lunes, 2 de enero de 2012

Flores de Asfalto: El Despertar - XVI

Sueño y realidad


13 de Febrero — Cain

El cielo estaba rojo, iluminado por el resplandor del fuego. Lo podía ver perfectamente desde la ventana de tres cristales, en el salón de aquella casa de clase media que era su prisión. El brillo carmesí manchaba los cristales, teñía los muebles, el suelo, de un color antinatural y sangrante. Con la nariz pegada al vidrio, Cain observaba las nubes abigarradas abrirse mientras una lluvia de cuerpos celestes en llamas se precipitaban sobre la tierra arrasada.

Era el fin del mundo. Y lo contemplaba inmovilizado por la fascinación que producen los grandes horrores.

La ciudad se desmoronaba, devorada por el fuego. Uno de aquellos meteoros impactó contra la torre del reloj rojo, esa que le servía de guía en la zozobra cuando vagaba por las calles. Se quebró como si fuera una estructura de arcilla y se derrumbó con un estruendo sordo. Olía a goma quemada, a plástico derretido, a combustible y a químicos. Frente a la ventana, vio pasar a tres criaturas deformes, extraños híbridos entre hombres e insectos. Tenían largas patas articuladas cubiertas de cerdas negras que brotaban de sus espaldas. Caminaban erguidos sobre las dos piernas, sólo ayudados por dos pares de esas extremidades abyectas y arácnidas. Los otros dos pares permanecían flexionados sobre sus hombros, retorciéndose al paso de sus andares tranquilos, pausados. Los demonios del infierno paseaban entre la destrucción.

Una de aquellas figuras se volvió hacia la ventana. Tenía el cabello blanco y largo sobre un rostro humano, el torso de esternón alto y plano terminaba abruptamente en una cintura estrecha. Las facciones de su cara eran inquietantemente hermosas y los ojos brillaban con un resplandor rojizo.

—¿Lieren? —murmuró, con un nudo de angustia.

La criatura se acercó al cristal de la ventana y esbozó una gran sonrisa, demasiado ancha para su rostro, de dientes afilados y picudos como colmillos de alimaña. Ladeó la cabeza, observándole con malicia. Cain vio su reflejo escindirse en varios reflejos diminutos dentro de esos globos oculares extraños. Cuando Lieren puso las manos sobre el vidrio, abalanzándose hacia él, Cain se movió por primera vez.

El miedo paralizado, sostenido, explotó de pronto en una descarga de adrenalina. Presa del pánico, echó a correr.

El interior de la casa permanecía en calma, olía a carne asada y a puré de patatas. Se detuvo en seco al cruzar frente al cuadro del ángel, con la inquietud asfixiándole, apretándole la garganta, cortándole el aliento. Lo agarró, estrujándolo contra su pecho y buscó refugio en su habitación. Dio un respingo y se precipitó hacia el interior de la alcoba al oír el sonido inconfundible de los cristales rotos.

—Ángel de la Luz, ángel que me guardas — rezó, con la voz temblorosa. Cerró tras de sí y pasó el cerrojo, atrancó la puerta con la silla, con la respiración agitada y el corazón latiéndole con fuerza en el pecho —protégeme del temor bajo tus alas doradas.

Podía oír los pasos que se acercaban. Después el susurro deslizante de las patas arácnidas en la madera de la puerta, lentas, tanteando. Huyó bajo la cama, con el cuadro del ángel abrazado contra el pecho.

“Dame consuelo en el miedo, dame tus sabias palabras, dame fuerzas en la noche cuando no me quede nada”

Desde debajo de la cama veía la rendija de luz roja entre el batiente y el suelo. Esa línea luminosa se cortaba en el espacio ocupado por la sombra del invasor. Una de aquellas patas negras y peludas, horribles, se escurrió a través de la rendija. Escuchó el crujido lento de las astillas, la madera comenzó a deshacerse bajo la presión de los palpos, a quebrarse y a agrietarse.

Cerró los ojos con fuerza, hiperventilando, intentó obligar a su mente a calmarse.

“Cálmate, cálmate, cálmate. ¡Tranquilo!”

