martes, 14 de febrero de 2012

Fuego y Acero XXXVII: Sol Rojo



37.- Sol rojo


La granja de Kraakha era un edificio antiguo, de más de cien años. Las piedras de sus paredes, las vigas de sus techos y las láminas de madera que recubrían cada habitación y el suelo de tarima habían visto mucho, habían escuchado mucho. Sin embargo, nunca antes se habían reunido bajo el tejado de pizarra tantas almas extranjeras, tantas voces melódicas, acentos tan dispares. La variada tripulación se encontraba sentada en la larga mesa, de nuevo reunidos para la comida. Las conversaciones se entrecruzaban en idiomas diversos: el suave acento de Shalama, cantarín y dulce, el rápido y silábico de los hijos de Oriente y las entonaciones más toscas de los habitantes de los imperios inferiores. En el castillo de Nirala, una de las aficiones de Driadan consistía en bajar al aviario que su padre había instalado en el ala este para admirar los pájaros traídos de todas partes del mundo. Sus trinos llenaban el aire, resonaban como un concierto explosivo en las mañanas soleadas, cada uno distinto al otro, en una sinfonía extraña y hermosa.

Mirando alrededor, golpeando con la cuchara su escudilla de barro, el príncipe imaginó a cada uno de sus compañeros con pico y plumas. "Arévano sería un faisán, y Jhandi un pavo real… Kiram y Sulori papagayos. Y Fernos un halcón…".  Intentó, de este modo, distraerse del nudo que aún tenía en el estómago. Tras haber dejado a Cisne atrás y la tensa entrevista con Ulior Skol, parecía tener una pinza en la garganta y otra en las tripas.

Perfidia, con el cabello recogido y la mirada baja, estaba sirviendo la comida en los platos. Aquel día había cocinado ella, y el menú consistía en unas grandes piezas de pescado asado con hierbas aromáticas y hortalizas hervidas. Su ración cayó en el cuenco con un chapoteo y el aroma delicioso le estalló en la nariz. No se creía capaz de comer nada, pero aquel lomo rosado y jugoso olía demasiado bien como para resistirse, así que al menos lo intentaría.

Cuando Luarah terminó de distribuir el almuerzo, Fernos empuñó el cubierto y se estaba llevando a la boca el primer bocado cuando una mano le agarró por la muñeca y le detuvo.

—Esperamos a Ioren – ordenó la voz de Qilem.

Era el mayor de todos, un hombre alto y silencioso, expresión dura y cabello blanco. Debía tener cerca de sesenta años, pero su energía parecía inagotable. Nunca se había rezagado en una marcha, no se arredraba a la hora de manejar velas, palos y maromas en el barco y Driadan le había visto tumbar a Beonar en un combate amistoso. Cuando el Rojo no estaba, Qilem era la autoridad. Y nadie se oponía a eso, pero Kiram y Sulori se sonrieron y miraron al anciano.

—Seguramente no viene

—No, tiene mejor tarea. Va a comer juso, sí.

Qilem frunció el ceño.

—¿Qué demonios es eso? Hablad en sureño, por todos los diablos.

Juso - insistió Sulori.

Luego, ambos hicieron un gesto con los dedos , separando el índice y el corazón y colocándolos sobre la boca, sacando la lengua entre ellos y agitándola.  Se despertaron las carcajadas de algunos de los congregados. Qilem resopló y se encogió de hombros, hundiendo la cuchara en el estofado.

—Los hay con suerte – replicó Fernos, masticando al fin y dando un trago de cerveza. Perfidia pasó por su lado, y él la siguió con la mirada, palmeándole el trasero con la mano libre – aunque yo no me quejo por lo que me toca. Si este juso sigue por aquí, imagino que nuestro Rojo está dándole su merecido a la señora de la casa.

—Pagando la deuda de hospitalidad – dijo Kiram.

Se escucharon algunas risas más, y cuando a Driadan ya le quedaban pocas excusas para no entender lo que estaban queriendo decir sus compañeros, la voz de Arévano le rescató de seguir escuchando algo que no sabía si podía soportar.

—Dejaos de jusos y de deudas. ¿Habéis visto el amanecer de hoy? Hemos tenido el sol rojo.

