miércoles, 14 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XIX: Alta Mar



19.- Alta Mar


El viento le agitaba los cabellos. El mar era una inmensidad negra de sal y espuma, extendiéndose en todas direcciones. No se veía nada mas allá. Sólo el inmenso y oscuro océano, circundando el navío que se mecía cabalgando el oleaje, y el inmenso y oscuro cielo donde las estrellas hablaban de infinitud y eternidad. Driadan de Nirala, que había sido príncipe y esclavo, contemplaba las aguas y el firmamento, con los codos apoyados en la proa y la mirada perdida, sintiéndose insignificante.

Llevaban un mes de viaje. El día que embarcaron, después del fuego y el acero, en el viejo puerto del Sur nadie dijo nada, aunque varios marinos y vigilantes unían sus cabezas en murmuraciones y secretos. No eran tripulantes habituales: una veintena de hombres, una mujer sin lengua, un sureño que ocultaba una mano herida bajo la capa y dos muchachos, uno de ellos con el semblante vacuo y aterrado de los dementes. Cuando izaron las velas y se hicieron a la mar, aquella nave parecía uno de aquellos barcos que caían presa de la peste o la plaga, en los que nadie hablaba, a los que nadie miraba. Dos días después, la voz de Ioren pareció resucitar a la extraña tripulación.

Declaró que el barco se llamaba Venganza. Declaró que la mujer sería llamada Perfidia. Que pertenecería a quien la quisiera en cada momento, y que si nadie la usaba, sería arrojada al mar. La Sharin gimoteó al principio, lloró y exhaló extraños aullidos desde su boca sin lengua. Ahora se acurrucaba en los rincones, peinándose los cabellos blancos y rehuyendo las miradas como un animal salvaje, dejándose arrastrar a las bodegas cuando algún tripulante necesitaba desahogarse.

Driadan no sabía qué había sido de Malavani. Ioren le había preguntado qué quería hacer con él, y el príncipe no quiso saberse nada. Una noche, se escucharon sus gritos, y al día siguiente, el Rojo llevaba al cuello un collar con diez huesos cortos, articulados, falanges blancas y brillantes a la luz de la luna. Nadie preguntó. Respecto a Cisne, Driadan había decidido conservarle con vida por algún motivo que ni él podía explicar.

Era asqueroso. Era una criatura cobarde y retorcida, que ahora se ocultaba tras su locura, un débil que había tendido su cuerpo en camas ajenas y lamido el sudor en la espalda de quien había requerido sus atenciones. Pero no eran tan distintos. ¿Acaso no había hecho él lo mismo? Mirarle, tenerle cerca, le recordaba los parecidos y las diferencias entre ambos. Le recordaba lo que había vivido y consentido, pues podía haberse quitado la vida antes que humillarse de tal manera. No sólo Cisne, en realidad. Todo y todos.

Los tripulantes, que habían sido esclavos, le trataban con distancia y precaución. Ellos habían hecho girar las ruedas y habían arado la tierra, prensado el vino y teñido las telas. El sudor del que otros se habían apropiado procedía del esfuerzo y del trabajo, no del calor de las mantas ni de los brazos lascivos. A Driadan se lo habían robado todo. La grieta en su pecho era un abismo sin fondo que exudaba niebla negra, densa y espesa, continuamente, bajo la que yacía enterrado. A él le habían robado su cuerpo, su placer, sus reacciones y sus sentimientos. Se bañaba a diario, frotándose con agua de mar en las bodegas hasta sangrar. Mientras todos dormían abajo, acurrucados y mezclados, el lo hacía en el cuarto estrecho donde se amontonaban los remos rotos, cerrando por dentro. Cuando alguien le tocaba accidentalmente o para llamarle, daba un respingo y se tensaba. Y mientras todo el mundo compartía las labores, a él nadie se atrevía a pedirle ayuda para acarrear, para limpiar o para hacer nudos. Estaba empezando a convertirse en un fantasma.

Se inclinó hacia las aguas, entrecerrando los ojos. No, no lo era. Alguien le estaba mirando, y sentía sus ojos en la nuca, su presencia en el silencio.

Con un gruñido, escupió al mar y se encaramó a la proa.

Estaba herido. Estaba roto. Fue un príncipe y ya no era nada.

¿Como iba a entenderse? ¿Cómo entenderle a él?


. . .



Le vio subir al mástil, el viento enredándole los cabellos y los pliegues de la túnica golpeándole los tobillos. Bajo la luz nocturna, la figura solitaria que se tendía hacia el mar. No tardó más que cuatro zancadas en alcanzarle y asirle por el brazo, bajándole y dejándole caer sobre la cubierta de madera.

- No me toques - escupió la mirada carmesí. - No me mires. Déjame desaparecer.

- No.

No le entendía. Jamás podría, estaba seguro. Solo que nunca había querido hacerlo, y ahora sí.


. . .



