martes, 27 de diciembre de 2011

Fuego y Acero XXV: Driadan



25.- Driadan

Y tenía razón. De nuevo, tenía razón, pues dos días más tarde, la fiebre había desaparecido y el joven Nirala, uno de los hombres de Ioren el Rojo, ya estaba sano. La mujer llamada Kraakha le había atendido, le dio de beber aquel amargo líquido que quemaba hasta que su cuerpo se limpió de la enfermedad o la debilidad que le aquejaba. A veces, ella le hablaba. Driadan nunca comprendía una palabra, mas que cuando decía "bebe" en su idioma, o cuando le llamaba Nirala. Ése era el nombre que todos le daban, Nirala. Nunca el nombre de su patria le había parecido tan deshonrado como entonces.

Los brebajes de la lectora de runas le hicieron recuperar parte de su energía, y al anochecer del segundo día, cuando ya se sentía bien, se metió en la cama de sábanas limpias a regañadientes, impelido por las órdenes suplicantes de Kraakha. Aunque no la comprendiera, era evidente que estaba alarmada, y obedeció más por dejar de escucharla y que le dejaran en paz que por un verdadero deseo de hacerlo.

Driadan tenía ganas de salir. Su cuerpo y su alma pedían a gritos el aire frío del exterior, y con ese objeto se había lavado a conciencia lo mejor que había podido con el agua de una jarra y un puñado de hojas de salvia que encontró colgando cerca de la ventana. Había dejado el suelo perdido de agua espumosa tras su compulsivo aseo, pero la mujer lo había secado y limpiado después, cuando entró con un nuevo tazón de hierbas calientes para él y vio el desastre que había organizado en la alcoba.

No es que fuera una delicia de aposento. Era algo oscuro y no había más muebles que la cama, un baúl de haya, la mesa alargada en la que ardían varias velas para iluminar la habitación, un par de sillas y una alfombra mullida de piel de oso. La única ventana tenía dos hojas de madera gruesa. Las estuvo mirando constantemente mientras Kraakha le atendía, y cuando la mujer se marchó, dejándole acostado y arropado como a un niño, el muchacho se levantó casi al momento, apartando la ropa de cama con un gesto hastiado y comprobando que no podía abrirlas. No podría escapar por ahí. En cualquier caso, la ventana era demasiado estrecha. Casi parecía una tronera.

Suspiró, desarmado, y regresó al lecho, sentándose en él. No tenía sueño, hambre ni frío. En la chimenea ardían los troncos, no recordaba haberla visto apagada a lo largo de su duermevela. El resplandor de aquella hoguera le había acompañado durante su convalecencia, entre las lágrimas, la angustia y la fiebre.

Ahora, despejado y con los músculos entumecidos por la inactividad, descubrió su rostro en un espejo que colgaba en la pared. Pestañeó, reconociéndose. No había vuelto a mirarse desde que saliera de Shalama, y allí dejó de hacerlo después de la primera visita al Sha Melior Malavani, aquel hombre cuyo nombre no quería recordar jamás pero, a su pesar, tenía grabado a fuego en las entrañas y en el alma.

El reflejo le sorprendió tanto que se levantó para mirarse de cerca.

Él había tenido un rostro ovalado y de aspecto, tenía que reconocerlo, ciertamente andrógino. Le habían pintado los artistas de Nirala, habían dibujado con sus pinceles las suaves ondas de su cabello negro, el sonrosado brillo de sus mejillas, el pequeño hoyuelo de su barbilla y la curva delicada de su nariz. Los labios rojos como frutas maduras y las cejas altas, finas, sus pestañas espesas. Siempre le habían comparado con su madre y habían susurrado los cortesanos a sus espaldas, burlándose de su debilidad, su pequeña estatura y sus rasgos poco viriles.

