domingo, 29 de enero de 2012

Fuego y Acero XXXIV: El cisne


34.- El cisne


Al día siguiente amaneció un sol rojo y líquido, de luz hiriente. El alba arañó los jirones de nubes blancas y lamió la helada de la noche anterior, tiñéndola con un resplandor sanguinolento.

—Malo — gruñó Beonar — Sol rojo, no es buen presagio.

Qilem negó con la cabeza.

—No más malos presagios para nosotros.

Ambos siguieron arando el campo.

Driadan estaba sentado en la valla, junto al huerto seco, contemplándoles mientras trabajaban. Llevaba un par de horas allí. Se había despertado en el lecho caliente como un nido, azotado por las pesadillas y esas estúpidas visiones que la hechicera le había metido en la cabeza, y había salido en busca de aire fresco, incapaz de mantenerse por más tiempo inmóvil. Había visto teñirse el cielo de azul suave, pintarse las nubes a brochazos, envuelto en la capa de piel mullida. Allí afuera, bajo la puñalada del aire frío, su cabeza se despejaba y podía pensar mejor. Pensar en todo.

Había puesto ya un orden pulcro en su cabeza cuando Cisne pasó por su lado, con un cubo de agua. Alargó la mano y le agarró de la parte de atrás del cuello de la camisa, haciéndole dar un respingo y ponerse a la defensiva.

—Tranquilo – dijo Driadan, ignorando su mirada de terror – ven, siéntate a mi lado.

Cisne miró el cubo. Parte del agua había caído a la tierra. El príncipe negó con la cabeza, indicándole que no tenía importancia.

—Ya se encargará otro. Siéntate a mi lado.

El muchacho del sur obedeció con desconfianza, dirigiéndole miradas temerosas de soslayo. Driadan le contemplaba, analizándole. Le había crecido mucho el pelo y lo tenía muy enredado. Su rostro, que había hecho las delicias de la corte de Shalama, ahora aparecía seco y macilento, con los ojos y las mejillas hundidas y esos ojos de animal huidizo en lugar de la chispeante mirada traviesa de antaño.

—¿Tú que opinas? – preguntó, señalando el firmamento - ¿Es un mal presagio?

Cisne no respondió. Driadan le puso una mano en el hombro y le dio un par de palmadas.

—Bueno. Tengo algo que decirte. Ya no tienes que vivir con miedo.

El muchacho frunció el ceño. Se escuchaba chillar a las gaviotas y el golpeteo constante y regular de las azadas en la tierra dura, los resuellos de Qilem y Beonar. El graznido de los gansos, lejano.

—No sé si lo he entendido.

Cisne siempre había tenido una voz muy bonita. Parecían haber pasado siglos desde la última vez que el príncipe la escuchó. Sí, Cisne había tenido una bonita voz, un rostro agradable, pero había sido una verdadera alimaña. Driadan no sabía si ya había pagado o no, si era justo o no. Tampoco se preguntaba si le había perdonado. Todo eso no le importaba mucho en aquella mañana roja.

—Ya no tienes que vivir con miedo, no de mi. O del Rojo.

Los ojos del Cisne se encendieron. Le observó con expresión anhelante, casi con ansiedad.

—Llevas mucho tiempo esperando las represalias – prosiguió Driadan – Bueno, no esperes más. No van a llegar.

—¿Qué significa esto? – replicó entonces el muchacho, con voz trémula y agazapándose con desconfianza – Es otro juego cruel. ¿Qué vas a hacer?

Driadan entornó las pestañas y elevó el labio superior en una mueca de desprecio. Bajó de la valla y se agarró el cinturón con las dos manos. Se le abrió el manto y reveló la camisa medio abotonada. Cisne se estremeció solo de verle así, delante del huerto congelado, bajo el firmamento que amenazaba con volver a romperse en nieve y escarcha.

—Vamos. Mírate. Das pena. – Le espetó el príncipe – En Shalama puede que fueras el rey de los corredores y el señor de las alcobas, el niño bonito del palacio. Pero al menos tenías agallas para hacer algo, aunque fuera destrozarme la vida a mí. ¿Y entonces qué? Un poco de venganza y te vienes abajo como un muñeco de mantequilla.

