lunes, 16 de abril de 2012

Fuego y Acero XLI: Necesidad

41.- Necesidad

Las hogueras ardían, y el aroma a carne quemada tiznaba el aire. Era tradición sacrificar seis bueyes cada vez que se nombraba un nuevo thane en cualquiera de los clanes de Thalie, y aunque Ioren no consideraba el suyo un nombramiento nuevo, no quiso contradecir las reglas de la tradición y prefirió curarse en salud. Durante tres días y tres noches hubo festejos y sacrificios, hubo regalos, regalos para agradecer otros regalos y regalos para compensar la diferencia entre regalos y quedar en paz. Durante tres días y tres noches hubo peticiones, presentaciones, unos y otros presentaron sus respetos. Hubo exigencias, reclamaciones, agradecimientos y bienvenidas. Con los cabellos trenzados retirados hacia la nuca, vestido de blanco y con el torque de acero y gemas de fuego al cuello, Ioren el Rojo escuchó a todos, respondió a todos, estrechó todas las manos, consideró todos los problemas que se le plantearon y no dejó ningún corazón insatisfecho. De ese modo y finalmente, la noche del tercer día, la Sala de la Asamblea de Kelgard, al fin, se quedó vacía.

Sentado en la silla, Ioren aguardó en tensión unos minutos hasta que finalmente se convenció de que no iba a venir nadie más. Entonces se levantó, cerró las puertas y las atrancó por dentro. Regresó a la silla y se dejó caer en ella, derrumbado, con un suspiro de alivio.

Los braseros ardían. Los perros estaban fuera, dando cuenta de los restos de carne de los banquetes, y la sala estaba iluminada por un resplandor rojizo, cálido e irregular, que se intensificaba o disminuía al compás del baile de las llamas. Ioren el Rojo recordó a su padre, se recordó a sí mismo y se comparó con el que era en estos momentos. Decidió que se gustaba más así. Entrecerró los ojos, reencontrándose consigo mismo tras las trepidantes setenta y dos horas que habían tenido lugar tras la batalla de la playa.

Estaba agotado. Tenía sueño, pues no había dormido nada en tres días.

Nadie había querido esperar: una vez la ola se retiró y el mar volvió a la calma, todos los guerreros que se habían levantado en armas contra él junto a Ulior Skol y habían sobrevivido, le reconocieron sin preámbulos como su nuevo señor. Nadie podía dudar. Había invocado la fiereza de las aguas, había demostrado que era el thane y que estaba por encima de su sucesor y antecesor, y para los hombres del norte, aquello era incuestionable y no tenía sentido rebelarse contra lo natural.

Así que, en cuanto las hostilidades terminaron y se reconoció extraoficialmente al nuevo señor, se dio sepultura a los caídos, quemándoles en la orilla como mandaban las viejas leyes, y se sanó a los heridos. Se dio muerte a los mutilados que pidieron acero. A pesar de todo, la marea fue complaciente con sus hijos y lamió los restos de sangre antigua y nueva, de modo que al terminar las honras fúnebres, la playa seguía siendo una lengua plateada y gris, limpia, pura, sin mácula.

La primera medida de Ioren fue nombrar Consejero del thane  a Ornel Dunstrag, y como segundos al mando a su hijo Vasel y a Gherran Gardan, el hermano de Hiram, quien había sido decapitado en la Sala del Pegaso. A partir de ahí, todo fue más fácil todavía. Los hombres de Kelgard conocían bien a aquellos tres guerreros, confiaban en ellos. La demostración del poder de Ioren y sus derechos para sentarse en la silla eran importantes, pero más todavía escoger como sus manos y dedos a aquellos a quienes el pueblo respetaba y obedecía y cuya autoridad reconocían de manera natural por su sabiduría, fuerza o dotes. La población de Kelgard se sintió muy tranquila con estos nombramientos, y la transición fue sencilla y hábil.