El muchacho que le devolvía la mirada en el cristal seguía siendo el mismo, era innegable, pero el cambio que se había operado en él tampoco podía pasar desapercibido. Las líneas de su semblante se habían endurecido un tanto. Había perdido el lustre delicado que asemejaba sus mejillas a los pétalos de las rosas, y ahora aparecían con un color uniforme, terso, algo pálido pero sin ser enfermizo. La línea de la mandíbula ya no era el óvalo cándido de un chiquillo, se había vuelto más contundente, sin dejar de exudar una elegancia etérea. Y su mirada, bajo el ceño fruncido, era más profunda. Los labios ya no brillaban, rojos. Se habían suavizado.

- ¿Qué…?

Tosió y carraspeó. Su voz también había cambiado, pero no era capaz de decir en qué momento había sucedido eso.

Se contempló largamente, pasándose los dedos por el pelo, que le había crecido hasta la mitad de la espalda. No veía al niño frágil y afeminado. No era ése quien le observaba desde el espejo, era un joven, un muchacho joven y hermoso de porte regio y semblante digno y doloroso.

Algo se estremeció, conmovido, en su interior. Colocó las yemas sobre el cristal, respirando muy despacio, como si temiera romper alguna clase de hechizo.

"Éste soy yo", se dijo, viéndose directamente por primera vez. "Éste soy yo, y ya no soy un niño. He sobrevivido a todo…¿Cuánto tiempo ha pasado? Un año…creo. Un año terrible, pero aquí estoy. Estoy aquí, sigo existiendo. Y me estoy convirtiendo en un hombre".

Apartó los dedos del espejo. Le temblaban un poco las manos, tan sobrecogido estaba con lo que se ofrecía a sus ojos, que no era otra cosa que él mismo. Se miraba, analizaba cada rasgo y cada marca…y cuando trató de encajar aquella imagen que le devolvía el reflejo con su comportamiento, se sintió un poco ridículo. Los berrinches, la rabia injustificada, la soberbia, la manera en la que había apartado de sí a quienes podían hacerle algún bien, el modo en que había tratado a su padre, a Cisne, a Ioren. Sobre todo a Ioren.

"Para ser rey, primero debes ser hombre"

Sus palabras volvieron a él. Tragó saliva, con un regusto amargo y culpable. Ahora se daba cuenta de que no sabía nada. Al verse era consciente, por primera vez, de que en toda su vida no había sido otra cosa que un esclavo de sí mismo: de sus caprichos, de su pereza, de sus emociones que estallaban como volcanes y arrasaban a todos a su alrededor. ¿Había intentado comprender a su padre lo suficiente, o se había acomodado en la sobreprotección que él le ofrecía, sin molestarse en esforzarse para demostrarle que podía ser independiente? ¿Había intentado comprender a Cisne o se había limitado a despreciarle y alejarse de sí, alimentando su rencor y su animadversión? ¿Había sido capaz de aprender algo de ellos? Y lo que era peor…¿Por qué solo podía contar a tres personas como influencia en su vida? Su padre, Cisne y el Rojo.

Frunció el ceño de nuevo, apoyando la mano en la pared y agachando la cabeza. ¿Tan solo había estado? "Sí", se respondió a sí mismo. ¿Tan triste y desesperado estaba, tanto se había despreciado a sí mismo como para empujarles a todos lejos de sí, por más que en su corazón les quería cerca?. "Sí", tuvo que responderse de nuevo. Sí, tan poco había confiado en sí mismo, sí, se había maltratado terriblemente.

Y sin embargo, ahí estaba, en el espejo. Un joven que apuntaba a ser un hombre, que había sobrevivido a sí mismo. Y eso tenía la sensación de que era todo un logro. Volvió a mirarse, con los ojos empañados en lágrimas.

No era un niño que lloriqueaba, revolcándose en la autocompasión. Era un joven que veía desbordados sus sentimientos al enfrentarse a su propio reflejo, el cual a pesar de sus esfuerzos por hundirse en la miseria, se había empezado a forjar con dignidad y orgullo en el porte y las facciones. En el que no veía la mancha de lo que le habían hecho, sino el fruto de su resistencia ante ello.