Entonces cayó en la cuenta de que aquella habitación no era la habitación de la familia de clase media. No, esa colcha de volantes azules, aquel suelo de baldosas moteadas y el olor a alcanfor pertenecían a otro lugar. Era la casa de la anciana señora Lea.

“Haz la Luz en las tinieblas, infúndeme de valor…dame el brillo de mil soles”

Dos pies enfundados en zapatos negros de mujer, sin tacones, se situaron delante de su campo de visión. Medias oscuras. Era ella, la mujer que le había cuidado de verdad. La única en toda su vida. La voz quebrada de la anciana se escuchó con claridad en el cuarto oscuro.

—El Señor es nuestro refugio y fortaleza, ayuda siempre pronta en los peligros. Por eso no tememos, aunque la tierra se conmueva y las montañas se desplomen hasta el fondo del mar.

La puerta cedió al fin. La silla que la atrancaba cayó hacia atrás y ellos entraron. Desde debajo de la cama, Cain mantuvo los ojos abiertos. No podía cerrarlos. No quería cerrarlos, aunque el corazón le golpeara con violencia en las sienes y tuviera la impresión de estar al borde del desmayo.

Ellos. Sus sombras oscuras proyectándose sobre las baldosas, rodeando a la anciana. Sus presencias terribles, fantasmales, asfixiantes, que parecían enterrar cualquier atisbo de esperanza, apagar el sol, echar sal sobre las heridas del alma y convertirla en ceniza. No sabía quienes eran, nunca había visto sus rostros.

Pero sabía lo que eran. Eran el mal.

—Aunque bramen y se agiten sus olas y con su ímpetu sacudan las montañas, el Señor de los Ejércitos está con nosotros. Nuestro baluarte es el Dios de Jacob.

—¿Ha terminado, señora? —dijo una voz de hombre. Una voz suave, lenta. Falsamente amistosa.

—No podéis llevaros al niño. No lo permitiré.

La voz de la anciana era firme y decidida. Alguien se rió con una risa plácida y burlona y otro de ellos habló.

—Entonces nos la llevaremos a usted.

Se escuchó el gruñido de un animal y luego los pies de la mujer vacilaron. Las sombras cayeron sobre ella. Llegó a oídos de Cain un grito ahogado y el borboteo de la sangre, el sonido de las mandíbulas hundiéndose en la carne, quebrando los huesos. Un chorro oscuro y de olor metálico cayó sobre las baldosas y comenzó a extenderse. Los zapatos de Lea se levantaron del suelo y luego uno se cayó sobre el charco de sangre al desprenderse del pie.

Y entonces Cain supo que no podría escapar. Y supo que ningún ángel le iba a salvar. Apretó el cuadro contra su pecho hasta que el cristal se rompió y se le clavó en la piel, y con los ojos fuertemente cerrados gritó, gritó, desesperado.

—Cain

Gritó y gritó. Alguien se inclinó bajo la cama. Vio su sonrisa deforme, demasiado grande para el tamaño de su rostro. Vio sus ojos rojos y brillantes, las pequeñas lentes fractales que los componían. Vio los cabellos blancos derramándose en el suelo, manchándose de sangre.

—¡Cain!

Gritó y gritó, y el otro se inclinó también. Vio su rostro maduro, las patillas canosas, el peinado perfecto, la piel bronceada y las gafas de montura metálica. Traje y corbata y aspecto tan normal que aterraba. Tan normal. “Las personas normales también pueden ser monstruos”.

Una mano se alargó hacia él.

—¡Cain, despierta!

Gritó y gritó.

Y abrió los ojos.

El ángel estaba allí, con una mano en su hombro y la otra en su rostro, mirándole fijamente con aquella mirada azul, profunda y clara. Preocupada. Llena de afecto. Un resplandor dorado le orlaba los cabellos.

—Tranquilo. Sólo es un mal sueño —dijo el ángel.

—Es un mal sueño —repitió, con voz temblorosa. Tenía los ojos anegados de lágrimas, estaba cubierto de sudor frío —. No es real. No es real.

No era real. Se despegó las sábanas a tirones, aún temblando. No había ningún ángel en su habitación, era Gabriel. No resplandecía con la luz áurea de la divinidad, era la bombilla de la pequeña lámpara árabe que tenía sobre su mesita de noche. Se arrancó las lágrimas de los ojos con dos manotazos y miró alrededor, reconociendo las paredes, la ventana, las cortinas, los libros.