El Cisne abrió los ojos como platos. Driadan levantó el mentón.

—Todos los hombres nacen libres. Ser un rey o un esclavo, depende de lo fuerte que seas. Y lo fuerte que seas depende de lo fuerte que quieras ser. Esto que ha pasado, lo que nos ha pasado a todos, es una oportunidad. Hasta para Perfidia lo es. Ellos la están aprovechando – recalcó, señalando con la cabeza a los dos hombres que trabajaban unos pasos más allá - , yo la estoy aprovechando. ¿Qué vas a hacer tú? Ahora ya no tienes por qué vivir con miedo, así que te pregunto, ¿Qué vas a hacer tú?

El joven sureño abrió la boca lentamente. Parecía haberse quedado congelado, quieto en el sitio, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, sentado en la valla. Driadan le miraba, sin apartar la vista, mientras la comprensión iluminaba el semblante del que había sido su compañero. Luego, una suerte de dolor agudo pareció atravesarle, porque reprimió un sollozo y bajó la barbilla, agarrándose a la madera del cercado al empezar a temblar.

El príncipe se llenó los pulmones de aire. Una parte de sí mismo también estaba algo impresionada por el modo en que había hablado. Casi le resultaba gracioso darse cuenta de que había usado las mismas frases concisas, cortas, y un tono seco similar al de Ioren el Rojo, el Guerrero, el Maestro y el Ejemplo.

Desvió la mirada, apartándola del joven que lloraba. La corriente de simpatía hacia el Cisne, a pesar de todo lo que había sucedido, era fuerte como una cadena de acero. Tenían más o menos la misma edad y algunos rasgos de carácter similares. Habían estado mucho tiempo juntos. Sus primeros días en Shalama, Cisne había hecho verdaderos esfuerzos por ser simpático y caerle bien. Incluso le había cuidado. Driadan se había comportado como un príncipe debe comportarse con un esclavo, con desprecio y desdén. Con asco. Le había rechazado continuamente. Así pues, ¿no se había ganado su despecho y su antipatía? ¿De qué se extrañaba si después el Cisne había vuelto su crueldad hacia él? ¿No habría sido mejor haberle convertido en aliado en vez de… en esto? Había pensado mucho sobre todo aquello durante la noche anterior, y también lo hacía ahora. Por primera vez, Driadan lamentaba que las cosas hubieran sido tan desagradables entre ellos.

Y por primera vez, entendía el terror que había caído sobre Cisne el día en que el fuego y el acero se abatieron sobre Shalama.

Su mundo se derrumbó. Aun siendo un esclavo, Cisne conocía las reglas del juego y la jaula en la que vivía a la perfección. Aquello era su universo y en él se movía, hasta se sentía seguro. Al destruirse aquel universo y verse de pronto vulnerable y expuesto a la violencia y la barbarie, no lo había podido soportar, y el miedo había hecho presa en él. Sabiéndose culpable, vivía día tras día con la imagen de la Sharin Luarah, la mujer a la que ahora llamaban Perfidia, como un recordatorio de su posible destino antes o después. El Rojo le despertaba el terror que despierta un verdugo, y Driadan, el de un juez.

—No tengo palabras de consuelo ni nada de eso – murmuró el príncipe, desviando la mirada – Tampoco te voy a abrazar.

Cisne se limpió los ojos con el dorso de la mano, hipando al tomar aire.

—No entiendes – susurró el muchacho, levantando los ojos hacia Driadan. Estaban mojados y dolientes. – Me dices que es una oportunidad, algo que puedo aprovechar, pero ya te lo dije, Nirala. Yo he sido esto toda mi vida, desde que era un niño he sido lo que éramos en Shalama. No sé ser otra cosa.

—Esa es una mentira que yo también me he contado – le atajó el príncipe – Pero sí que puedes aprender a ser otra cosa. Da miedo, lo sé. Sé que estás asustado, pero no puedes quedarte quieto por miedo. No eres idiota, maldita sea. Eres astuto como una ardilla, más listo que yo. Podrías hacer lo que quisieras.

Resopló. Le costaba horrores admitir eso, pero Cisne lo era. No porque leyera más deprisa o porque tuviera mejor memoria. Era listo porque tenía astucia para la vida. Había sabido adaptarse bien a todo, al menos hasta la noche del fuego y el acero.