Rápidamente, la conversación viró hacia el extraño fenómeno atmosférico que habían presenciado en la mañana, y el príncipe dejó caer la cuchara dentro de su plato con un suspiro de alivio.

Maldita sea. ¿Qué tonterías estaban diciendo esos dos orientales? Hacía apenas dos horas, Ioren le había pedido un respiro y se había marchado a su cuarto, al cuarto que en realidad compartían cada noche. Driadan no había sentido demasiada angustia al respecto, aunque sí un ligero enfado. Se había limpiado la molestia y la comezón a base de agua fría en la alberca y, después, entrenando con la espada. Pronto, el estado de ánimo del Rojo había pasado a un segundo plano mientras el príncipe golpeaba los sacos de avena con el arma de entrenamiento y meditaba acerca de Amala y su comportamiento para con él en el pasado. De todos modos, no había hecho nada tan terrible como para enojar a Ioren hasta el punto de que…

¿De qué? ¿De que no viniera a comer para acostarse con Kraakha?

Debió hacer algún gesto extraño, porque Jhandi le puso la mano en el hombro con disimulo y le llenó el vaso de hidromiel.

—Bebe un poco. Te estás poniendo blanco – le dijo, a media voz.

Driadan agarró el vaso de cerámica y se tragó todo el contenido de un golpe. "Comiendo otra cosa. Si, ya. A saber. Estos orientales sacan conclusiones estúpidas. Seguro que les han visto hablando y han pensado lo que no era." Se obligó a engullir un trozo de pescado y a apartar la mente de las idioteces de sus compañeros, pero algo estaba hirviendo y quemando en su interior, como una lengua de fuego, reduciendo a cenizas sus neuronas y ahogándole en una incertidumbre espesa y angustiosa.

—¿Dónde está Cisne? – le preguntó Jhandi.

El joven de la trenza oscura parecía estar pendiente de él, y Driadan no pudo menos que agradecérselo. Cogió la jarra de hidromiel y volvió a llenarse el vaso.

—Hemos estado en Kelgard, con el jefe tribal. Cisne se ha quedado con él, a ver qué puede averiguar.

El moreno asintió, pensativo. Aunque no hablaban demasiado de ello, y menos abiertamente, todos los tripulantes estaban al tanto de la situación del Rojo en Kelgard, de sus aspiraciones y de lo que le había sido arrebatado. Driadan sabía que aquellos hombres, aun sin inmiscuirse demasiado en asuntos que no les competían y que además trataban de leyes y tradiciones de una tierra que les era desconocida, apoyarían a Ioren en todo lugar y momento.

—No pensaba que Cisne quisiera cooperar con Ioren – afirmó Jhandi, mientras masticaba despacio – Siempre parecía asustado y temeroso en su presencia. ¿Es cosa tuya?

Driadan se encogió de hombros.

—Podría decirse que sí.

Jhandi sonrió.

—Eres un buen muchacho. Y muy inteligente. Qilem siempre lo dice.

El príncipe se sorprendió con aquella afirmación, y dirigió una mirada disimulada al anciano canoso. Era un hombre silencioso y observador. Driadan no recordaba haber cruzado una palabra con él, pero sospechaba que el anciano no necesitaba hablar con alguien para sacarle la talla y medida. Sus ojos eran cuchillos que podían traspasar la piel y el alma. "Casi como los de Ioren", se dijo.

—Si eso fuera verdad … — Driadan hizo una pausa para apurar el nuevo vaso de hidromiel y volverlo a llenar – si eso fuera verdad no me sentiría como un idiota tan a menudo, ¿no te parece?

Jhandi volvió a reír con suavidad, dando otro bocado al salmón.

—Creo que eso no significa nada, Nirala.

Driadan se encogió de hombros y se bebió el tercer vaso. El alcohol le cosquilleaba en las venas, empezaba a sentir calor y el nudo en el estómago se había convertido en una pequeña bolita de fuego encendido que subía y bajaba. Retiró su taburete y comprobó que no había bebido demasiado: la sala no oscilaba a su alrededor y el suelo era sólido. Sin prestar atención a Jhandi ni a la mirada extrañada de Arévano, salió dignamente por la puerta.