Sus ojos oscuros y profundos le atravesaban, le abrían en canal. Maldito fuera siempre. No es que ya pudiera ocultar su vergüenza o su debilidad, pero lo intentaba. Lo intentaba a pesar de todo, queriendo investirse de trágica dignidad. Eso no servía delante de Ioren. Tenía la sensación de que le desnudaba, como las viejas brujas que abrían las aves para leer en sus entrañas los secretos. Siempre la había tenido, siempre. Por eso le odiaba. "Mi debilidad, mi angustia, mi pequeñez". Y sin embargo, era el único que había podido consolarle con su rudeza. Deseaba que le agarrara, que le arrastrara a alguna parte y apartase los fríos sudarios con sus caricias y su aliento salobre.

Pero ahora no era capaz de provocarle. No se atrevía a exigirle eso.


. . .


No se atrevía, aun así, a volver a tocarle. Le había dicho que no lo hiciera, y deseaba ignorarle como su naturaleza le dictaba. Deseaba levantarle entre los brazos y encerrarle en ellos, llevarle a los camarotes y tenderle sobre un jergón. Sacarle la túnica y limpiar con sus manos y sus besos todas las huellas que le habían imprimido. Consumirle hasta que sólo pudiera pensar en él. Borrar sus recuerdos amargos.

Pero descubrió que no se atrevía.

La mirada carmesí eran puñales en llamas, amenazas veladas.

- No puedes desaparecer.

- No eres tú quien decide eso - escupió Driadan, incorporándose. Los cabellos oscuros se rizaban junto a su rostro congestionado y lívido, furioso - Todo es culpa tuya. Es culpa tuya.

"Sí. Lo es. De nuevo." No iba a poder arreglarlo, no esta vez, como tampoco pudo hace años, cuando ofendió a los Dioses. ¿Era él su castigo, el tormento que le habían enviado? Debía serlo, pero no apartaría aquel cáliz, y no le dejaría huir. Un dolor frío le atravesó el estómago, aunque no mudó el semblante.

Tenía que ser su prueba, era la única explicación.

- No puedes desaparecer. Tienes un destino que cumplir.


. . .



Rió, con una carcajada seca y venenosa. Rió por no estallar en un sollozo violento, se pasó las manos por la cara. "Tengo tanto frío sin ti... necesito tu consuelo, maldito seas, que me torturas". Lo pensó, y cuando entreabrió los labios trémulos para decirlo, las palabras le traicionaron.

- Te odio, al infierno tu destino - siseó con rabia congelada - No vuelvas a tocarme. No me mires. Déjame desaparecer.

- No.

- ¡No me toques! - insistió, rechinando los dientes, apretándose contra la madera del casco.

Dioses, no se entendía a sí mismo, ¿cómo iba a entenderle él?

Y entonces, creyó que al fin, lo hacía. Cuando la mano ruda se cerró en su túnica y le aferró, cuando sintió la aspereza de sus dedos en la nuca y la presa firme de su abrazo en torno a su cintura.

- No - musitó Ioren en su oído, con un tono desesperado que se le clavó en el alma.

Mientras forcejeaba con aquellas cadenas de carne ruda y viril que le mantenían preso, las lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas. El alivio inundó su alma y se aferró a esa sensación mientras trataba de apartar de sí al hombre del mar, sin decir nada esta vez. El sollozo le hizo contraerse, de dolor y liberación.


. . .



No le entendería, jamás. Quería hacerlo pero no podía. Quería sanar sus labios y su piel, inundarle con su semilla candente y templarle en su sudor, tocarle como lo había hecho antes, arrancarle los malditos harapos con los que cubría su extraña alma. "No me toques", había dicho, y él no lo estaba haciendo... así que interpretó que le estaba llamando. El lenguaje de Driadan era incomprensible. Nunca le había importado lo que tuviera que decir, pero ahora que le importaba no podía leer sus malditos jeroglíficos.

Aún no le había besado, pero ya le mordía el ansia de su sabor en la lengua y el paladar, cuando le sintió estremecerse entre sus brazos, forcejeando. Escuchó el sollozo y las lágrimas le mojaron el pecho desnudo. Nunca le habían importado sus lágrimas. Pero ahora que sí le importaban, no pudo soportarlas. Tragó saliva y le soltó lentamente. "Le estoy haciendo daño".

Lo que Driadan había vivido... por lo que había pasado... era normal que no quisiera que le tocara, ¿no? Por eso lo repetía. No era una llamada. Por eso lloraba, porque estaba haciéndole daño.

- Ve adentro - susurró en tono bajo, sin mirarle.

El chico tardó un instante en responder.

- ¿Qué?

- Ve adentro - repitió. - No puedes desaparecer.


. . .



El alivio vino y se fue cuando él le soltó. "¡¡NO!!", quiso gritar. Quiso lanzarse a su cuello, estrecharle con sus brazos... pero ¿cómo iba a querer Ioren algo así? Nirala era una criatura despreciable y ensuciada por muchos, que se había sometido a lo más bajo. Ni siquiera era Driadan ya. Ioren no quería sus brazos, no quería nada de él... solo que siguiera viviendo para cumplir su destino con él.

La grieta en su corazón volvió a aullar.

Arrastrando los pies, Driadan se dirigió a los camarotes. No necesitaba morir; ya estaba muerto.



. . .

© Hendelie

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