- El mar helado limpia… - murmuró, pasando los dedos por la superficie pulida.

Las palabras del hombre del mar volvieron a él, una tras otra. Sus gritos airados, su voz serena, sus susurros rabiosos. Nadarás a la orilla, te arrastraré si es preciso. Guardaré lo que eres hasta que pueda devolvértelo. No voy a tenerte pena. Aguanta. Resiste. Lucha. No bajes la cabeza.

Tomó aire entrecortadamente, tragando todo cuanto llovía sobre él. Esa lluvia que ahora sí creía comprender. Habían ocurrido cosas terribles, a él y a Ioren, a los dos, pero el hombre del mar no le había abandonado. Fuera cual fuese su motivo, si era cierto o no que su destino era acabar con la vida de aquel norteño que parecía un rey y que lo era, se dio cuenta de que ambos deseaban lo mismo.

Si algo merecía la pena para Driadan en esta vida, era convertirse en alguien digno. Alguien digno de matar a Ioren el Rojo, porque ese era el honor más alto que podía recibir y el orgullo más auténtico al que podía aspirar. Lo que el Rojo había hecho no tenía palabras. Cualquier gratitud que Driadan pudiera ofrecerle serían meras baratijas. Ioren le había empujado cuando él no era capaz de andar, le había arrastrado cuando se rendía, le había consolado cuando desesperaba. Le había salvado y le había puesto en el camino… y ciego como estaba, Driadan no se había dado cuenta.

- Maldita sea.

Se apartó de la pared y corrió hacia el baúl. Lo abrió de un golpe y sacó la primera prenda que encontró, una capa peluda y negra que olía a cuero y aceites. Se la echó por encima, apagó todas las velas menos una antes de salir y abrió la puerta. Dio un respingo al encontrarse con la figura alta frente a sí, y el mundo se volvió del revés cuando Ioren le empujó hacia el interior del cuarto y cerró a su espalda con un portazo tan violento que el espejo que colgaba de la pared cayó al suelo y se escuchó el crujido del cristal al partirse.

Driadan perdió el equilibrio y lanzó una mano hacia delante para sujetarse a algo. Las correas del jubón de Ioren le sirvieron de asidero, y las manos férreas que se cerraron en sus brazos evitaron que su traspiés diera con sus huesos en el suelo. Lo siguiente fue la mirada abrasadora del hombre del mar sobre la suya, hirviendo con virulencia, y su aliento contra el rostro cuando le zarandeó y le habló.

- Cómo puedes ser tan ruin – le escupió el Rojo, en un susurro peligroso – Cuando ninguna espada me ha hecho flaquear… no existe fuerza en este mundo capaz de doblegarme. No me harás cargar con culpa. No vuelvas a poner a prueba mi paciencia, demonio, o te juro que…

Driadan no consiguió escuchar el resto. Eran palabras afiladas y cortantes, la mirada de Ioren le estaba reduciendo a cenizas y convirtiendo en añicos los trozos de sí mismo que había logrado atisbar. Había pensado ir a buscarle, iba a ir en su busca para hablarle. Quizá para disculparse, tal vez para darle las gracias. Pero en ese momento preciso, la lluvia se había convertido en granizo y amenazaba con romperle. Todas las palabras se borraron de su mente y se convirtieron en polvo en su lengua.

No quería volver atrás, así que se aferró a lo único que le quedaba.

- Eres todo lo que tengo ahora – acertó a decir.

Ioren se detuvo. Su lengua se silenció y los ojos azules se quebraron en un brillo de desconfianza. Las manos dejaron de apretarle los brazos y se limitaron a sostenerle con una tensión palpable en los músculos.