El nombramiento oficial fue realizado por Aragha, el sacerdote de Lusk. Ioren le conocía de antaño, pero ahora tenía un aspecto aún más terrible. Más alto que ningún hombre, con una barba que le llegaba a los pies y más aspecto de pez que de persona, vivía entre las rocas y se alimentaba de crustáceos y pescado crudo. Tres hombres tuvieron que ir a buscarle para el nombramiento, y el viejo estuvo a la altura de sus mejores tiempos, rociándole agua marina sobre los cabellos y cortándole en la mano con el cuchillo de piedrasal para que entregara su sangre al Dios de las Mareas. Para Ioren, su primer nombramiento había sido un mero trámite al que no había prestado demasiada atención, pero esta vez, estuvo atento a cada detalle de la ceremonia y realmente hizo un acto de conciencia para someterse a los dioses a quienes había desafiado una vez.

Estaba recordando lo que había sentido en ese momento, aquel suave estremecimiento en el alma, ese orgullo y la clara sensación de armonía que envuelve a un hombre de bien cuando se encuentra en el camino correcto. Tenía los ojos entrecerrados mientras pensaba en ello, pero era Ioren el Rojo, uno de los más grandes guerreros de Thalie. El movimiento detrás de las cortinas no le pasó desapercibido.

—Sal de ahí – ordenó.

No había levantado mucho la voz, pero su tono era imperativo. Las cortinas se arrugaron cuando una mano las descorrió, y los ojos grandes y almendrados de Cisne brillaron, oscuros, entre las luces rojizas de la habitación. Ioren estrechó los párpados con desconfianza y se irguió en la silla, inclinándose hacia delante.

—¿Qué demonios estás haciendo tú aquí?

El muchacho estaba vestido con una túnica holgada de color blanco sucio. El cabello rizado le había crecido mucho desde los tiempos en que fue comprado por el Sha Nuredil y le colgaba a la espalda en apretados tirabuzones; las palizas que había recibido no habían afectado demasiado a su belleza una vez se le deshincharon los ojos y las heridas se cerraron. Sólo su mirada era más amarga, con un brillo asustadizo que a Ioren le causaba cierta repulsa.

—Nirala me ha dejado un mensaje para ti.

Ioren apretó los dientes y frunció el ceño, con un estremecimiento contenido. Driadan. Había atisbado su mirada carmesí en varias ocasiones durante aquellos tres días. La había buscado, en realidad, de una manera incesante, mientras tomaba posesión de todas y cada una de sus responsabilidades. Asediado por su propia gente, era la única manera de mantener un vínculo con Driadan en esos momentos: encontrando sus ojos y cosiéndolos a los suyos, tratando de entreverle desesperadamente mientras su atención era secuestrada, obligada a dedicarse a otros asuntos. Una punzada de angustia le sorprendió en el corazón.

—Dámelo.

Cisne se echó las manos a la espalda.

—Dijo que, dadas las nuevas circunstancias, no cree que seas libre de seguir instruyéndole. Pero que no está dispuesto a renunciar a su instrucción, y que si estás de acuerdo, él te buscará en los momentos en los que te encuentre libre de obligaciones para practicar. Quiere saber si quieres seguir adelante.

Ioren escuchó y reprimió la sonrisa con maestría. Driadan era un demonio, había construido el mensaje de la manera más discreta posible pero de un modo lo bastante evidente como para que él lo comprendiera, y en su fuero interno le agradecía haber sido cuidadoso. Sin embargo le angustiaba que el príncipe le replantease las cosas. ¿Cómo podía preguntarse si quería seguir adelante?

—¿Puedes responderle de mi parte?

Cisne asintió.

—Bien, entonces dile que por supuesto, que seguimos adelante.

Cisne volvió a asentir y se quedó mirándole con una expresión que Ioren no supo descifrar. Después, se marchó por la salida más cercana, apartando la tranca del batiente de madera y cerrando a su espalda. Ioren, que quería estar solo, se disponía a levantarse para volver a asegurar la puerta por dentro, pero entonces otra cortina se movió y una figura esbelta, vestida de rojo, se deslizó por la habitación con el caminar flexible y elegante de los felinos. Lanzando miradas de reojo al thane de cuando en cuando, se acercó a la puerta por la que Cisne había desaparecido y levantó el listón de madera, colocándolo en los pasadores sin hacer estruendo.

Ioren, que le seguía con la mirada, cerró los dedos sobre los brazos de la silla y suspiró con resignación.

—¿Hay alguien más escondido detrás de las cortinas? – preguntó, casi para sí mismo.