Quería volver a ser plenamente consciente de que aquello era lo real. Quería recuperar la seguridad. Aquel sitio era seguro. Estaba a salvo. Lo estaba.

—Ya está, chaval. Ya pasó.

Gabriel suspiró y le revolvió los cabellos con la mano. Luego le soltó el hombro y se sentó en el borde del colchón, ladeado hacia él, mirándole con expresión preocupada.

Cain se había rodeado los brazos con las manos y se esforzaba en dejar de estremecerse como un crío, en contener los sollozos. Aún tenía los ojos brillantes, el corazón en la garganta y el olor de la sangre en las fosas nasales. Maldito sueño, maldita pesadilla que no dejaba de atormentarle...

Desde que había dejado la droga, Cain experimentaba diversos síntomas de abstinencia, aunque por fortuna eran muy suaves. Nunca había llegado a desarrollar una adicción verdadera. Él consumía para evadirse y solía variar mucho, nunca tomaba lo mismo. Aun así, el hecho de separarse para siempre de los estupefacientes le estaba produciendo algunas alteraciones, y el regreso de las pesadillas recurrentes era una de ellas. Hacía tanto tiempo que no las había tenido que llegó a olvidarlas, y sin embargo, ahora que regresaban recordaba que uno de los motivos que le impulsaron siempre a perderse en los abismos de la irrealidad, de la alucinación y los estados alterados de conciencia era el deseo de huir de ellas.

Huir de aquellas malditas pesadillas.

El colchón se quejó un poco cuando Gabriel se levantó.

—No te vayas — dijo Cain, abalanzando una mano hacia él y agarrándole de la muñeca con todas sus fuerzas.

—No me voy. Voy a hacerte una tila —respondió el profesor, hablando en tono suave y tranquilizador. Cain aflojó los dedos y le soltó —.Vengo ahora mismo, ¿de acuerdo?

El joven suspiró, desviando la mirada. Demonios, se estaba comportando como un crío. Asintió con la cabeza.

—Vale, pero no hace falta. Sólo ha sido un estúpido sueño.

El profesor salió al pasillo y siguió hablando, alzando la voz para que Cain pudiera escucharle.

—A veces los estúpidos sueños pueden alterarnos tanto como si fueran reales. A todos nos ha ocurrido alguna vez.

Cain sonrió a medias. Se apartó el flequillo del rostro. Al hacerlo, la humedad del sudor le impregnó las yemas de los dedos. Se preguntó si había tenido fiebre. Intentó tomarse la temperatura colocándose una mano en la frente, pero sentía la mente espesa y herida, como si le hubieran estado taladrando el cerebro durante minutos enteros. No se veía muy capaz de comprobar su propio estado. Ni siquiera era capaz de controlar los espasmos que aún le sacudían de vez en cuando, ni los sollozos que le estrangulaban la garganta.

Miró el reloj de la mesita: marcaba las cuatro y media.

Volvió a suspirar y se apoyó en el cabecero de forja, abrazándose y cerrando los ojos mientras se daba tiempo a sí mismo para volver completamente a la vigilia. Se concentró en la dureza del hierro en el que había apoyado la espalda, en el tacto de su propia piel, en el frío del ambiente y en el sonido del microondas en la cocina, de los pasos del profesor, de la taza contra el plato y la cucharilla de metal.

Sí, estaba comportándose como un crío. Frágil, vulnerable y miedoso. “Joder, David… No, David no. Cain, eres Cain, el que hace de sus debilidades armas. Ya no eres un niño, ¿no es verdad? Ya no eres un niño asustado. Ahora eres un hombre y eres el dueño de tu vida. Nadie volverá a hundirte”. Aún le sabía amargo el paladar, como si hubiera tragado bilis, y se sentía envuelto en alguna clase de membrana pegajosa. Pensó en darse una ducha, pero lo descartó. No estaba muy seguro de poder mantenerse en pie.

Cuando sintió aproximarse los pasos de Gabriel, abrió los ojos y trató de componer una imagen menos herida. Extendió la mano para coger la taza humeante, le agradeció con la cabeza y luego volvió la mirada hacia la ventana. La persiana entreabierta dejaba ver las luces de la ciudad a través de los visillos.

