lunes, 16 de enero de 2012

Fuego y Acero XXX: Lealtades


30.- Lealtades

- ¿Necesitas ayuda?

Driadan dio un respingo, hundiéndose por completo en el agua y frunciendo el ceño. Había salido a bañarse en la pequeña alberca que había junto a la granja, confiando en que nadie pisaría el exterior con la nevada que estaba cayendo. Los copos habían comenzado a desprenderse del cielo mientras él aún estaba en el interior de la casa, en la habitación de Ioren, allí donde no existía el frío.

- ¿Qué haces fuera?

Estaba atardeciendo. En Thalie los días eran grises, pero los ocasos se vestían de color añil, se pintaban con azules fantásticos que se oscurecían gradualmente hasta llegar a la noche negra. Así, desde el amanecer hasta el crepúsculo, el firmamento del norte lucía todos los tonos del acero al que sus habitantes tanto veneraban. En la luz tenue, Jhandi era una figura oscura en la que resplandecía la sonrisa de media luna.

- Iba a coger leña para el fuego, pero no queda en la puerta. ¿Y tú, te has vuelto loco, Nirala? ¿Qué haces bañándote ahora, con esta nevada? Te vas a congelar.

El chico no respondió, hundido en el agua hasta el cuello. Ciertamente, estaba tiritando. Pero no podía explicarle a Jhandi por qué necesitaba un baño. Los copos de nieve se le pegaban al pelo mojado y tenía la piel enrojecida.

- La gente de aquí lo hace.

- La gente de aquí está loca – rió el sureño, acercándose al montón de troncos que yacía olvidado en un rincón, junto a viejas azadas, cubierto con una lona rígida de cáñamo tejido. Empezó a elegir las ramas adecuadas con aire profesional- ¿Vas a empezar a adoptar las costumbres del norte? Nirala ya está lo suficientemente al Norte.

Driadan no pudo evitar una risilla. El joven sureño siempre había despertado su simpatía más que los demás, quizá por su carácter desabrido y la manera en la que siempre le había prestado atención. Jhandi nunca había dejado de ser amable con él. Y ciertamente, en los malos tiempos, a pesar del aislamiento al que el propio Driadan se había confinado, el hombre de los ojos oscuros siguió sonriéndole desde la lejanía, alentador.

- No está tan al norte – repuso Driadan, como si aquello fuera motivo de vergüenza. Tiró de los lienzos que había dejado dispuestos bajo su capa para secarse y se levantó, emergiendo al tiempo que se envolvía en ellos. – ¿Cómo es que conoces tan bien la madera?

El sureño había cargado varios troncos, atándolos con su cinturón. Se aproximó al príncipe para echarle la capa por encima de las toallas improvisadas y ponerle la capucha sobre el pelo mojado.

- Antes de Shalama, trabajaba en unos astilleros. Mi padre era leñador. ¡Ahora corre dentro, cerca del fuego! Si el Rojo te ve así pensará que te has querido arrojar al mar.

Los dos se apresuraron hacia la puerta de la granja. Los pies desnudos de Driadan se hundían en los montoncitos blancos que empezaban a cubrir el suelo, a veces estaba a punto de resbalar. Cuando Jhandi le franqueó la entrada al cálido interior del edificio, se sorprendió de haber resistido tan bien el frío.

- Ahora haremos una preciosa fogata, ¿verdad? – dijo el sureño, siempre animoso – Te secarás bien y podrás envolverte en esas bárbaras pieles…

- Tu también vistes bárbaras pieles.

- Claro, aquí no podemos usar gasa o seda, es demasiado fina. ¿Crees que para los hombres del mar, la gasa y la seda son bárbaras?

- Lo dudo – rió Driadan, acompañándole a través del pasillo.

El viento soplaba con fuerza en el exterior, llenando la casa de rumores y azotándola con un silbido intenso. Por eso no escucharon las voces, y sólo cuando cruzaron la puerta que daba paso a la gran sala se dieron cuenta de que había llegado un invitado aquella tarde. Ambos guardaron silencio y se acercaron al hogar sin hacer ruido.

