miércoles, 14 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XVIII: El fin del verano


18.- El fin del verano

En el jardín, los esclavos y los centinelas apuraron sus viales, chasqueando la lengua después, con las miradas vueltas hacia el firmamento. Se despedían del sol. Algunos, para siempre.

Ioren contó mentalmente. Desgranó cada número hasta la centena y aguardó, con la tensión de la anticipación. Aguardó a que el primer guardia frunciera el ceño y se tambalease, a que extendiera una mano ante su rostro. Antes de que exhalara el grito de alarma que amenazaba con surgir de su garganta, lo hizo. La ira bramó en sus venas cuando se movió, veloz, y arrancó el sable de la cintura del hombre. Al menos tendría algo de honorable atravesarle la garganta si aún no se derrumbaba al suelo cuando lo hiciera. Y lo hizo. Su sangre le salpicó el rostro, y el guardia se mantuvo en pie unos momentos antes de caer, deslizándose a lo largo de la hoja y liberándola. No era el único. El sonido de cuerpos desplomándose llegaba de cuando en cuando, desde un sitio y otro. En las murallas empezaban a escucharse apagados gritos. Quejidos y llamadas de socorro.

- ¿Qué es esto? Malditos... - jadeó el otro centinela, cayendo de rodillas.

El palacio parecía presa de una extraña maldición. Los lacayos sentían cómo las fuerzas les abandonaban. Los capataces gemían al descubrir que las rodillas se les doblaban y que cada movimiento se les antojaba imposible, incapaces de coordinarlo, de realizarlo. Algunos apenas podían respirar. Los chambelanes se derrumbaron como montones de arena en los pasillos. El mozo de cuadras se cayó de boca en el montón de heno. Los dedales de cristal habían sido apurados.

- Listos - dijo Ioren, mirando a los esclavos.

Actuaron deprisa. Sólo eran diez centinelas, ellos eran veinte. La ventaja que podría suponer estar armado y libre frente a rivales encadenados y sin armas no significaba nada ya. El veneno hacía su efecto.

- ¡No veo! - gritó un soldado.

- Mis... mis piernas...

Espasmos, parálisis y pérdida de visión. Eran los primeros síntomas.

- Feliz otoño - dijo Kiram, con una risilla aguda, mientras sacaba un cuchillo de trinchar de su túnica y atravesaba el ojo del incauto soldado que intentaba desenvainar.

Aún cargados de cadenas, los hombres extrajeron sus armas improvisadas de los ropajes. Eran instrumentos de cocina, pero era suficiente para aquel primer enfrentamiento, mientras los enemigos se tambaleaban e intentaban oponer resistencia, ciegos, temblorosos e incapaces de coordinar sus movimientos. Uno tras otro, cayeron, aun sin haber comprendido por qué maldito designio del destino sus días llegaban a su fin a manos de esclavos armados con cubertería.

- Llaves, ya - ordenó Ioren.

Fernos le arrebató el arma a otro guardia que empezaba a gritar y le silenció de un tajo. Asintió. Todos asintieron. Levantaron los rostros, con los ojos llameantes, mientras Qilem rebuscaba en las bolsas de los muertos la llave de las cadenas.

- Rápido.

La voz de Ioren era pausada, seca, serena. Se mantenía erguido, con el sable ensangrentado entre las dos manos unidas por las esposas, la mirada vuelta hacia el palacete. Qilem corrió, con el manojo de ganzúas tintineando entre los dedos, y fue soltando los grilletes uno a uno. Los hierros cayeron sobre la hierba del jardín fragante, uno tras otro. Algunos recogieron los sables de los centinelas muertos, y una vez que todos estuvieron liberados, sólo entonces Qilem soltó al Rojo. Cuando sus cadenas se desprendieron y rebotaron contra el suelo, todos le observaron.

Miradas ardientes. Soldados, guerreros, combatientes. Ioren empuñó dos espadas e hizo girar el cuello, desentumeciendo los músculos y respirando profundamente una vez antes de asentir con la cabeza.

- Vamos. Grupo de Beonar, a murallas.

- Bien - dijo el grandullón canoso, haciendo un gesto a algunos más - ya habéis oído, vámonos.

- Grupo de Fernos, palacio. Nos reunimos dentro. No dejéis vivos.


. . .


Cisne lloraba en silencio, agarrado a las cortinas. Jamás pensó que vería algo así. Nunca creyó que sería cómplice. En el suelo de la terraza, los Shas y la Sharin se habían desmoronado como si las piernas no les sostuvieran. Ahora resollaban y gritaban, revolviéndose en espasmos de cuando en cuando. El Sha Nuredil tenía los ojos en blanco y convulsionaba. La enorme barriga y la papada se agitaban como gelatina mientras se ahogaba en su propia saliva, golpeándose la cabeza con el suelo al temblar violentamente. El Sha Malavani intentaba trepar, sujetándose a las columnas de la balaustrada, tensando la mandíbula y moviendo la cabeza involuntariamente en ocasiones, con el pelo teñido derramándose sobre su cuerpo encorvado, estremecido. Nirala permanecía acodado en la barandilla, de pie, tranquilo, mirando el jardín.

