absoluto. Estuvieron un rato más con Ariadna y después se despidieron de ella y regresaron a casa.

Gabriel se sentó delante del piano. Cain, después de quitarse el maquillaje y ponerse unos vaqueros y una camiseta normal, se dispuso a salir de nuevo a buscar trabajo. Antes de hacerlo, se detuvo a escuchar un rato la música del profe, y cuando él hizo una pausa, reunió el valor suficiente para decirle algo a lo que había estado dándole vueltas todo el trayecto.

- Sabes, la niña tiene razón.

Gabriel alzó la mirada. Se rascó la cabeza con el lápiz, confuso, y se despeinó un poco. Cain pensó que le resultaba encantador en ese momento preciso, por muy gilipollas que fuera (y estúpido, e idiota).

- Ariadna suele tener razón a menudo, pero ¿a qué te refieres en concreto?

- Deberías dejar a Sara cuanto antes.

Gabriel se le quedó mirando varios segundos, con la duda dibujada en la mirada, muy al fondo. Luego negó con la cabeza y volvió la atención a la partitura que estaba escribiendo.

- No es el mejor momento. Ella no está bien… y además, vamos a intentar arreglarlo.

- Gabriel, no vas a poder arreglarlo – insistió Cain. Pronunció cada palabra con calma y con claridad. – No puedes obligarte a querer a alguien a quien no amas. Eso no funciona. ¿Por qué no eres sincero con ella?

- Porque no es el momento – respondió el profe con indiferencia.

Dejó la partitura en el atril y comenzó a tocar, pero esta vez, Cain no dejó que la música le transportase fuera de la realidad en un arrebato soñador. Sabía que él estaba usándola de barrera, escondiéndose detrás de las notas melódicas y dulces.

- ¿Y cuándo va a ser el momento? Por favor, escúchame. Gabriel, no hagas esto. Me estás ignorando porque sabes que tengo razón, y esto es importante. Si no lo haces tú… - El profe, que efectivamente, estaba ignorándole, pisó el pedal de resonancia y la música se elevó, más potente, reverberante. “Demonios”. Irritado, Cain se acercó en dos zancadas y golpeó con las dos manos sobre el teclado, destruyendo la hermosa armonía. - ¡Si no lo haces tú, lo haré yo!

Gabriel apartó los dedos y le miró, con el ceño fruncido.

- Pero, ¿se puede saber qué mosca te ha picado, chaval? ¿A qué viene esto?

Cain sintió que los ojos le empezaban a arder, al borde de las lágrimas. ¿Cómo podía explicárselo? No encontraba las palabras, el modo de hacerlo sin parecer un completo imbécil. Hubiera querido decirle que, al conocer a Ariadna se había dado cuenta de lo corta que era la vida y de cómo la estaba desperdiciando. Que él, Gabriel, también la estaba desperdiciando, unido quizá por la costumbre a una persona a la que no amaba. Que había tocado el cielo con los dedos cuando el profe le besó, que cuando hicieron el amor sobre la toalla le había salvado y le había hecho libre. Que aquello había sido hacer el amor porque él le amaba, pues si eso no era amor no sabía qué otra cosa podía ser. Y que creía firmemente que eran almas gemelas.

Se lamió los labios. No era tan difícil, podría resumirlo todo en una frase. “Deja a Sara y quédate conmigo”. Reunió todo su valor, inspirado por el ejemplo de Ariadna. Tomó aire.

- Deja a Sara… - comenzó, con un nudo en la garganta. La voz le tembló un poco – deja a Sara y…

El momento estaba ahí. Gabriel le estaba escuchando, sus ojos azules fijos en él con expresión entre preocupada y curiosa. Y entonces, a pesar de que el profe era un gilipollas, sí, y era estúpido y a veces idiota… aunque Gabriel no era perfecto, de repente se vino abajo, sintiéndose absolutamente indigno de su amor. ¿Qué iba a ofrecerle él? No era más que un chapero de tres al cuarto, un drogadicto… bueno, quizá ya no lo fuera en su alma, pero no había demostrado nada. No había dado ningún paso. Estaba en punto muerto. No tenía nada que ofrecer y no se sentía con derecho a pedirle nada. Esa certeza se le clavó en el alma y la ola en la que se había elevado, bajó, dejándole de vuelta en la orilla, con los pies en la tierra y la sal en los ojos.

- Deja a Sara y no pierdas más el tiempo.

Se dio la vuelta, sintiendo la mirada perpleja del profe en su nuca. Cogió las llaves y salió de casa. Tenía que buscar trabajo. Con un poco de suerte, quizá necesitaran a alguien para freír hamburguesas o hacer encuestas telefónicas en el centro de la ciudad.


. . .

©Hendelie

1 comentario:

  1. MUY MUY MUY bueno el capítulo . La frase "No puedes obligarte a querer a alguien a quien no amas. Eso no funciona"es una gran verdad de la vida.Como siempre el capitulo intenso y conmovedor .
    Muchas gracias por compartir esta historia con nosotros .

    Un abrazo .

    Judith

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