En el otro extremo de la sala común, Ioren el Rojo estaba hablando con un hombre fornido, casi tan alto como él e igual de corpulento, pero bastante más entrado en años. Llevaba una capa de piel de nutria que brillaba bajo el resplandor de los braseros y las antorchas. El cabello gris le caía sobre los hombros, todo anudado en apretadas trenzas, y se sujetaba la capa con un broche de metal ennegrecido. Vestía ropas de guerrero o cazador, cuero flexible desde el cuello hasta las botas. El rostro, ceñudo y anguloso como era común entre aquellos hombres, estaba dominado por las espesas cejas, tan pobladas que sobresalían como alas de una gaviota blanca. Bajo ellas, los ojos grises brillaban con esa llama que Driadan ya conocía. La nariz aquilina y la barba recortada y del mismo tono ceniciento completaban la imagen de aquel anciano de plata que parecía templado y duro como una piedra, de pie frente a Ioren, sosteniendo el cuerno en la mano rebosante de hidromiel.

- ¿Deberíamos irnos? – murmuró Jhandi, dejando los troncos con cuidado y alimentando el fuego. Driadan negó con la cabeza.

- No – respondió en un susurro, acuclillándose frente al fuego – Si Ioren quiere que nos vayamos, ya nos echará. Además, ni siquiera nos han mirado al entrar.

Los dos se ocuparon del fuego durante un rato. Driadan dejó que la nieve se le derritiera en el pelo y que el pelo se le secara después, con los ojos fijos en las llamas y escuchando la lejana conversación de los dos hombres al otro extremo de la sala. Estaban hablando en su idioma, pero al joven no le costó entender las palabras.

- Los Gardan te apoyarán, y nosotros también – decía el hombre gris – pero no te va a ser fácil volver a ganarte al resto de los clanes. No mientras los Dioses sigan mostrándose contrarios a ti.

- Lo sé – replicó la voz penetrante del Rojo. – Por eso es importante encontrar a las manos de los Dioses y detenerlas. Si es que aún están vivas.
El hombre se rió.

- No hay quien te entienda. Algunos dicen que has perdido la cabeza, y quizá tengan razón. Dices que quieres poner las cosas en orden, Rojo, y contentar a los Dioses para poder recuperar tu lugar. ¿Y cual es tu primera idea? Cortar sus manos. ¿Así es como te pliegas al destino?

Driadan frunció el ceño al escuchar aquello, encogiéndose un poco frente a la hoguera. Las llamas danzaban y crepitaban con energía. Jhandi puso una rama más y se quedó a su lado, en silencio.

- A nuestros Dioses no les gusta la traición, Dunstrag – respondió Ioren casi tajante – y sin embargo, a mi alguien me ha traicionado. A mi y a todos. Nunca habríamos perdido la costa de Nirala si no nos hubieran emboscado. Tienes que ayudarme a descubrir quién fue, si aún hay manera de hacerlo.

- ¿Quién fue? – el tal Dunstrag resopló, su tono se volvió tenso – Puedo decirte quién no fue. No me gusta lo que insinúas.

- No te estoy acusando. No estoy insinuando nada. Nunca he dudado de tu lealtad.

- Eso es porque nunca te habían traicionado antes.

- Eso es porque has sido fiel a los más altos precios.

Hubo un largo silencio, después el hombre gris volvió a hablar, y su voz parecía más pesada, cansada.

- No te mentiré, Rojo, nunca lo he hecho… quisiera no haber vivido para ver algunas cosas. Quisiera no haber vivido para regresar cuando nos mandaste de vuelta. Teníamos que habernos quedado allí, a tu lado. Eso es lo que debimos haber hecho. Maldita sea.

- Ahora estaríais muertos, y yo no tendría ningún amigo en Kelgard.

- Ulver es tu amigo – añadió el anciano, con tono paternal – Siempre lo ha sido, o lo era hasta que regresaste. No sé lo que está dispuesto a ser ahora, pero sí puedo asegurarte que nunca ha tenido una intención taimada hacia ti. Al menos, si esa planta ha crecido, alguien ha plantado la semilla y la ha regado.

Driadan se ladeó un poco, mirándoles con disimulo por el rabillo del ojo. Los dos hombres hablaban de pie y daban sorbos a sus cuernos de cuando en cuando. Ioren parecía muy serio, casi tenso. El viejo, por el contrario, le miraba con más que simpatía, con verdadero afecto y cierto resplandor decidido, uno que Driadan no era capaz de reconocer.

- ¿Crees que alguien le ha envenenado contra mí?