- ¡Dioses de la arena! ¡¿Qué traición es esta?! ¡No puedo ver!

- Nirala... - murmuró Cisne - Nirala, dame la hierba. Por favor.

- ¿Qué hierba?

- El antídoto.

- ¿Antídoto para qué?

- ¡No finjas! - gritó Cisne, desesperado ya, tirando de las cortinas. - ¡Sé lo que me hiciste en las bodegas! ¡Me diste uno de tus venenos!

- ¿Veneno? - resolló Melior, tratando de levantarse, con un resplandor furioso en la mirada - Bastardo...

- ¡Dijiste que si quería sobrevivir te ayudara, y te he ayudado! - insistió el chico moreno.

Nirala se dio la vuelta y miró a Cisne, negando con la cabeza. Luego se rió.

- Necio. No te envenené. Te metí un puñado de especias en la boca.

- ¡Mientes! No me siento bien... - parpadeó el chico, incrédulo.

- Porque estás asustado - replicó Driadan con una media sonrisa cruel. - El miedo te hace enfermar. Te engañé, te hice temerme y por eso has obedecido.

Nirala se acercó y le colocó las manos en las mejillas, mirándole fijamente.

- Aquí tienes el antídoto - dijo. Luego añadió, separando cada palabra - No estás envenenado.

El Cisne abrió los ojos como platos y se atragantó con su propio aliento. Desembarazándose de sus manos, corrió a un rincón, vomitando, riendo y llorando a la vez, aferrándose a la pared con las uñas. La risa cruel de Driadan sonaba en la sala, más allá de las criadas temblando en el suelo como anguilas en una red, contrayéndose con los efectos de la dolencia.

- ¡Por qué! - sollozaba la Sharin - ¡Maldito seas! ¡Por qué!

Luarah volvió el rostro hacia Driadan, agarrándole del bajo de la toga. Apretaba los dientes y la espuma se escurría por sus comisuras. Se había despeinado, y un pendiente de brillantes yacía en el suelo. El chico la observó, y los ojos rojos destellaron.

- ¿Por qué?

Se apartó, lanzándole una patada al vientre, rodeando a las tres figuras, acechándolas como un lobo hambriento.

- ¿Por qué? Sabrás por qué, Sharin. Lo sabrás en tu propia carne antes de morir.

- ¡NO!

- ¡Por ciento veintiocho días de esclavitud! - gritó, furioso, golpeándola de nuevo. - ¡Por ciento tres noches arrastrándome en la cama de tu padre y de tu primo! ¡Por tu falsa cara de madre apenada cada vez que me enviabas a sus habitaciones! ¡Por cada maldita vez que me he arrodillado! ¡Por cada gesto condescendiente! ¡Por las monedas de oro que pagaste por nosotros! ¡Por todo, zorra presuntuosa!

Luarah gemía y sollozaba, intentando cubrirse con las manos mientras las patadas llovían sobre su cuerpo convulso. Cisne y Melior observaban la escena, perplejos, y Driadan sólo podía seguir y seguir, atacarla con los pies, levantarla del cabello, jadeando, para descargar el impacto de sus rodillas en su vientre, entre sus piernas, hasta que una densa mancha roja se extendió sobre el precioso vestido blanco y  la sangre corrió por su rostro hinchado.

- Basta... basta...

- ¡Nadie me escuchó cuando yo dije basta! - replicó Driadan, arrojándola al suelo y descargando su furia, pese a estar resollando como si no pudiera más.

Entonces se abrió la puerta. Cisne volvió la cabeza, sobresaltado, y le vio. Entrando a la sala, avanzando hasta la terraza, enorme y con los cabellos llameantes oscilando sobre los hombros, en la espalda. Con la mandíbula apretada y los ojos azules fijos en el Sha Malavani, el rojo caminaba como una tormenta furiosa, libre de ataduras y con una espada teñida de carmesí en cada mano, colgando a sus costados. En su mirada ardían todos los infiernos, llamaradas de rabia aplastante que se enredaba en el aire a su alrededor. Una bestia roja y descomunal, heraldo de la condena y la destrucción. Cisne perdió el aliento por un instante, antes de caer de rodillas y exhalar una risotada desquiciada entre las lágrimas.

Nirala se apartó de la Sharin, resollando, y volvió el rostro hacia Ioren. Siguió su mirada hacia el hombre de los cabellos teñidos. Malavani se pegó a la balaustrada, convulsionando.

