miércoles, 14 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XXI: Venganza cumplida


21.- Venganza cumplida

No podía contener su sangre en las venas, no podía contener el grito y el sollozo en su pecho, el latido desbocado del corazón. Pero aun así, lo contenía. ¿Qué siente el hombre que ama su tierra cuando, tras la larga ausencia, de nuevo atisba la costa gris y los escarpados precipicios, negros, recortándose entre la niebla? Hombres del mar, les llamaban. Hombres del mar, se llamaban a sí mismos los norteños, pero Ioren se consideraba a sí mismo tan ligado al suelo que le vio nacer como a las olas que cabalgó siendo ya adulto. Era éste el paisaje que le abrió los ojos cuando salió del vientre de su madre. Era la impronta que ardía en su memoria con más fuerza, teñida de gris. En las riberas de Thalie, todo se recortaba en siluetas de cenicientos tonos, apagados y oscurecidos. El oleaje semejaba una marea de plata sucia, cantaba y susurraba al estrellarse en las rocas y en la pedregosa orilla, escupiendo espuma pálida. La playa de guijarros se extendía como una media luna, una lengua color hueso, irregular, que terminaba en elevados terraplenes sobre los cuales se alzaban los primeros abetos. Y los acantilados, alzándose majestuosos, dientes de acero y roca erosionada que habían visto tantos y tantos siglos. La neblina se balanceaba sobre ellos, tendiendo su manto etéreo y frío, como el chal de una doncella que se hacía jirones al engancharse en sus dientes de piedra.

Sobre los riscos, las aves del norte se movían y graznaban, agitando las alas. Las gaviotas cruzaban su vuelo en una danza invernal, salpicando de blanco la mirada. No había resplandores anaranjados ni hogueras de bienvenida, sólo el aullido del viento y el golpear de las olas en el casco de la nave. ¿Qué siente el hombre que ama su tierra cuando a ella regresa? Para Ioren era una mezcla de gratitud, reverencia y humildad.

Tomó aire con profusión y volvió la mirada hacia el cielo, entrecerrando los ojos para dedicar a los dioses su plegaria silenciosa. "Gracias por permitirme volver. Gracias Rúnya del Fuego, gracias Ior del Acero, gracias Lusk del Mar".

Si aquel navío no hubiera sido uno de los enormes galeones sureños, si en lugar de ello hubiera podido disponer de un barco estilizado de bajo calado, de una de aquellas maravillas marinas que en Thalie se construían, habrían podido llegar a la orilla y atracar en ella. Por el contrario, tendrían que anclar el buque y descender en las barcas de emergencia. Gritó las órdenes y se echó la capa hacia atrás, respirando con fuerza.

No podía esperar. Quería hundir los pies en la arena fina, entre la grava pulida, gritar y extender los brazos con júbilo. "He sobrevivido, una vez más. He regresado. No han podido derribarme ni la espada ni la esclavitud, y retorno a tu seno con sangre en las manos y peso en el alma, para yacer en tus brazos y dejar que me consuele tu frío beso, tu dura geografía".

- Siempre vuelvo – murmuró, incapaz de reprimir una media sonrisa triunfal.

El ancla se hundió en el mar, las olas la engulleron. Los hombres que un día fueron esclavos y ahora eran tripulantes, dispusieron lo necesario según les había indicado, y el primer grupo partió en la primera barca.

El resto descendió y Ioren se quedó solo en la cubierta. Apenas les había mirado. Se lamió los labios, saboreando la sal que traía el viento, y se dio la vuelta para arrojarse a las aguas y nadar los últimos metros que le separaban del hogar, beber el agua de las olas, dejar que le llenara ojos y oídos y enfrentarse a la gelidez de la bienvenida. Al girarse, descubrió al príncipe Driadan, cruzado de brazos, mirando alejarse los botes. Se había puesto la capa de piel de foca que le había dado, tenía el pelo enredado y los ojos rojos brillaban como el fuego en su semblante altivo.

- ¿Qué haces aquí? Debiste subir con los últimos.

El joven alzó el labio superior con una mueca desdeñosa.

- Ya has vuelto a casa. Me has utilizado para ello, ahora estás aquí. Vete y déjame hacer de mí lo que quiera, perro.

Ioren se cruzó de brazos, plantándole cara.

- No espero me pidas nada por favor, tu solo sabes decir "perro" y dar órdenes que nadie escucha ahora. Debiste subir a la barca.

No tenía sentido hablar con Driadan. Nunca se les había dado bien comunicarse, era más sencillo conversar con los pájaros. A los pájaros había una remota posibilidad de comprenderles. Sin más, le agarró de los brazos y le empujó hacia la borda. El joven príncipe reaccionó con la misma violencia desesperada que recordaba.

- ¡Suéltame, bastardo! – chilló, escupiéndole a la cara. Los ojos chispeantes, las uñas crispadas. El chico le arañó en el rostro mientras se debatía - ¡Sucio perro, no me toques, no me toques, déjame, suéltame! ¡No te pertenezco!

