martes, 27 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XXIV: El caballo alado

24.- El caballo alado


Podía ver la Sala del Pegaso cual si pendiera desde el techo. El mosaico central resplandecía, las luces doradas de las velas se volvían brumosas, y el caballo alado le miraba fijamente, blanco y precioso, desde los ornados suelos. En la Silla Alada, había un hombre sentado. Extendía las manos hacia adelante, y de ellas, gruesas gotas de sangre se desprendían una a una, como en una clepsidra de muerte, o de vida.

Esto es lo que te gusta…

Una voz insidiosa, un susurro escurridizo y bífido que le provocaba. La sala estaba vacía, pero sentía las presencias en ellas, los ecos de las palabras resonando. Fantasmas. Voces, murmullos de otro tiempo. Hombres del Mar, señores de las montañas que cuchicheaban entre sí, nobles sureños.

Es muy sensitivo. Mirad cómo se sonroja…

Ha salido a su madre, tiene rasgos de doncella


Las gotas se convirtieron en regueros, y después en chorros, bocanadas carmesíes como el vino añejo, que manaban de las manos del hombre sentado en el trono. Manchaban los preciosos baldosines de la Sala del Pegaso y se unían en un riachuelo espeso que corría libremente hacia el caballo alado. Éste relinchó y se agitó. Le vio mover las alas de cerámica cuarteada y tratar de escapar del marco de granito que le contenía, pero no podía salir. No podía.

¿Sabes bailar?

Risas burlonas y apagadas, jadeos y gemidos, susurros ahogados en su oído teñidos de lujuria y deseo, el olor penetrante del sudor y la semilla. El hombre se echó a temblar en el trono, como si contuviera un huracán. Apretó las manos, y gruesas cascadas sangrientas se precipitaron hacia el suelo, impetuosas como un vómito. El perfume metálico de la sangre cubrió el resto de los aromas, y el hombre de la silla gruñó. Sus cabellos eran negros como ala de cuervo.

Driadan estaba angustiado. El caballo del mosaico se debatía, ahogándose en sangre. Quería bajar del techo y rescatarlo, tirar de las losetas pintadas y arrancar los azulejos uno a uno, ponerlos a salvo de la marea roja que le cercaba y ya había cubierto gran parte del suelo de la sala. Pero no podía bajar.

Un sonido cristalino llamó su atención. Entre los dedos del hombre sentado, la sangre se mezclaba con cuentas metálicas, plateadas. Esferas grises que caían y rebotaban sobre las losas, manchándose de rojo y rodando sin control, saltando aquí y allá. El hombre se estremecía, y levantó el rostro.

Era hermoso y de aspecto digno y noble. De sus ojos de pestañas oscuras, brotaban las lágrimas. Por primera vez, Driadan se dio cuenta de que tenía grilletes en las muñecas. Y escuchó la voz del rey, su propia voz, llamando, llamando. No entendía lo que decía, pero llamaba a algo, a alguien. ¿A él?

Se escuchó un golpe seco y potente que reverberó en los techos. La puerta. Driadan no podía verla desde allí, pero la mirada perdida del hombre del trono se volvió en esa dirección.

Te enseñaré hasta dónde puedes llegar

El golpe volvió a retumbar, más poderoso. Parecía quebrarse una montaña, el sonido rompía los oídos y se extendía, infinito. El rey se dobló en la Silla Alada. Sus ojos, su boca y sus poros se desangraban. La desesperación pintaba su mirada.

Por eso tenemos los ojos rojos , dijo él, el rey.