- No...  - sollozaba la muchacha aún, rendida y bañada en sangre y lágrimas - Padre... no...

- Espera... espera... - Malavani miró hacia atrás, como si sopesara la opción de arrojarse al vacío - ¿Qué vais a hacer?

El Rojo estaba ya frente a ellos. Le tendió uno de los sables al príncipe, que lo cogió al instante, apretando los dedos en la empuñadura.

- Fuego y acero - dijo Nirala, mirando al hombre del mar.

- Fuego y acero - dijo la voz suave de Ioren, como un susurro rasposo, antiguo y aterrador.

Cisne se encogió sobre sí mismo, cubriéndose el rostro con los brazos. Tembló y rió, mientras escuchaba el canto del metal atravesando la carne, el desgarrador grito de la mujer, los aullidos del hombre aún consciente, los húmedos sonidos de la carne lacerada, de los huesos al quebrarse, y el olor de la sangre inundaba sus pulmones, desgarrando los restos de su cordura.


. . .

De nuevo, una noche más, Nirala estaba encogido entre los montones de alfombras. Hundido en un rincón, al fondo del almacén de telas, se abrazaba a los sedosos tejidos, ahogando las lágrimas en la gasa espumosa y el suave terciopelo, reprimiendo los sollozos que parecían destrozarle el alma. La grieta profunda exhudaba un viento gélido y hediondo, sucio, desde los abismos de su ser, que anegaba su espíritu. Tenía la boca áspera y pastosa, aún persistía el sabor indefinible de la simiente masculina en su paladar, cosquilleando, anudándose en ovillos de saliva en su garganta. Aún tenía la piel sensible y las entrañas contraídas a causa de la actividad a la que se había entregado durante horas en el maldito salón.

Aquella noche había sido espantosa. Por si no tenía suficiente con Melior Malavani y el Sha Nuredil, aquel día, en la fiesta, había tenido que entregarse a todos los invitados. Diez hombres perfumados, de túnicas bordadas, gordos, delgados, hermosos y feos, que habían encontrado muy estimulante la idea de compartirle después de los últimos licores de la cena. Arrodillado sobre el suelo, había aguantado las embestidas entre sus labios y a su espalda, las manos insidiosas que le palmeaban la grupa como a un animal. Había aguantado que derramaran bebidas sobre su piel para lamerlas luego, que le hicieran servir vino en las copas sin tirar una gota mientras le hacían aquellas cosas terribles. "Precioso ejemplar, honorable amigo", decían unos, felicitando al Sha por su adquisición. "Mira qué bien reacciona cuando le tocas por dentro. Se calienta enseguida". Y el Sha Nuredil había sonreído. "Oh si, es muy reactivo. Le gusta más así. Eso es... eso es. Mirad cómo se sonroja, ¿no es encantador?".

Encantador.

Cuando le habían dejado en paz, había ido a bañarse, pero ya era incapaz de despegarse aquella película asquerosa que parecía ungirle constantemente. Todo el tiempo creía tener el olor de sus cuerpos pegado a la piel. Todo el tiempo confundía su propio sudor con saliva ajena. No importaba lo fuerte que se frotase con esponjas o piedra pómez hasta desollarse, la sensación perduraba, asediándole, contaminándole, infectándole. Estaba siempre sucio. Estuvo hundido en el agua casi hirviendo hasta que creyó desaparecer, pero nada sirvió.

Cisne se reía de sus remilgos. Le zahería constantemente. Sabía que había sido él quien, con su insinuación al oído del Sha Nuredil había provocado su desgracia de aquel día. Cisne era el favorito del gordo, aunque a él también le llamaba a sus habitaciones, pero sentía debilidad por su compañero. El apestoso Sha estaba encandilado con el cuerpo delgado y moreno de Cisne, y le ordenaba bailar continuamente, le arrastraba de acá para allá, apartándole de sus labores, para que le bañara, le peinara, le hiciera masajes, le calentara las mantas. Nirala pasaba la mayor parte del tiempo con Melior. El hombre del pelo teñido era su peor pesadilla, y cada vez que se rozaba con la almohada o un cojín en las escasas noches que podía dormir solo, despertaba dando un brinco, con la imagen de las manos de dedos finos tocándole.

La puerta se abrió, y Ioren entró en la oscura estancia. Driadan sintió una arcada y un profundo dolor en el pecho, y se escondió más. No sirvió de nada. Él le encontró, siempre le encontraba.

- Nirala.

La voz grave pronunciando su nombre. Se arrepintió de estar allí. Ykira, una de las chicas de las cocinas, era esposa de uno de los esclavos que hacían girar la rueda con Ioren. Gracias a ella, podían enviarse mensajes de cuando en cuando, y en escasas ocasiones, citarse en el almacén de telas. Driadan no sabía como se las apañaba Ioren para escabullirse de su barracón, pero siempre que le llamaba por medio de la muchacha, el hombre del mar acudía. Jamás había fallado.