Driadan se dirigió a la más próxima y se asomó. Luego le miró y negó con la cabeza, los ojos rojos fijos en los suyos, ardiendo como ascuas.

—No. Creo que yo era el último.

—¿Qué hacías ahí?

—Te sienta muy bien la silla – replicó Driadan, con una sonrisa sesgada.

No llevaba capa ni botas. La larga túnica escarlata que vestía le llegaba a los tobillos. Ioren recordaba haberle visto con ella puesta durante los festejos. Supuso que se la habría dado alguien, porque el chico no tenía ninguna prenda como esa. Se ataba a la cintura con un cordón plateado y estaba bordada en el cuello y las mangas. La cabellera de Driadan, espesa y ondulada, negra como la pez, le caía sobre los hombros. A la luz de las llamas de los braseros y bajo los efectos del cansancio, a Ioren el muchacho se le asemejaba a una aparición, caminando por la gran sala de aquel modo que casi parecía que flotase, con sus gestos aristocráticos y contenidos, con sus ojos como rubíes furiosos que le miraban fijamente, que siempre volvían a él.

—Gracias. Ahora la respuesta.

Un parpadeo. Luego el semblante del joven se volvió serio.

—Quería verte.

Ioren aguantó el aire en los pulmones y después lo exhaló, pero se mantuvo donde estaba, con el mismo semblante impasible y aire distante. Ya no sabía de qué quería defenderse mostrándole esa falsa frialdad al joven. ¿Acaso no le había confesado ya que le amaba? ¿De qué más tenía que guardarse? ¿Ocultar el influjo que ejercía sobre él, el poder que tenía sobre sus acciones y reacciones, los sentimientos, emociones y sensaciones físicas que le provocaba? Su propia actitud le parecía absurda y ridícula. Dioses, si simplemente pudiera decirle que él también, que se moría por tenerle cerca, por poder hablarle, que le había añorado con angustia durante esos tres días…

El fuego dibujaba los contornos del rostro de Driadan de Nirala, el niño que ya no era un niño, el príncipe que ya estaba preparado para ser un rey. Era el rostro de un hombre joven, atractivo, hermoso en su ambigüedad, pero forjado, firme y fuerte, poderoso. Sus ojos tenían dentro una llama, ya no era ese fuego descontrolado que todo lo consumía, que le había inclinado hacia el odio y la destrucción. Era una llama constante, avivadora, que le alimentaría cuando se sintiera desfallecer.

—Kraakha me dijo que todo era mentira – soltó entonces Ioren, con voz plana. La sangre en sus venas se volvió amarga. – No estás destinado a poner fin a mi vida. Me engañó, no sé con qué objeto en realidad. Quizá solo para darme lo que merecía.

Driadan asintió, escuchándole. Se había acercado y ahora solo estaba a unos pasos de la silla.

—¿Eso cambia algo?

El fuego arrancaba reflejos a su melena negra. Ioren se encontró mirándole como si quisiera recordarle para siempre. Como si temiera que algún día su imagen se desvaneciera de su memoria, atesorando cada detalle. Negó con la cabeza.

—No. No cambia nada.

"Ahora soy el thane y es mi derecho hacer prisioneros. De hecho, él es un enemigo de mi pueblo. Lo mejor para todos sería que se quedara aquí, como prisionero de guerra. Sólo sería una farsa, claro. No me costará convencerle. Estará de acuerdo". 

Driadan frunció el ceño y se cruzó de brazos. La llamarada de sus ojos arrancó al thane de aquella reflexión, e inmediatamente, se sintió culpable y alarmado. ¿Cómo podía estar pensando eso?

—No, eso no cambia nada… pero todo ha cambiado, ¿no es verdad? – dijo el príncipe en voz baja, observándole desde la distancia que les separaba. No era mucha ni poca, pero a Ioren le parecía demasiada – Ya no soy todo lo que tienes.

—Es cierto, ya no. – respondió el hombre del mar, en el mismo tono – Ahora tengo muchas cosas. Y de todas ellas, tú eres lo único que verdaderamente me importa perder.