- Nirala

La puerta cayó. El mar entró en una embestida incontrolable, olas verdes de espuma blanca que bramaban y barrían la estancia. El hombre de cabello negro cerró los ojos con alivio y se dejó engullir, la Silla Alada cayó al suelo y la ola se estrelló contra las paredes, imparable. Las esferas de metal volaron hacia arriba y Driadan aguantó la respiración. Entre la tempestad oceánica, escuchó el relincho del corcel alado, y lo vio. Antes de que el mar le llevara, lo vio, real, de carne, hueso y piel, sin esmalte ni barro cocido. Un precioso pegaso blanco, inmaculado, que agitaba las plumas y emprendía el vuelo hacia un firmamento sin estrellas, mirándole una sola vez con su mirada carmesí.

- Nirala

Despertó con la sensación de ahogarse. Tomó aire con un gemido ahogado, resollando. Una mujer le contemplaba a la luz de un cirio torcido. Sus ojos eran verdes y su pelo negro.

- ¿Madre? – murmuró.

Cuando consiguió enfocar la vista, la mujer sonreía con tristeza. No era su madre. Sus rasgos eran menos suaves, su boca, voluptuosa, y en su frente y sus ojos, en las escasas canas que salpicaban su áspera cabellera, se veían las marcas del sufrimiento y la tristeza, de la lucha continua.

- Bebe.

La mujer le tendió un cuenco humeante. Driadan cabeceó hacia delante y bebió. Se abrasaba. Le ardían los labios y las venas, tenía la garganta congestionada y le parecía contener un avispero en la cabeza. Se sentía débil y agotado. Bebió a duras penas y volvió a recostarse en el lecho en el que se encontraba.

El brebaje sabía amargo y ácido a la vez, le despertó una náusea en el estómago. La mujer le arropó y dijo algo en el idioma de Thalie. Gesticuló para indicarle que no se destapara, después echó un madero en la chimenea que Driadan no había visto hasta ahora, y salió de la habitación, franqueándole el paso a una figura enorme envuelta en una capa oscura y orlada por una melena cobriza y llameante.

Driadan cerró los párpados. ¿Estaba soñando todavía? Odiaba estar enfermo, y a su pesar, era consciente de que lo estaba. Un latigazo de rabia y humillación le golpeó las entrañas violentamente. Mantuvo los ojos cerrados un rato, mientras se tragaba los restos del sueño y la náusea que le atenazaba la garganta, empujándola al fondo del estómago con tozudez.

Escuchó el sonido de una silla arrastrada, y después, a su lado, el crujido de la madera al sentarse y la respiración tranquila del Rojo. El olor a sal marina le cosquilleó en la nariz y relajó las contracciones de su estómago misteriosamente.

- Enfermo otra vez – susurró a duras penas, sin despegar las pestañas.

La voz de Ioren le llegó suave, calmada, como la marea sosegada en una mañana de sol.

- Ya está pasando. En un par de días estarás sano.

Driadan sonrió a medias amargamente. Ioren había escogido bien las palabras. Estar sano no era lo mismo que estar bien, y dudaba que él fuera a estar bien nunca más. Se encogió entre las mantas y tragó saliva. La garganta le escocía, sentía la fiebre mordisqueándole los poros de la piel, en su propio aliento candente, en la sed que le atenazaba el paladar.

- ¿Qué haces aquí?

- Kraakha me dijo que me llamabas en sueños. Dijo que me quedara junto a ti.

Driadan abrió los ojos al fin. Le costaba distinguirle, por mucho que se esforzó en delimitar sus contornos. El resplandor de los ojos azules estaba ahí, cercano, porque Ioren le estaba mirando. Sus rasgos se desdibujaban, las ondas de la cabellera cobriza estaban difuminadas, así como los contraluces de su semblante cincelado. Resiguió con la mirada la línea entre sus labios, la curva de la boca varonil, los pómulos y la fuerte mandíbula, las cejas rojizas y el ceño fruncido. Debajo, la oscuridad y el brillo de la mirada de acero batido, caliente, con la llama del fuego en el interior de las pupilas.

- Soñaba que te perseguía para matarte… y tú huías como el perro que eres – dijo en voz baja, lamentándose por el tono quebradizo y débil con el que se escuchaba. – Por eso te llamaba. Puedes irte si quieres. No te voy a matar aún.