- Vete - murmuró, asomándose un ápice entre las cortinas. Los ojos azules destellaban. Su figura se recortaba en la penumbra.

- No quieres que me vaya.

- Sí que quiero - resolló, tragándose las lágrimas, el asco hacia sí mismo - Ya no aguanto más... no sé cuanto podré aguantarlo. Vete. Nos despedimos aquí.

- Jamás.

Ioren intentó acercarse. Driadan sintió una nueva arcada y siseó como una serpiente, dio un respingo, interpuso las manos, con el corazón rompiéndole las costillas.

- ¡No te acerques! ¡Es culpa tuya! Todo esto es culpa tuya... todo...

- Nirala. Se va a acabar. Escúchame, Nirala.

Se había detenido, sin dar un paso más. Los ojos azules parecían llamas gélidas. Driadan se relajó un tanto y se apoyó en la pared. Él no hizo ningún otro intento de aproximarse a él, se quedó quieto, inmóvil, respetando la distancia. Habían podido encontrarse algunas noches, durante un rato, y Driadan había acudido a su abrazo, lo había provocado, con esperanza de liberarse del sudario podrido que parecía envolverle, con esperanza de hallar consuelo. Pero aquella noche no se atrevía a reclamar que le limpiara con su pasión ardiente. Aquella noche había tocado fondo, se sentía tan contaminado que temía que él pudiera percibir el sabor de otros en sus besos, la saliva de otros al lamer su piel, el paso de otros a través de sus entrañas. Recordaba como había temblado y había alcanzado el clímax sin poder evitar que sucediera bajo las caricias y las embestidas de personas a quienes no conocía. ¿Qué podía darle ya? ¿Dónde podía llevarle él?

- Nirala, se va a acabar. Tenemos un plan.

- ¿Qué?

- Ya casi está listo. Saldremos de aquí antes del primer sol de otoño, te lo prometo.

Driadan parpadeó y tragó saliva. Le estaba mirando, muy serio, con una expresión grave y dolida a un tiempo. Ojalá fuera capaz de abrazarle. Ojalá fuera capaz de retornar a su protección, a la seguridad de su cercanía. Ioren empezó a hablar, despacio, en susurros. Le contó lo que habían fraguado en el estrecho barracón de los braceros, le habló de corazones reavivados dispuestos a luchar por su libertad, de sirvientas que languidecían en la lavandería y las cocinas soñando con salir, soñando con vivir. Le habló de la conspiración de los esclavos y del Oro del Sol, de la datura y la mandrágora que crecían en los jardines. Driadan escuchó y asintió, saliendo poco a poco de su lecho de cortinas y alfombras. Hizo algunos apuntes. Discutieron un par de detalles, y finalmente asintió.

- Bien... se acabará.

Ioren asintió a su vez y frunció el ceño. No dijeron nada por un instante. Él le estaba mirando el cuello. Driadan se tocó, con un nudo en la garganta. Alguien debía haberle dejado una marca ahí, y él ahora estaba contemplándola, sopesando, analizando y juzgando... sí, estaba seguro. Él estaba ahora haciéndose las preguntas que jamás le haría a Driadan. "Se pregunta si disfruto. Se pregunta si me gusta. Si me han llevado al orgasmo y cuántas veces, se pregunta cómo me tocan y si también ellos me arrancan gemidos incontrolables, se pregunta en cuántas camas he estado".

- Vete. Vete ya.

Volvió a hundirse en su fortaleza de telas pesadas, se cubrió hasta la cabeza. Cuando sintió una mano pesada en su espalda, mas allá de los tejidos, dio un respingo y un grito involuntario de horror. Después sobrevino el silencio, sólo roto por los resuellos angustiados de su propia respiración. Los pasos se alejaron, lentos, y la puerta del almacén se abrió y se volvió a cerrar. Ioren se había ido. Le había dejado una promesa. La hizo un nudo y alimentó con ella las ascuas de su desespero, haciéndolas arder con la ira vengativa y la rabia furiosa, a la espera del momento. De la hora del fuego y el acero.

. . .

2 comentarios:

  1. XD!! Me dieron ganas de llorar por Driadán!! Lamento que el fuego y acero no hubiera podido llegar antes de esa espantosa noche!! TT.

    Hermosa, historia!! La amooo!!

    Gracias por compartirla!!

    Besotes!!^^

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  2. Me dejo encantada este capítulo la venganza el odio la indolencia al final todo se paga nada se escapa driadan estaba forjando eso en su corazón con fuego y acero ......
    Muchas gracias por los capitulo tan intenso no puedo esperar por seguir leyendo la historia me eres genial sin duda una excelente escritora

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