Se inclinó hacia delante, extendiendo la mano. Era al mismo tiempo una invitación y una exigencia, un reclamo y una orden. Confiaba en que Driadan sabría entenderlo adecuadamente... y lo hizo. La túnica carmesí revoloteó entre los pies descalzos del príncipe cuando salvó la distancia en unos pasos precipitados. Los dedos de Ioren se hundieron en sus cabellos negros, el aroma a iris y azucenas envolvió sus sentidos y le abrumó sin compasión. Un nudo de emoción se le ató en la garganta y tuvo que empujar el aire hacia sus pulmones con fuerza.

—Ioren…

El aliento dulce del joven le acarició los labios. "Es mi derecho hacer prisioneros. Y si no quiere quedarse, ¿acaso es lo bastante fuerte para oponerse a mi? No, todavía no lo es". Gruñó, intentando apartar aquellos pensamientos terribles de su mente. Crispó los dedos en los cabellos del príncipe, le abrazó con fuerza, presa de una extraña ansiedad.

—No digas nada – susurró, tapándole los labios, mirando alrededor, como si las sombras de las llamas fueran a saltar desde las paredes para llevárselo lejos, para arrancárselo de las manos – No digas nada. No hables.

Driadan forcejeó, removiéndose hasta encararle. Estaba sentado a horcajadas sobre su regazo, con las rodillas apretadas contra sus caderas, sujetándole el rostro entre los dedos. Tenía los dientes apretados y al final chasqueó la lengua.

—Vete al infierno, Ioren – espetó – Hablaré si me da la gana. Puede que seas el thane de Kelgard, pero aunque fueras el dios de los cielos y el señor de las estrellas, tu corazón me pertenece a mí, ¿entiendes? Así que no me des órdenes absurdas.

—¿Ves? Siempre lo estropeas todo hablando.

Se hicieron callar el uno al otro, con la rabia sepultada bajo la necesidad, al fundirse en un beso desesperado de lenguas ávidas que se anudaban con premura y saliva tibia. Ioren tiraba de los cabellos de Driadan hacia abajo, irguiéndose para entrar en su boca con furia, mientras el príncipe se removía sobre su cuerpo, cimbreándose al son de la urgencia que les impulsaba el uno hacia el otro, rozándole con su anatomía hambrienta y abriendo los labios, hundiéndose en el beso, buscando sus recovecos y dejándole conquistar todos los suyos.

"Cadenas en sus muñecas, y será mío para siempre"

La necesidad creció a pasos agigantados, se extendió como un incendio. La sangre ardía en las venas de Ioren el Rojo. Respiró en un resuello contenido cuando consiguió hacerse espacio suficiente en el beso y sus manos se colaron debajo de la túnica roja, buscando la suavidad de los muslos, la tersura de su piel. Alzó la mirada y se encontró con los ojos rojos, con su rostro desafiante, con su aliento precipitado, con su cabello negro como una cortina que les envolvía a ambos, dejando traslucir el brillo rojizo del fuego. Las respiraciones se habían convertido en jadeos.

—Déjame hacerlo a mí – susurró Driadan.

Ioren asintió, aún con las manos en sus piernas, crispando los dedos para no avanzar más. El príncipe se inclinó hacia atrás para desatarle el cinto y liberarle de la opresión de los pantalones. Ioren exhaló un suspiro de alivio, y antes de que pudiera disfrutar de aquella sensación, Driadan agitó el cabello, se abrió la túnica por delante con un tirón y se dejó caer sobre él, exhalando un gemido libre y gozoso.

"Dioses todopoderosos"

El thane de Kelgard, uno de los mejores guerreros de Thalie, se tensó como la cuerda de un arco. Sus músculos se crisparon, endureciéndose hasta adquirir la consistencia de las piedras. Clavó los dedos en los muslos de Driadan y apretó los dientes hasta hacerse daño en la mandíbula, tratando de sujetarse a sí mismo en aquel despliegue de hambre y deseo que el joven le ofrecía. La piel blanca, ahora a la vista entre los pliegues abiertos de la túnica, resplandecía bajo la luz cambiante de los braseros y las antorchas. Sus ojos eran ineludibles, la mirada ardiente llevaba una exigencia implícita, a la cual Ioren no podía responder, no todavía. Su sexo estaba palpitando, atrapado en aquella prisión de carne apretada y cálida. Cada latido le comprimía más, disparaba sensaciones enloquecedoras a lo largo de sus nervios, como latigazos deliciosos y embriagadores. Y aun así, sin mostrar el menor indicio de piedad, Driadan se negaba a darle tiempo para adaptarse a su arrebato, moviéndose sobre él, contoneando las caderas y apuntalándose en sus hombros para mantener el ritmo de su asedio.