Ioren no respondió. En su lugar, le acercó una jarra de barro y se la llevó a los labios. Driadan bebió. El agua fresca era como una bendición. Intentó no atragantarse, pero le costaba tragar. Parte del líquido se derramó por sus comisuras y empapó el almohadón.

Driadan tosió un poco y luego volvió a mirarle, con la renovada quemazón del orgullo herido en sus pupilas.

- ¿Ahora vas a hacerme de niñera? – su voz aún era débil, susurrante, pero ahora se pintaba de desdén. - ¿Qué pasa, te sientes culpable?

- Ella dijo que me quedara contigo.

La réplica de Ioren fue sencilla y pausada. Apartó la jarra, la dejó en la mesita y se recostó en su asiento. La gran capa de piel colgaba hasta el suelo. El Rojo siempre parecía un soberano, sobre todo con aquellas vestiduras peludas y salvajes. Le hacían aún más grande y corpulento.

- ¿Quién es esa mujer?

- Es Kraakha, la lectora de runas. Estamos en su casa.

Driadan esbozó una sonrisa maliciosa y febril.

- La mujer que te dijo que yo estaba destinado a matarte.

- Que yo estaba destinado a morir por tu mano – corrigió Ioren, inmutable.

Aquella mujer. Lectora de runas. ¿Sería una bruja? Por un momento se le crisparon los dedos al pensar en la posibilidad de que le estuviera envenenando en vez de sanarle, pero después se relajó. Bueno, no estaba tan mal. Al menos dejaría de escuchar los susurros lascivos en sueños, de sentir el contacto de las manos pérfidas sobre su piel cada vez que alguien le rozaba accidentalmente, de percibir en su propio olor el aroma de los cuerpos sudorosos, el sabor de otros en la lengua…

- ¿Qué te pasa?

Driadan había vuelto los ojos hacia atrás. Dioses, iba a vomitar. Empuñó su orgullo de nuevo y cambió el vómito por las lágrimas. Cuando la mano ruda del hombre del mar se acercó a él la golpeó con sus mermadas fuerzas y se encogió al otro extremo de la cama, temblando y respirando entre los dientes apretados con resuellos furiosos.

- No me toques – escupió a la mancha borrosa en la que Ioren se había convertido, vertiendo sobre él todo su veneno. – No me toques, vete. Márchate. Destruyes todo lo que tocas. Déjame en paz. Eres incapaz de cuidar de nada, incapaz de cuidar de nadie. Todo lo que me ha pasado es culpa tuya. Me has maldecido. Me has desgraciado. Todo es culpa tuya. Todo es culpa tuya.

Los dedos del Rojo se habían detenido a medio camino. Su cuerpo se tensó, inmóvil, como si le hubieran golpeado. Durante unos segundos, el silencio sólo se rompió con el aliento precipitado de Driadan, con su respirar ahogado. Después, el hombre del mar se levantó, casi volcando la silla hacia atrás. Le miró de soslayo con las llamas de acero hervido titilando en sus ojos y salió de la habitación como un vendaval, cerrando a su espalda con un portazo que quedó resonando en los oídos de Driadan.

El rey que se desangraba. El caballo prisionero, y los golpes en la puerta, retumbando.

Cuando Ioren se hubo marchado, la soledad de aquella habitación se precipitó sobre el príncipe como un sudario final, envolviéndole mientras se encogía aún más, reprimiendo los sollozos. Y lo escuchaba. En el fondo de su corazón, la voz del hombre del trono, su propia voz, llamándole. Llamándole. Invocando a la única fuerza en este mundo que podía salvarle de sí mismo a pesar del odio. A pesar de todo.

Entreabrió los labios y trató de pronunciar su nombre. Sólo fue capaz de exhalar un gemido ahogado y un sollozo.

. . .

©Hendelie

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