- Eres todo lo que tengo ahora – repitió el príncipe, tragando saliva – Puedo aguantar las pesadillas. Los recuerdos. Incluso a mí mismo. Pero no tu asco ni tu desprecio, eso no he podido soportarlo nunca. No es que no sea justificado…

- No me das asco.

La respuesta de Ioren le interrumpió, brotó de sus labios como una reacción automática, como un reflejo veraz. La única vela que ardía en la habitación no acertaba a iluminar nada. A Driadan, la capa le arrastraba por el suelo y su semblante había perdido todo color, sus ojos rojos estaban fijos en la mirada vibrante y oscura del hombre del mar, que ahora le escrutaba como si intentase desentrañar algún misterio.

- No soy el mismo – murmuró Driadan a media voz, repeliendo las reacciones antiguas de defensa que le instaban a zaherirle, a insultarle, a forcejear y arrancarse sus dedos calientes de encima.

- Tampoco te conocía antes.

Negó con la cabeza.

- Eres el único que sabe quien soy – replicó el príncipe, deslizando cada palabra, pesada y dificultosa entre sus labios – el único que sabe lo que puedo llegar a ser. El único que me conoce, aunque cambie, y el único que puede hacerlo. Tú dijiste… que Driadan es tuyo. Y así es. Lo soy. Pues consérvame. No me empujes lejos de ti, porque no voy a huir más. Eres todo lo que tengo ahora, y eso es lo único realmente bueno que me ha pasado en mucho tiempo.

El suspiro del hombre del mar le supo a resignación, y después, los brazos musculosos le envolvieron, estrechándole con un gesto entre tenso y necesitado. El corazón se le hizo un nudo y se precipitó a sus pies, después voló hasta el estómago y pareció partirse en pedazos, derramando una marea cálida y estremecedora en sus nervios. El olor del mar se coló hasta sus pulmones, le arrebató la conciencia y le nubló la vista. Escuchaba el corazón palpitante al otro lado de las prendas de cuero del Rojo, sentía la vigorosa presión de sus brazos contra su cuerpo y la respiración profunda que hinchaba y deshinchaba su pecho. La nostalgia le pisoteó el alma y le hizo un nudo en la garganta, el anhelo se convirtió en una sed desesperada. Le abrazó, estrujándole con todas sus fuerzas, como si nada más fuera real. Y nada se lo parecía, salvo él mismo y la presencia constante de Ioren, el hombre al que había marcado con su sello y cargado de cadenas. Y que, a pesar de todo, constantemente le salvaba.

La luz del cirio titilante no llegaba hasta ellos. Una penumbra azulada les envolvía, y al príncipe le parecía escuchar el oleaje del mar, acunándole y despertándole un júbilo desconocido en lo más hondo de su ser.

- Necesito tu mirada para existir – confesó, en un susurro ahogado. Apenas le salían las palabras.

La respuesta flotó en sus oídos como la caricia de la espuma, el beso del fuego y el canto honesto del acero, le abrazó como le abrazaban sus brazos y le acarició con el tacto rudo y caliente propio de aquel que la pronunciaba.

- Nunca dejo de mirarte, Driadan.

Se estremeció al escuchar su nombre en sus labios, con el acento brusco de su origen, con el aliento cálido sobre los cabellos, y poderosamente consciente de todo su ser. Su voz apagaba los susurros de los fantasmas. Sus manos borraban el frío y la angustia. Y cuando alzó el rostro y buscó sus labios, incapaz de contener el impulso ineludible con el que su corazón se tendía hacia él, el beso con el que le acogió borró todos los besos sucios que se habían derramado sobre sus labios, le bautizó con saliva limpia y fragante, salada, y le rescató sobre la cresta de una ola.

"El mar helado limpia", pensó por un instante. Después, el fuego purificó y derritió el acero, y las llamas se hicieron dueñas de su ser, reduciéndole a cenizas para resurgir como un pájaro de fuego. Extendió sus alas. Y barrió el universo.


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©Hendelie



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