- Sabes nadar, estúpido engendro de mantequilla – repuso Ioren con voz ronca, tirándole del pelo y tratando de volcarle hacia las aguas – Nadarás, llegarás a la orilla. Te arrastro si es preciso. No vas a quedar aquí para ahorcarte con cuerdas si eres capaz.

- ¡¡Qué sabes tú, hijo de una cerda sañosa, que emponzoñas cuanto tocas!! ¡Tú me has arrastrado a la desgracia! ¡Tú me has destruido! ¡Suéltame!

Volaron las bofetadas, los pies del joven príncipe le golpeaban los muslos y las rodillas, despertando su ira. Sus gritos venenosos le corroían los oídos. Y por los dioses que no sabía si prefería eso al peligroso silencio en el que había estado sumido durante semanas o meses.

- Bien.

Con un gruñido, Ioren le agarró del cinturón, le levantó y le arrojó a las aguas. Luego se sacudió las manos.

- Ya te he soltado. Maldito demonio – masculló, encaramándose a los maderos y saltando tras él.

El agua le abrazó, y cuando emergió entre las olas tenía el sabor de las algas y la sal en el paladar. El arañazo del rostro le escocía, y el frío le paró el aire en los pulmones por un momento. Miró alrededor, entre la espuma y los restos de arena que arrastraba el océano. Encontró un jirón de cabello negro flotando cerca y lo agarró con una mano, tirando con fuerza. El rostro furioso de Driadan le escupió agua al surgir del mar, respirando con dificultad y temblando con resuellos iracundos y ahogados.

- ¡El mar helado limpia! – le gritó Ioren, sacudiéndole -¡Deja de ser tan…! ¡Maldita sea! ¡Ahógate si quieres! ¡Al infierno contigo! ¡Al infierno! ¡Iaevel, dra til Helleath!

Apretando los dientes, Ioren se hundió de nuevo en el abrazo líquido y nadó hacia la orilla. Tragó el agua salada, abrió los ojos bajo el mar, y al alcanzar la costa, tiritando y apretando los dientes, chorreando la capa y las vestiduras de cuero, se reunió con los hombres que habían descendido del galeón. Estaban descargando las cajas y los barriles de los botes, arrebujados en sus mantos. Qiram había encendido una pequeña hoguera.

- Fernos, Qiram, Beonar, Jhandi.

Los cuatro hombres se volvieron hacia él y asintieron, tensando los arcos sureños. Prendieron las flechas embreadas y las cuatro saetas de fuego volaron por los aires, surcaron el firmamento y cayeron sobre el galeón.

- Hundid las barcas y listos para marchar.

- Claro.

Les observó mientras obedecían. Fernos y Beonar eran grandes, altos y fuertes. Procedían de los viejos reinos centrales, tenía uno la barba castaña y largos los cabellos, el rostro ancho y leonino. El otro, enjutas las mejillas y la cabeza rapada, la barba negra muy recortada y los ojos hundidos. Qiram procedía de alguna isla a la que no sabía poner nombre, y había sido soldado. Jhandi, de ojos oscuros y pestañas muy negras, tenía una larga trenza del color de la brea, y era oriundo de Shalama, pero también quien se había demostrado más leal desde el principio. Ahora le miraba con cierta preocupación.

- Señor… ¿El joven Nirala?

El barco ya ardía en el mar. Su resplandor naranja vestía el océano de joyas de ámbar. La brea derramada sobre la cubierta había prendido con facilidad, y hasta las velas alzaban rojas llamaradas.

- ¿Qué pasa con él? – repuso Ioren, tajante.

- No está.

- Ya viene.

Ioren se cruzó de brazos, apretando los dientes. Maldito fuera, maldito fuera. Y sin embargo, al ver emerger la figura tambaleante y aterida de frío, que apenas podía respirar, algo parecido al alivio embargó su corazón. Driadan cruzó a su lado, dedicándole una mirada de odio virulento, y su susurro le dio nuevas esperanzas.

- Te juro que te mataré

El grupo se alejó a paso vivo, siguiendo al Rojo, un hombre alto y chorreante de agua que se internó en el bosque más cercano.

A su espalda, en el mar, ardía el galeón mercante del Sha Melior Malavani. Éste, famélico y delgado, arañaba con los muñones de sus manos la escotilla del estrecho sótano en el que estaba enclaustrado. Sus ojos infectados apenas podían ver, y el humo que respiraba se le antojaba una bendición. Su cuerpo, que antaño fue un paraíso de delicias para él mismo y sus amantes, estaba corroído por la inanición y la sed, era ahora pasto de parásitos y se consumía lentamente presa de todas las enfermedades posibles que podía contraer un hombre abandonado en un barco. Revolcándose entre las heces y el orín, con el cabello quebradizo y la piel del rostro pegada a los huesos, con los brazos engangrenados, su risa enloquecida y jubilosa fue lo último que se escuchó antes de que la lengua de fuego le alcanzase, como la ira del Rojo, como la venganza de un príncipe.


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© Hendelie

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