—Ten cuidado. Está muy caliente.

Gabriel volvió a sentarse en la cama, a su lado, con una pierna flexionada sobre el colchón. Entonces se dio cuenta de que llevaba los pantalones cortos de fútbol que solía usar para entrenar, y nada más. Y de que estaba despeinado.

—Te he despertado —comprendió —¿Tan fuerte gritaba?

“Qué vergüenza”, pensó, dando un sorbo a la taza. Seguramente había parecido un cerdo en el matadero. Gabriel apretó los labios y frunció un poco el ceño, negando con la cabeza.

—Me desperté antes de que gritaras —el profesor se rascó la ceja. Luego le miró y habló como si sintiera la necesidad de explicar algo —. Tengo mucha intuición. A veces me pasa. Con cosas así.

—¿Cuando alguien tiene pesadillas?

—No, no. Cuando alguien de mi entorno está sufriendo.

Cain dio un sorbo a la taza, recogiendo aquellas palabras y guardándolas en su memoria. Esa frase significaba muchas cosas que ahora no se sentía en disposición de analizar. Durante un rato estuvieron en silencio, él mirando hacia los visillos y Gabriel a su lado, confortándole quizá sin saberlo con su presencia callada.

—Antes tenía pesadillas a menudo. Pero ya no lo recordaba —confesó Cain al cabo de un rato.

—Me sucede lo mismo.

Vaya. Aquello no se lo esperaba. Giró el rostro hacia él.

—¿Qué hay en las tuyas?

Gabriel hizo un gesto vago con la mano.

—Una mezcla de fantasmas del pasado y terrores imposibles.

Cain no pudo evitar una risa casi resoplada al escuchar la descripción. Joder, era buena.

—En las mías también.

Volvieron a quedarse en silencio. Después, Gabriel subió las piernas a la cama y se estiró a su lado, apoyando la almohada en el cabezal y utilizándolo como respaldo. Cain parpadeó, sin saber muy bien como reaccionar. Había pensado en pedirle que se quedara, pero no sabía muy bien como hacerlo sin delatar aún más su debilidad. Ahora ya no tendría que preocuparse por eso.

—¿Quieres contarme tu sueño, David?

La voz tranquila del profesor era como un abrazo.

—Llámame Cain —respondió, apartando la mirada otra vez —. ¿Por qué quieres que te cuente algo así?

Aquella frase le recordaba a las escenas de algunas películas, cuando alguien iba al psicólogo. Gabriel se encogió de hombros levemente.

—Porque a veces el hablar sobre esas cosas ayuda a liberarse de ellas. Pero no tienes que hacerlo si no quieres.

—Sí que quiero —respondió Cain. Luego tomó aire y dejó la taza en la mesilla. La infusión caliente le había hecho sentirse algo mejor —. Al fin y al cabo, no es real.

—Vale.

Gabriel se ladeó un poco. Sentía su mirada sobre sí, atenta. Cuando empezó a hablar lo hizo con toda la distancia que fue capaz de poner.

—En mi sueño, es el fin del mundo —comenzó—. Llueve fuego y la tierra se abre. La ciudad se está deshaciendo en ese cataclismo. Y cuando los edificios y todo eso se caen, debajo hay ruinas asquerosas, como si hubiera habido otro fin del mundo antes. Hierros retorcidos, cristales rotos… algo así, oxidado y viejo. El asfalto se resquebraja y el cielo está rojo, lleno de humo y de nubes espesas. No veo a la gente, porque estoy mirando todo eso desde dentro de la casa. Estoy en la casa de… en una de mis casas de acogida. La del ángel.

—¿La del ángel? —preguntó Gabriel, frunciendo un poco el ceño.

Cain asintió.

—Era la casa de una familia acomodada. Bueno, la más acomodada en la que he estado. Él era contable. El padre de familia, quiero decir. Venía a visitarme por las noches muy amablemente para que no estuviera solo y no pasara frío —hizo una pausa—. Tenían un cuadro de un ángel. San Miguel. Creo que te lo he contado alguna vez.

El profesor tensó la mandíbula y entrecerró los párpados.