Incapaz de imponer ley alguna en esa tesitura, Ioren sólo podía emplear aquella corriente como impulso. Exhaló un resuello casi quejumbroso y desencajó los dedos de sus piernas, extendiendo una caricia veloz hasta su trasero. Lo sujetó con manos firmes y respondió a sus envites, dejándose vencer hacia el respaldo de la silla y recorriéndole con los ojos ávidos, buscando su posición en el torbellino al que el príncipe les había arrojado. Driadan mantenía la mirada fija en la suya, su respiración se rompía en jadeos arrebatados y movía los labios, como si quisiera decir algo. Pero Ioren era incapaz de leerlos, sólo podía mirarlos, húmedos de saliva, tentación que llamaba a gritos.

"Cadenas en sus muñecas. Mío para siempre. Para siempre."

—Mío para siempre.

Sorprendido, Ioren se mordió los labios. No podía dejar que aquel deseo enfermizo se escapara hacia el exterior, y sin embargo…

—Mío… mío para siempre – repitió la voz suave, débil, jadeante. Había sido la voz de Driadan, en un murmullo apenas audible, entrecortado.

Zarandeado por las sensaciones arrebatadoras de la carne, el corazón del Rojo se estremeció con violencia. Era imposible que los deseos de Driadan se correspondieran tanto con los propios, y sin embargo, así era. Demasiado bueno para resignarse a perderlo. Pero no tenía otra opción. Fue repentinamente consciente de su propia necesidad, de cuánto había llegado a necesitar a Driadan. En sus brazos, en su cama, bajo su cuerpo, en sus labios, alrededor de su sexo. Su saliva, su boca, sus manos, su interior ardiente y estrecho. Su voz, sus palabras, las que le habían salvado días antes, las que le habían salvado siempre al darle alguien a quien odiar, alguien a quien proteger, alguien por quien actuar. Alguien a quien amar.

"Dioses todopoderosos…" rezó en silencio, sintiéndose zozobrar con el suave roce de su pecho "Hacednos fuertes para perseverar ante el terrible sufrimiento que nos aguarda"

De un solo movimiento, le sacó la túnica escarlata por la cabeza y la arrojó al suelo. Después, sus manos se perdieron sobre su cuerpo y la razón se le nubló, diluida en el aroma a iris, perdida entre los gemidos contenidos de su amante y tejida con el sabor de su piel y su saliva. No tenía otra opción. Se aferró a él durante los minutos y las horas de pasión que les brindó esa noche, queriendo retener su tacto, su perfume, su memoria y su sabor, y extrajo hasta la última gota de sí mismo y de él para atesorarlo como merecía.

Esa noche, el fuego dibujó en las paredes una sombra extraña; la de dos cuerpos fundidos en una sola forma que danzaba al compás de las llamas.


. . .

4 comentarios:

  1. Me encato este capitulo!! que lo apasionados que son.... ahora que sucedera?? Driadan aplazara su partida? Ioren lo dejara prisionero??? tantas incognitas!!!
    cariños preciosa

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  2. que capi mas tierno y apasionante , Espero que Ioren mantenga a Driadan a su lado ya que el final del capitulo me ha parecido casi una despedida entre ellos

    Como siempre muchas gracias por el capi

    Un abrazo

    Judith

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  3. aaaaaaaaaaaaaaah. me ha gustado mucho, nunca te lo he dicho, pero me gusta tnto sta hisotria, que a veces la espera me hace sufrir.

    Gracias por el capitulo.

    Sofy

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  4. Se que te vas a reir cuando leas esto, pero te juro que de todas las veces que he estado aquí (y son muchas)y he deseado dejar un comentario, nunca se me había ocurrido iniciar sesión en mi blogger. diría mi hermano que es el color que no me ayuda jajajaja!!!

    Sabes que amo todas tus historias, y este capitulo me ha dejando boqueando, te la comiste linda! gracias por compartir tu talento con nosotras.

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