Sólo dejó que su rostro se descompusiera en una máscara de rabia cuando hubo apoyado la espalda en el muro, lejos de la vista de los demás. Ioren y Kraakha. ¡Ioren y Kraakha! ¿Era tan imposible? 

Seguramente no. Él se negaba a marcharse de la granja, a pesar de que su presencia en ella podría volver a dar de qué hablar en Kelgard. Y ese tipo, Dunstrag, que al parecer era amigo de confianza del Rojo, le había aconsejado que se fuera cuanto antes. Pero Ioren siempre se ponía a la defensiva cuando se trataba de aquella mujer, lo había visto antes. "Y la quería. Claro que la quería. No sé por qué hizo lo que hizo, pero cuando le pregunté… sí, estoy seguro de que la quiso. Maldito."

De pronto, todo se volvió verosímil. Por supuesto. Driadan había ofendido a Ioren de alguna manera, o se había cansado, o… algo había ocurrido. Tal vez por el modo en que habían reaccionado en la sala del thane cuando Ulior Skol insinuó que Driadan era su estúpido regalo. Ahora le estaba castigando. O simplemente, buscando una coartada. "No, no protejo a mi amante el chico Nirala, si mi amante es Kraakha, la lectora de runas. Está prohibida, pero al menos es una mujer", tal vez estaba pensando en algo como eso.

—Dioses… — gimió, apoyando la cabeza en la pared. El hidromiel estaba empezando a gritar sus efectos, quemándole la garganta y produciéndole un leve mareo. Los celos llevaban provocando los mismos síntomas desde hacía varios minutos, así que no se quejó.

Celos. Celos. Incertidumbre. ¿Qué demonios estaba pasando? "Me estoy convirtiendo en un tonto. Cada día más tonto. Ioren, desgraciado. Ibas a hacerme un hombre y me estás haciendo un idiota por culpa de todo esto". Respiró hondo y echó a andar con determinación, a lo largo del corredor serpenteante que se dibujaba y desdibujaba delante suyo. Para colmo, los fogonazos de aquella horrible alucinación empezaron a golpearle. Cuando llegó a la puerta de la habitación de Ioren, le zumbaban los oídos y se sentía como si estuvieran quemándole vivo en una pira. Llevó la mano al picaporte y lo giró, empujando con todo su peso y casi cayendo al interior de la alcoba.

Había esperado encontrar a alguien. Que estuviera vacía le consoló al principio, pero de inmediato surgió una nueva sospecha. Salió precipitadamente y siguió el corredor hasta la puerta de la estancia de Kraakha. Aun no había alcanzado el batiente de madera cuando ya llegaban a sus oídos los sonidos inconfundibles de la pasión compartida. Gemidos, suspiros apagados. Sintió una violenta punzada de odio y se le crisparon los dedos. Se abalanzó sobre el tirador, dispuesto a irrumpir y arrancarles el corazón con sus propias manos.

Pero no llegó a alcanzarlo. Un brazo se enroscó en su cuello desde atrás y le arrastró tres pasos hacia la pared contigua. El olor del mar se enredó en torno a Driadan y la voz conocida le espetó, con tono severo:

—¿Pero qué demonios haces?


. . .


El día había sido rojo por la mañana y ahora se mostraba extrañamente claro. En Thalie todo era nublado y gris; era así, así era siempre. Pero aquel amanecer rojo parecía haber quebrado los velos, rompiendo los hechizos que mantenían preso el brillo y los colores del Norte, que ahora se mostraban diferentes, más intensos, como si hubieran revivido tras un letargo pesado para resplandecer al mediodía como joyas pulidas. La playa era blanca y brillante, plata lavada. Y el mar, de un azul intenso y profundo, reflejaba el cielo claro y el resplandor dorado del sol, de las nubes ambarinas que se habían pintado con los mismos tonos del bronce y el oro viejo. En las rocas del acantilado se descubría el gris perla y el verde musgo, las vetas de azul grisáceo, oscurecido, que surcaban los recovecos. Y el cabello de Ioren, bajo el sol poderoso, mostraba los reflejos del rubio, el castaño claro, las canas esporádicas, todos los matices de sus colores, que cubrían una amplia gama desde el rojo sangre hasta el platino y el castaño rojizo.