- Creo que alguien ha envenenado muchas cosas – afirmó Dunstrag – Si ese alguien murió en la guerra de Nirala o sigue aún vivo, sólo lo sabremos cuando vuelvas a recibir un golpe.
- No estoy dispuesto a recibir más golpes.

- Lamentablemente, eso no lo eliges tú, amigo mío. ¿Quieres escuchar consejo?

Ioren suspiró y finalmente asintió, casi con resignación. El príncipe disimuló una sonrisa y Jhandi le respondió con una mirada perpleja. El sureño no había aprendido la lengua del norte, probablemente no estaba entendiendo una palabra. Driadan sospechó que por eso nadie les había convidado a marcharse del salón; Ioren debía pensar que ninguno de los dos había hecho sus deberes.

- Exponte lo suficiente como para que la sierpe asome su cabeza. Prepárale una trampa y luego aplástala. Pero mientras lo haces, no descuides tus obligaciones hacia los Dioses y hacia tu pueblo. Aunque Ulior Skol se siente ahora en la silla, pocos han olvidado la gloria y el esplendor de los días de Heren el Rojo, y los que siguieron. – El hombre de gris hizo una pausa y sus siguientes palabras sonaron forzadas, como si le costara terriblemente pronunciarlas – Y por la sal y la llama, piensa con la cabeza. No deberías estar aquí. ¿Cómo se te ha ocurrido tomar la hospitalidad de la Lectora?

- Somos demasiados – repuso Ioren, con un tono algo tenso, a la defensiva – Y no soy ningún mendigo. No voy a meterme en tu casa. Aquí tengo algún derecho.

- Mi casa es tuya. Tu extraña tripulación cabría perfectamente. Es algo por lo que debo felicitarte, por cierto. Hombres fuertes y con miradas templadas; extranjeros, sí, pero parece que has encontrado buen acero que moldear.

Driadan se estremeció un poco al escuchar la risa suave de Ioren, una risa tranquila que no había escuchando nunca antes. Le despertó una punzada de anhelo. ¿Por qué Ioren reía tan pocas veces? "Me gustaría verle realmente alegre alguna vez", pensó, casi sin darse cuenta. " Seguramente lo fue, algún día. Debió serlo, su risa resonaba bajo los techos de madera de estas casas tan raras, en los bosques cuando cazaba, en los barcos cuando navegaba."

- Han sido tiempos duros. De todos ellos uno se hace fuerte. En todos encuentra algo que vale la pena – respondió Ioren - Iremos a tu casa en cuanto hayamos pagado la hospitalidad de Kraakha, pero tuvimos que venir aquí primero. Algunos de mis hombres estaban enfermos.

Driadan tragó saliva. El único que había estado enfermo era él.

- Os esperaremos, entonces.

Los dos hombres salieron de la sala, arrastrando las capas. Al pasar junto a Jhandi y Driadan, el hombre del cabello gris les saludó con la cabeza y los ojos azules de Ioren se detuvieron en el príncipe durante un instante. El joven desvió la mirada precipitadamente, recordando lo que el Rojo había dicho sobre el color de sus ojos y las sospechas que podrían levantarse. Cuando hubieron salido, Jhandi se estiró.

- ¿Vas a contarme lo que han estado diciendo? – preguntó, tumbándose en la alfombra, delante del fuego.

Driadan se rió entre dientes y negó con la cabeza.

- Lo siento pero ya lo hará el Rojo si cree que debes saberlo. No es culpa mía que aún no hayas aprendido a distinguir una palabra de otra en este idioma salvaje – añadió, mirándole con desdén.

Miró al sureño con una media sonrisa, y mientras aguardaba una respuesta ofendida, notó un movimiento sutil detrás de una cortina.

- No he tenido tiempo entre tanto…

No prestó atención al resto de las palabras. Desde detrás de la gruesa colgadura de lana, una figura envuelta en un chal se escurrió ligera como el viento hacia la puerta lateral que permanecía en las sombras de un rincón. Los ojos verdes destellaron un momento al cruzarse con la mirada carmesí del príncipe de Nirala. Luego, la mujer desapareció, silenciosa, en la oscuridad del pasillo.

Driadan frunció el ceño. Quizá iba siendo hora de tener unas palabras con la Lectora de Runas.

. . .

©Hendelie



1 comentario:

  1. uf la lectora de Runas . No se porqué pero no me da buena espina .
    Muy bueno el capi . gracias por subirlo .

    Judith

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