Cisne tragó saliva y bajó de la valla, apoyando la espalda en ella.

—Yo estaba bien allí. El palacio de la Sharin Luarah era el mejor lugar donde había vivido nunca – se lamentó – No me maltrataban y nunca me obligaron a hacer nada demasiado raro. El Sha Nuredil era gordo pero agradable, y me había acostumbrado ya. Con el tiempo habría llegado a ser mayordomo de la casa, si no hubiérais…

Se calló y meneó la cabeza. Driadan imitó su gesto.

—No, no tiene sentido volver a eso. Pero escúchame: tú y yo podemos intentar hacer algo interesante aquí. – El príncipe se acercó un poco, y Cisne le miró, de nuevo con suspicacia. – Creo que nadie más puede hacerlo. Y si sale bien, podremos pensar en algo para tu futuro. Si quieres servir, si aún te empeñas en ser eso, bien, podemos encontrar un sitio para ti. Si quieres ser otra cosa…

Cisne se apretó la capa en torno al cuerpo y los ojos color avellana relampaguearon.

—No comprendo esto, así de repente. Me dices que ya no debo tener miedo, que puedo hasta ser libre, y ahora parece que estés ofreciéndome un trabajo o algo así.

Driadan compuso un gesto de indiferencia suma y encogió un hombro.

—Lo hicimos fatal en Shalama. Los dos – respondió, bajando la voz un poco.

Era todo cuanto podría decir al respecto, pero algo se relajó en el semblante de Cisne, y asintió lentamente con la cabeza.

—Creo que sí.

Después, ambos se apoyaron en la valla y contemplaron el cielo, mientras Beonar y Qilem abrían surcos en un suelo que se lo ponía demasiado difícil. Pero eran hombres tenaces y no se cansaban; no se detenían. Driadan se había vuelto a hundir en sus pensamientos. Estaba pasando revista a todos los recuerdos que tenía del Cisne, como había hecho el día anterior. Revisaba cuanto había pasado por alto y cada vez tenía más claro que, con una mínima colaboración por su parte, habrían podido ser amigos inseparables. "Yo fui el idiota al principio. Podía haber tenido un gran aliado", se dijo, suspirando. Esperaba que no fuera demasiado tarde.

—¿Cómo te llamas? – preguntó, al cabo de un rato. – Tu nombre verdadero.

Cisne permaneció en silencio un rato, con la mirada perdida. Cuando se retiró el cabello del rostro – una maraña de rizos revueltos y mal cuidados – sus ojos estaban enfermos de nostalgia y esbozaba una sonrisa leve, sesgada, algo amarga.

—Amala – respondió al fin, en un susurro casi inaudible – Amala, ese es mi nombre. Significa limpio.

El príncipe asintió.

—Es un nombre muy bonito.

No era un cumplido. Le gustaba la sonoridad y el significado. Y cuando Cisne le devolvió la pregunta, tragó saliva y una puñalada de nostalgia le atravesó el pecho al recordar los salones de Nirala, la voz de su padre y su semblante, tan vívidos y tan reales como si le hubiera tenido delante el día anterior.

—Driadan – respondió, ahogándose en el repentino acceso de pena – significa hoja de roble.

Los dos jóvenes se miraron un momento y luego contemplaron el cielo otra vez. Cisne se había calmado, y el príncipe, tras dejar pasar aquella angustia, recuperó la compostura y entrecerró los ojos. Su voz sonó más débil de lo que le hubiera gustado cuando habló de nuevo.

—Bien. Entonces, Amala… creo que podemos hacer algo interesante aquí. ¿Estás dispuesto a intentarlo?

—¿De qué se trata?

—De desenmascarar traidores.

Cisne arrugó el entrecejo y luego asintió con la cabeza, tan despacio que a Driadan le costó identificar el gesto. Pero comprendió que, aún mientras asentía, estaba pensándolo y tomando la decisión.

- Cuenta conmigo.

Driadan asintió y se estiró, irguiéndose.

- Es un buen comienzo.

- Si – dijo Cisne, y sonrió, por primera vez desde un tiempo incontable. Una sonrisa breve y fugaz, pero ahí estaba. – Es un buen comienzo.

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© Hendelie

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