Driadan estaba hipnotizado con aquella visión, que le resultaba gloriosa, mientras se mojaba las mejillas con el agua del océano, arrodillado en la orilla. Ioren estaba de pie, a su lado, con los brazos cruzados. Y no hacía falta que dijera nada. Tenía la pregunta y el reproche pintados en la mirada, Driadan los veía bien.

—Sólo han sido tres vasos… —comenzó, con la necesidad de justificarse.

—Me da igual cuántos – replicó Ioren, tajante —¿Te paseas borracho por los corredores para espiar a los amantes de la Lectora de Runas, o fue la casualidad la que te llevó a su puerta?

Driadan se llenó los pulmones y se puso de pie, pasándose los dedos por el cabello. Intentó reunir paciencia. La respuesta correcta era "te estaba buscando a ti", pero su lengua estaba tan beligerante como su sangre.

—Para ser una mujer prohibida parece que no sabe decir que no – escupió, con todo su veneno —Yo también tengo algunas preguntas para ti, perro, si es que eres capaz de quedarte a escuchar y hablar como los seres civilizados, en lugar de huir como un gusano igual que hiciste esta mañana.

Esta vez fue Ioren quien apartó la mirada y respiró hondo, en busca de paciencia. Le habían relampagueado los ojos y tuvo que tensar la mandíbula pero aparentemente, tuvo más éxito que Driadan, a quien le temblaban los puños apretados. Su cuerpo era una máquina imperfecta y débil, que solía mostrarse demasiado desprotegida ante las reacciones emocionales. Cuando se enfurecía, era incapaz de ocultarlo. Tampoco la ansiedad, la frustración. Su cuerpo lo expresaba todo.

—Escúchate. Mira lo que dices, ¿Y te extraña que tenga que pedirte un respiro de vez en cuando? – dijo Ioren al fin, soltando una patada de frustración a una ola que llegaba. Los ojos azules destellaron –No das tregua, Driadan. No es el mejor momento para mí, ni tampoco el mejor día.

- ¡Ni el mío, pero yo te necesito y tú lo que haces es huir!

Cerró la boca. Había alzado la voz, y no quería alzar la voz. "Driadan, cuenta. Cuenta hasta diez", se dijo.  Maldición, había creído que estaba en brazos de la mujer de las runas, y de pronto el universo entero se había convertido en una vorágine de fuego. Así no podía mantener la atención en lo que era menester. No podía razonar. No podía hacer nada bien.

—¿Qué te pasa? – dijo Ioren al fin. Le estaba mirando, serio y con el brillo del enfado relegado a un segundo plano en su mirada. La preocupación había tomado el fuerte.

Driadan se estremeció. Otra vez se sentía estúpido. Debía estar batiendo su propia marca al respecto en aquel día. Y sin embargo, no fue capaz de encontrar las palabras. Un dolor cortante, como el filo de una navaja, se deslizó por su interior y le hizo doblarse un poco hacia delante. Todo se le vino encima, como una bolsa de piedras rasgándose por la costura y dejando caer toda su carga. El dolor agridulce, más amargo que dulce, de todo lo que le estaba ocurriendo en aquellos días. La tensión de los celos, el miedo, la incertidumbre, aquella necesidad de él que estaba convirtiéndole en un necio a tiempo completo y de la que no sabía cómo anestesiarse, el hambre y la sed que no podía calmar jamás, que no tenían nada que ver con los momentos que compartían en la alcoba sino con algo mucho más hondo, más profundo. Un torbellino de emociones y de sentimientos que era incapaz de administrar, y mucho menos de expresar. Cerró los ojos cuando las lágrimas le quemaron las pupilas.

—Demonios, Driadan – una mano poderosa aterrizó en su hombro, otra le levantó el rostro tomándole por la barbilla, obligándole a mirarle – ¿Qué es lo que ocurre?

—¿Qué es lo que he hecho hoy para que necesites un maldito respiro? – dijo al fin, sin abrir los ojos y casi rasgándose la garganta para escupir las palabras — ¿Se puede saber qué te he hecho?

—No has hecho nada malo. Es difícil de explicar, pero no es para tanto, demonios. Soy yo, es cosa mía, no tiene que ver contigo. No deberías tomártelo todo como algo personal.