—Me hablaste de ese cuadro.

Cain volvió a coger la taza, miró hacia la ventana. No quería darle pena. Siempre había odiado la idea de ser digno de lástima, de despertar compasión en otros, esa compasión vacía y distante, inevitable. Vacía y distante porque nadie podía consolar el alma de aquel que había sido humillado, forzado y vejado en cada célula de su ser, en cada gramo de su alma. Era un dolor delicado, difícil de tratar. Nadie sabía bien cómo comportarse con aquello, ni siquiera él mismo, que se veía abrumado por la vergüenza Avergonzado de su propia impotencia. Avergonzado por haber sido víctima en un mundo en el que los fuertes devoraban a los débiles. Ergo, avergonzado por ser débil. Por no haber podido evitarlo.

—La pesadilla empieza ahí. Cae la lluvia de fuego y yo estoy viendo el Apocalipsis destrozando todo, como en “Armageddon” —prosiguió, armándose de frivolidad— Y entonces veo pasar a unos monstruos por la ventana, una especie de mezcla aberrante entre insecto y persona. Uno rompe el cristal y yo me escapo a mi cuarto.

»Me escondo bajo la cama después de atrancar la puerta, pero ellos consiguen entrar. Entonces aparece la señora que me cuidaba, Lea, recitando un salmo. Se pone delante de la cama para protegerme y ellos la matan. Después me encuentran.

—¿Has dicho que son personas insecto?

Cain asintió a medias.

—Algo así.

Gabriel se había quedado serio, observándole como si no le hubiera contado un sueño sino una experiencia real. Y en cierto modo, así había sido. “Porque ella murió”, dijo una vocecita dentro de su cabeza. “Ella murió, David, Cain, tú lo viste. Les viste entrar por la ventana y viste ese rostro de dientes afilados, aunque no era Lieren. Les viste matar a Lea con púas y tentáculos, viste a esa especie de hiena de metal y carne, viste esas aberraciones y el mundo era horrible, y…”

—Te estás poniendo pálido otra vez.

Cain se volvió hacia el profesor, huyendo de esa voz interior que le había vuelto a hacer temblar. No estaba loco. No estaba loco. No, todo aquello tenía una explicación. Quizá fue su imaginación, o un recuerdo que se le implantó en la memoria más tarde por culpa de las drogas… aquello no podía ser.

Pero lo había visto. Y sabía que era.

Si no, ¿por qué le causaba pesadillas? Uno no tiene miedo de algo que se ha imaginado. Uno no sufre terrores nocturnos reiterados por algo que no es real, ¿no era así?

No estaba seguro.

—No es real, ¿verdad? —preguntó con un hilo de voz. Carraspeó.

Había fijado la mirada en los ojos azules de Gabriel, buscando la seguridad, la estabilidad. Pero el profesor también tenía un poso de inquietud al fondo de las pupilas.

—No lo sé… tendrás que decirme qué parte son recuerdos y qué parte es sólo sueño.

Cain tragó saliva.

—La casa, la muerte de Lea y los monstruos… —Joder, iba a decirlo. Tenía que ser valiente— eso son recuerdos. El resto es sólo sueño.

Gabriel se le quedó mirando un rato en silencio. Cain estaba escuchando los latidos de su propio corazón a causa de la fuerza con la que le palpitaba la sangre en las sienes. “Estoy loco”, se dijo, sintiendo que las lágrimas volvían a agolparse. “Estoy loco, bueno, siempre lo he sospechado. Eso explicaría muchas cosas.”

—Sabes… —empezó a decir el profesor. Frunció el ceño y se apartó el cabello revuelto hacia el hombro. Parecía algo confuso —no sé si es real o no, pero creo que he visto algo parecido alguna vez.

El tiempo pareció detenerse. Cain se olvidó de respirar y después tragó saliva a duras penas.

—No me jodas, profe… quiero decir, ¿qué coño estás diciendo? ¿De qué me hablas?

El miedo comenzó a latiguearle en el estómago como un pez coleando, buscando el modo de escapar. Gabriel negó con la cabeza y le observó de soslayo con un gesto entre resignado y amargo.