Ioren estaba blasfemando más de lo que acostumbraba y había ansiedad en su voz. El príncipe hizo un esfuerzo superior por contener las lágrimas y abrió los ojos, la mirada rabiosa y roja se estrelló contra la de Ioren, que solo era perplejidad y preocupación.

—¿Que no es para tanto? – gruñó –  ¿Que no es personal? Desde que hemos ido a buscarte esta mañana no has dejado de mirarme como si quisieras sacarme las tripas, desgraciado, ¿Sabes como me siento si haces eso y además no quieres hablarme? No te importan mis sentimientos y yo me estoy muriendo de incertidumbre cada vez que tú actúas como un…

—No es cierto – esta vez fue Ioren quien alzó la voz, sacudiendo al chico por los hombros –. No es cierto. Por todos los… ese es el maldito problema, que sí me importan tus sentimientos. Me hacen perder la razón, no soy capaz de entenderlos. Son como hechizos que no conozco. Me hacen olvidarme hasta de mí mismo, ¿cómo puedes pensar que no me importan? –continuó, precipitadamente, casi atropellando las palabras y con los ojos inflamados —Me importan, me preocupan y me sacuden, son como… como astros que rigen mareas desconocidas de mi alma, sacan a la superficie toda clase de sensaciones que no comprendo en absoluto, que me superan y que me están volviendo loco. ¿Y dices que no me importan? ¡Maldita sea, dominan mi existencia!

Driadan tragó saliva. Estaba temblando por dentro. Las palabras habían caído sobre él como agua helada, apaciguando el incendio que le consumía. Los dedos de Ioren le comprimían los hombros, clavándose en su carne. Le escuchaba respirar como un león, con los dientes apretados y la mirada hirviente fija en la suya.

—Quiero explicártelos – murmuró, cerrando los dedos en la pechera del hombre del mar. La brisa se levantó y les agitó los cabellos – Quise hacerlo, pero tú no me dejas. No quieres escuchar… no quieres… ¿Por qué te cierras así?

Esta vez fue el Rojo el que cerró los párpados.

—Cuanto más lejos lleguemos, peor será – dijo, sin que le temblara la voz, manteniéndose lo bastante entero como para parecer frío. No lo suficiente como para que Driadan no percibiera el cambio en el tono de su voz, ese susurro lento, la tensión en la mandíbula. Y el cambio de tema que siguió. —Hoy no ha sido un buen día. Ulior Skol está poniendo a prueba mi dignidad en muchos sentidos, y me cuesta mantenerme tras la línea. Habéis llegado de improviso y con planes urgentes que no me habías dicho antes. No me gustan las sorpresas. Y no me ha gustado lo que ha dicho Skol, la manera en que te miró. No estoy enfadado contigo, demonios.

—Deja de blasfemar – dijo Driadan con suavidad. La brisa le llevaba el perfume del océano, y también el olor de Ioren, de sus cabellos, el perfume de su aliento cálido, que casi le rozaba la cara. Quería que le abrazase, pero él le sostenía por los hombros, tenso, como si precisamente quisiera evitar eso – Y siento no habértelo contado antes, pero lo pensé anoche. Gracias por confiar en mí. Pero no evadas el tema. Cuanto más lejos lleguemos peor será. ¿Cuál es el punto? ¿Cuál es el límite a partir del que nos vamos a ahorrar algún dolor, Ioren?

Ioren suspiró y bajó la cabeza. Luego levantó el rostro de nuevo y abrió los labios para decir algo, pero cambió de idea y simplemente negó con un gesto resignado. El hombre del mar alzó los dedos para tocarle los cabellos, tomó un mechón entre los dedos y lo enroscó, acariciándolo con el pulgar y mirándolo con el ceño fruncido, como si en aquel haz de cabello negro estuviera la respuesta a la pregunta.

—No lo sé… la verdad es que no lo sé – admitió. Su voz apenas se elevaba del murmullo del mar.

El príncipe esbozó una media sonrisa un poco amarga.

—Hoy he sentido celos – admitió él, en el mismo tono íntimo, secreto. Las puntas de sus cabellos se tocaban, estaban tan cerca que, si el Rojo apartara las manos, con las que parecía estar marcando una frontera, Driadan caería sobre su pecho y el abrazo que anhelaba se haría real al instante –. Desde hace días yo… no soy el que era, no estoy… tú no me dejas decirlo, pero yo sé lo que siento en mi corazón. 

Ioren tomó aire con un resuello y quiso poner los dedos de la mano sobre sus labios, aún sosteniendo el mechón de cabello en la otra, pero Driadan se lo impidió, ladeando la cabeza 

—No, déjame hablar—continuó—. Para mí ya no hay punto de retorno, ¿entiendes? Sólo quiero saber si estoy haciendo el ridículo, o si puedo vivir esto como quiero hacerlo, plenamente, hasta que acabe.

Con los dedos enredados en su pelo y la otra mano en sus mejillas, Ioren había levantado la barrera. Estaba inmóvil, respirando controladamente y había desviado la mirada. Los ojos azules se encontraban ahora fijos en el mar, preñados de una nostalgia vieja y ternura profunda, tan emotiva que el príncipe redujo su propia respiración a un hilo delicado.

Dio un paso lento y hundió el pie izquierdo en la arena, que susurró bajo su peso. Con el pecho temblando y un gesto inseguro, rodeó la cintura de Ioren, que no se movió. Parecía esculpido en piedra. Pero sus labios se entreabrieron y el aliento se le rompió en un susurro.

—Driadan…

Ioren pronunció su nombre con voz ahogada, en un tono demasiado suave, evocador. Casi herido, como nunca antes lo había deletreado, saboreando cada sílaba y dotándola de significado. El príncipe se estremeció y le temblaron las manos cuando le golpeó, repentinamente, una certeza salvaje que brotó espontáneamente y cayó sobre él como un vendaval. Había pronunciado así su nombre, con esa cadencia que advierte que algo sigue, que hay algo más. Las palabras que no se dicen, las que hacen sentir vulnerable.

Por eso lo supo. Porque Ioren las omitió. Al hacerlo, Driadan las adivinó.

Ioren le amaba. El sol dorado, el mar cantando, la arena fina. El único día claro en un lugar donde todos los días eran grises. Ioren le amaba.

Lo sabía.

Lo supo en ese momento, si es que no había sido consciente antes. Si alguna vez lo había dudado, si en algún momento lo había ignorado, entonces lo supo. Nadie pronunciaba así el nombre de otra persona si no le amaba. Así había pronunciado su padre el nombre de su madre al contemplar sus retratos, exactamente igual, con un timbre algo diferente pero la misma modulación sentida y dolorosa.

Tragó saliva, luchando contra una emoción que le estaba ahogando, estrechando el abrazo y embalsamándose con su aroma a salitre. No quería perderse nada. Cada detalle de su presencia le era un precioso tesoro que no podía permitirse desperdiciar. Cada mirada esquiva. Cada roce de sus dedos. Cada soplo de su aliento, cada latido de su sangre, la mínima brizna de su olor.

—¿Aún me odias? – susurró. Con tanta levedad, que creyó imposible que él le escuchara.

Levantó la vista hacia los ojos azules. El Rojo no había apartado la mirada del mar, pero lo hizo en ese instante. Encontrarse con ella, con lo que ahora le mostraba en plena ebullición, con aquella amalgama frenética de emociones contenidas, le despertó otro estremecimiento y un nudo en la garganta. Tragó con fuerza, sintiendo que las piernas no le sostendrían y que se iba a desmayar como un debilucho, dejando que la calidez emotiva de aquel momento robado al tiempo, a la vida que tan amarga se mostraba usualmente, le llenara por completo.

La voz de Ioren se deslizó, áspera y quebrada, ronca y suave.

—Ya no lo sé. Hay demasiadas cosas contigo – confesó, inclinándose hacia él con lentitud, los ojos fijos en los suyos – Demasiadas cosas…

Interrumpiéndose, el hombre del mar deslizó las manos sobre su cuerpo y le abrazó en un solo gesto tan natural como la respiración, manteniéndole junto a su calor durante un momento. Sin estrecharle, simplemente le sostuvo, manteniéndole en contacto con él en un gesto tan delicado que Driadan estuvo a punto de romperse por dentro, arrollado por una ola de ternura que le apretó el nudo con el que estaba ahorcándose.