—A lo mejor es que los dos estamos locos. A lo mejor es una cuestión del subconsciente. No lo sé. Pero yo he visto a esos hombres insecto.

—No me jodas.

Cain cogió la taza y engulló el contenido restante de un golpe. Ahora no le vendría mal un trago de algo más fuerte. Ojalá pudiera pensar que el profe estaba bromeando. Ojalá hubiera algo en él, en su manera de hablar o de mirarle de reojo ahora mismo que pudiera inducirle a creer que estaba gastándole una jodida broma de mal gusto. Pero sabía que no era así.

—También aparecen en mis sueños. También están en mis recuerdos.

—¿Por qué? —Casi lo había gritado. Intentó controlar su tono de voz, volver a apoyar la espalda en el cabecero de la cama y no empezar a temblar otra vez. —¿Qué tienes tú que ver con eso? ¿Cuándo les viste? ¿Cómo?

Gabriel se removió, algo incómodo. Cain sabía que estaba siendo demasiado agresivo y demasiado insistente, pero el suspense le estaba envenenando poco a poco.

—Cuando trabajaba en seguridad, mi tarea consistía en proteger a alguien —comenzó el profesor —. A dos músicos. Eran dos hermanos gemelos de unos veinte años.

—¿Ellos los mataron? —Gabriel asintió, pero no dijo nada más. Su mirada se volvió hacia adentro —. ¿Por qué? No, espera. Espera, tienes que contarme más…

—Hoy no. Has tenido una pesadilla y tienes que dormir.

—¡No me digas lo que tengo que hacer!

La taza se quebró al caer al suelo. Cain apretó los dientes y respiró con fuerza por la nariz. Estaba terriblemente asustado, al borde de la ansiedad y sufriendo una taquicardia. Los recuerdos traumáticos se revestían de realismo con las declaraciones de Gabriel, la locura acechante le resultaba al mismo tiempo temible y un consuelo. No podía ser real. No podía ser real. Se lo había repetido muchas veces a lo largo de su juventud, y ahora aquel hombre le decía que él también había visto a los monstruos.

—Eh, tranquilo.

El profesor alargó una mano para tocarle el hombro. Su contacto le sacudió como una descarga eléctrica.

Aquel hombre. Aquel hombre que le recogió y le llevó a su casa sin motivo. ¿Por qué había hecho tal cosa, qué motivaciones ocultas tenía Gabriel? ¿Se llamaba Gabriel de verdad? ¿De verdad era profesor? Empezó a desconfiar, intentó imaginar qué clase de complot era aquel, pero no consiguió sino que la taquicardia empeorase.

—Que no me digas lo que tengo que hacer —insistió, deshaciéndose de su mano al separarse de él. Ahora no le importaba estar alzando la voz — ¿Quiénes eran esos dos gemelos? ¿Qué son esos monstruos? ¿Quién coño eres, Gabriel? ¿Por qué me trajiste a tu casa? ¡¿Quién coño eres?!

El profesor se había sorprendido por su reacción, pero el asombro dio paso a otra cosa. Desapareció el hermetismo y una emoción contenida, arrebatada, le tensó la mandíbula y le humedeció los ojos. Cain, respirando agitadamente, apretó los labios, sin ceder.

—No lo sé. No tengo ninguna maldita respuesta, Cain —contestó, con voz tensa y algo agresiva, echándose hacia delante para hablarle —. No sé quienes eran ellos. No sé por qué les mataron. No sé qué son esos monstruos ni por qué me negué a dejarte ahí esa noche. Y no, no sé quien soy. ¿Y sabes una cosa? Me parece que no quiero saberlo.

El colchón se elevó cuando el profesor se puso de pie para salir. El fuego que estaba quemando por dentro a Cain se volvió mas intenso.

—¡No huyas ahora, hijo de puta! ¡Cobarde! ¡No me dejes aquí tirado después de esto!

El despertador de la mesita de noche se estrelló junto a la cabeza del profesor, contra el marco de la puerta. Gabriel se dio la vuelta y cerró de un portazo tan violento que hizo temblar las bisagras, volviéndose hacia él con la mirada encendida.

—¿Qué quieres de mi, maldito seas?

—¡Que te quedes!

Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se odió por ello. Se avergonzó de ellas. Se avergonzó de sus gritos, se avergonzó de sí mismo y se odió por avergonzarse. Aquel era el bucle maldito, la espiral terrible que siempre le llevaba a los peores abismos. Pero Gabriel no se hizo esperar. Maldiciendo por lo bajo y con ademanes ásperos, regresó a la cama, apartó las sábanas de un tirón y se metió debajo de los cobertores, tirándole del brazo hacia sí.

—Ven aquí. Deja de llorar. Joder.

Cain se dejó llevar y se hundió entre las sábanas con una profunda sensación de alivio. Seguía enfadado, pero al menos Gabriel no se escaparía esta vez. Permitió que le rodeara con los brazos, pegó la mejilla a su pecho y se refugió en su cuerpo, intentando no volver a temblar. El mundo se desestabilizaba. Y sin el profe, seguramente sería aún peor.

—No eres el único que está asustado, ¿sabes? —le reprochó por lo bajo.

Gabriel suspiró.

—Claro que lo sé —admitió en un susurro—. Perdona.

—Pues no hagas esas cosas. Eso de largarte así y…

—Es que me presionas demasiado, chaval. ¿No te das cuenta?

— ¿Que yo te presiono? —alzó la mirada para acribillar con ella los ojos azules del profesor —Eres demasiado delicado para ser tan rudo.

—Y tú eres demasiado violento para ser tan frágil.

Bajo los edredones, el perfume a madera y sándalo de su cuerpo era más intenso. Cerró los ojos, concentrado en su voz de terciopelo, en su presencia. A lo mejor estaban los dos locos. A lo mejor la ciudad estaba, literalmente, poblada de monstruos. Un lugar hostil poblado de monstruos, así la había bautizado Gabriel cuando se conocieron.

—No soy frágil. Ni violento.

—Cain, me has tirado el reloj a la cabeza.

—Pero no te he dado.

Gabriel volvió a suspirar. Sintió sus dedos cosquilleándole en la nuca, la tibia caricia sobre su hombro y luego a lo largo de su brazo.

—Bien, gracias a tu arrebato de salvajismo, mañana no te sonará el despertador —concedió de mala gana — así que intenta volver a dormirte. No pienses en nada de todo esto. En nada. Ya volveremos a abordarlo más adelante, pero ahora no.

Cain asintió, dándole una tregua. Al menos el estallido de rabia le había servido para liberarse un poco de la tensión del miedo.

—¿Vas a quedarte toda la noche?

—Sí. Y tanta parte del día como sea necesario —dijo el profesor —. Me quedaré hasta que te despiertes.

Aquello terminó de tranquilizar a Cain. Sus piernas se aflojaron, relajó la mandíbula y los dedos de las manos, que mantenía apretados como si empuñara armas invisibles. Lentamente, una sensación de hormigueo se extendió por su piel, le envolvió los miembros y hasta la mente, haciendo que le costara pensar. Se quedó dormido sin darse cuenta y se hundió en un sueño profundo y blanco, sin imágenes.

. . .

©Hendelie

2 comentarios:

  1. Creo que la frase " eres demasiado violento para ser tan frágil"define perfectamente a Caín . Tan asustado , tan vilento, tan enojado ... tan fragil .

    Me encanta este personaje . Al principio no le entendía demasiado pero a medida que transcurre la historia y de conoce más al personaje te das cuenta que en realidad no es más que eso . Un niño perdido y asustado que necesita desesperadamente el cariño de Gabriel .
    Gracias como siempre por compartir este maravillosos capítulo con nosotros .

    Un abrazo .

    Judith

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  2. ¡Hola Judith! Muchas gracias por todos los comentarios, me encanta leerlos ver cómo veis vosotros a los personajes y las emociones que os despierta la historia. ¡Me son de mucha ayuda! Gracias a ellos voy valorando si consigo transmitir bien tanto la atmósfera del entorno como la personalidad y sentimientos de los personajes.

    Por cierto, he leído en otro comentario tuyo que Cain y Driadan son tus personajes favoritos. Yo les tengo cariño a todos los personajes, pero esos dos me resultan muy especiales. ¡Me parecen héroes trágicos! Jejeje.

    ¡Un abrazo fuerte!

    Hendelie

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