- Es posible que… – empezó a decir Ioren, e hizo una pausa. Su voz era un susurro de terciopelo vibrante y en su rostro había desaparecido la rudeza y la piedra, ahora sólo parecía Ioren, tal y como él le conocía, por mucho que el Rojo quisiera ocultarlo. Maduro y sabio, digno como un rey, atento y protector. Su mirada se encendió entonces, como una llamarada azul – Sí, creo que yo también tengo mucho que decirte.

Driadan asintió, con los ojos perdidos en los suyos, hipnotizado. No sabía qué esperaba escuchar, qué esperaba que ocurriese. Pero cuando una nube cubrió el resplandor del sol y el oro que reinaba en la costa se veló por un momento, Ioren se inclinó y unió sus labios con los suyos, besándole con un gesto arrebatado y súbito. Sus labios se prendieron con el calor de los suyos, el suelo se volvió inconsistente bajo sus pies y los brazos poderosos le sostuvieron, estrechándole.

Aquel beso era un regalo.

Eran las palabras que no iba a pronunciar.

Por eso le arrancó las lágrimas de nuevo, por eso le hundió en un mareo angustioso, mezcla de felicidad, alivio y agonía. Ahogó un gemido y abrió los labios temblorosos, casi deseando que aquella dulzura se transformara en fiereza, que dejara de herirle con la calidez imprevisible de sus gestos, en los que le brindó lo que nunca le había permitido leer. La adoración en la caricia de su boca, la devoción en las yemas de los dedos que se escurrían por su pelo, la ferviente necesidad de tenerle en el modo en que le sujetaba cerca de sí. Le besó, le besó largamente mientras le explicaba todo cuanto Driadan necesitaba saber sobre sus sentimientos. La caricia de la lengua, delicada y medida, se enredó en la suya cuando cruzó el paso que Driadan le ofrecía. Buscó, dejó su huella, probó su saliva en un gesto intenso, le confesó los secretos de su alma en forma de roces y caricias, y después se retiró con lentitud, marcando el camino con dedicación para que no olvidara nada.

Cuando Ioren separó los labios al fin, los dos respiraban con el aliento entrecortado y tembloroso, y Driadan tenía las mejillas húmedas.

—¿Lo tienes claro ya? – preguntó Ioren, en un susurro de terciopelo —. No estás haciendo el ridículo. me importan tus sentimientos y… bien, eres bastante más valiente que yo, pero si tú sigues mi ejemplo, yo también puedo seguir el tuyo.

El príncipe asintió con la cabeza, tambaleándose un momento. Le estaba escuchando, pero no estaba seguro de entenderlo.

—Entonces…

—Me tienes en tus manos – pronunció Ioren, despacio y claro – Absolutamente, plenamente y sin reservas. Hasta que se acabe.Y es todo cuanto vas a sacar de mí. Pero eso ya lo sabes, maldito seas, qué empeño en oírmelo decir. No te resignas con nada, ¿no es verdad?

Driadan esbozó una sonrisa mareada y extraña. Se sentía como si fuera a despertar de un sueño en cualquier momento. Luego se puso de puntillas y buscó sus labios. La respuesta le llegó de inmediato, el beso le anegó y la nube desapareció. El sol volvió a brillar, cubriendo de dorado la playa, el mar y la arena blanca, exprimiendo los colores de la costa durante un solo día, que había de terminar y no regresar nunca. Enlazó los besos uno con otro, buscando los significados, desmadejando los secretos y los misterios de Ioren el Rojo, colándose por cada puerta que entreabría para él, impregnándose de cada mirada y cada roce de sus manos. Bebió de él hasta no poder más, rindiéndose a su rendición y abandonándose a su abandono, grabando cada segundo compartido en su alma e imprimiendo un sello sagrado a cada beso.

En la orilla, abrazando a Ioren el Rojo, aún con las mejillas húmedas de lágrimas y su sabor recorriéndole la sangre, habitando en su misma alma, se sintió más vivo de lo que nunca había estado.

Plenamente correspondido.

Terriblemente condenado.


. . .

© Hendelie

1 comentario:

  1. Fantastico como siempre ;), ardo en deseos de sabre como continua esta historia.

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