lunes, 30 de abril de 2012

Relato independiente — Manos Blancas

Este es un relato que escribí como prueba para solicitar ser colaboradora en E-Lay. Es un cuento breve con final abierto. Alguna vez he considerado continuar la historia y contar algo más sobre David, Alain y Dorian. Tal vez lo haga... algún día, pero por el momento cada uno puede imaginarse el resto, lo cual tampoco está mal del todo, ¿no? 





Esperamos que os guste.




. . .




Manos Blancas


Al abrir la puerta, el vapor especiado del local golpeó en el rostro de Alain. En el exterior quedaría el perfume de la primavera parisina, el aroma de la brisa nocturna preñada de flores abiertas y estrellas que tanto le inspiraba. Se le empañaron las lentes y se las quitó para limpiarlas con la solapa de la chaqueta, exhalando un suspiro de resignación. David le tiraba de la manga con insistencia, señalando una mesa vacía que se podía divisar a duras penas entre el humo de los cigarros.

—Sentémonos ahí—le instó. —¿Qué vas a querer beber? Cierra, hombre. Estos lugares siempre tienen la puerta cerrada, ¿o es que quieres que se revelen sus secretos a la calle?

Alain obedeció en silencio y se dejó guiar por su amigo, escuchando su incesante parloteo con una pequeña parte de su atención y dedicando el resto a observar el tugurio en el que le había metido. No era un establecimiento a su gusto: las mesitas de cristal lacado se amontonaban en los rincones del local, dominado por un escenario con cortinajes de terciopelo raído. El suelo de madera estaba manchado y carcomido; los tablones se levantaban y crujían bajo sus pasos. Una barra con grifos de cerveza se extendía en un lateral, y en el otro, entre divanes con pipas de agua y cojines esparcidos por el suelo, algunos caballeros vestidos invariablemente con traje negro, pintaban en sus caballetes o mojaban la pluma para garrapatear sus versos en cuartillas ajadas. Todo tenía un aspecto polvoriento y descuidado.

—¿Cómo pueden pintar con tan poca luz? —preguntó, interrumpiendo a su amigo.

—Son expresionistas —explicó David, regalándole su sonrisa de media luna. Al parecer estaba entusiasmado de estar allí. —Su pintura sale directamente del alma, pintan sus sentimientos. No necesitan luz para eso.

—Necesitan luz para ver —apostilló Alain, pragmático.

—Bah.

David movió la mano, restándole importancia. Iba a embarcarse en una nueva perorata cuando una mujer vestida con un escotado corpiño y falda azul se acercó a tomar nota de sus pedidos, contemplándoles con mal disimulada admiración.

Los dos amigos estaban acostumbrados a despertar ese tipo de sentimientos con frecuencia y ambos eran conscientes de su atractivo. Sin embargo, mientras que David lo disfrutaba, aprovechando al máximo su acento británico, su mirada pícara y su labia insurgente para coleccionar amantes, Alain solía mostrar desdén hacia quien se dejaba cautivar por su belleza exterior. A pesar de la disconformidad de Alain, el dúo levantaba pasiones en los cabarets y los cafés de Montmartre y Montparnasse, pues gustaba a los habituales de aquellas zonas el contraste entre el elegante inglés de ojos azules y pelo castaño y el alto y espigado Alain, con su rubia cabellera de bucles largos recogida en la nuca y los ojos verdes, hechiceros. Pintor y escritor, alegre y serio, hablador y silencioso, ambos conformaban un conjunto complementario que solía llamar la atención.

—El expresionismo no necesita de una técnica tan depurada, es la pintura del alma de cada artista, Alain  —continuó David, en cuanto la camarera se hubo marchado. —La deformidad, la perversión, lo que hay más allá de lo visible, eso es lo que acude al pincel: visceral, estomacal, un torrente sanguíneo lleno de subjetividad, que deforma la realidad para plasmarla tal y como la ven los ojos de cada uno, la mirada personal de cada pintor. Hay que dejar las almas a oscuras para pintar así. Por eso no importa la luz, ni siquiera importa que se vea mal bajo estos quinqués moribundos.

—Me estás describiendo malos pintores —insistió Alain, gélido.

David arqueó la ceja y le dedicó una mueca desdeñosa.

—Te estoy describiendo un movimiento artístico actual. Desde luego eres duro como una piedra, ¿eh? Te pones muy desagradable siempre que te llevo a ver sitios nuevos. ¿Por qué no intentas divertirte?

—Divertirme – Alain se inclinó hacia delante, volvió a limpiarse las lentes, se las colocó y le miró fijamente a los ojos —Se me han pegado los codos a la mesa de lo sucia que está. Esa mujer que está cantando en el escenario parece una gallina, y no solo por el color de su pelo: me está destrozando los oídos. La gente de ahí al lado está drogándose en los divanes. Veo bastante difícil que pueda llegar a divertirme aquí, David.

El pintor se echó hacia atrás en la silla, volviendo la vista hacia el escenario. Allí, una mujer rechoncha en ropa interior agitaba una boa de plumas mientras destrozaba una canción intentando seguir la melodía del acordeonista. Meneaba el trasero y los muslos extendiendo los brazos fofos, intentando seducir a su público. Extrañamente, cuando terminó su espectáculo, varios clientes le metieron arrugados billetes de veinte francos en las tiras de la lencería.

La camarera regresó y depositó el pedido en la mesa con una sonrisa espléndida: Una botella llena de un líquido glauco, una jarrita de cristal con agua fresca, dos copas, dos cucharillas de metal y un azucarero de cerámica desportillada.

—Que aproveche, caballeros.

La chica les guiñó el ojo y se marchó, contoneando las caderas.

—Con esto te será mas fácil entretenerte mientras esperamos al número estrella – dijo David. —Quién sabe. Quizá te alegre la noche.

Alain observó la botella verde y las copas dispuestas. Luego miró a su compañero con suspicacia.

—¿Absenta?

La fée verte, amigo mío. ¿No me digas que tienes reparos?

Alain hizo una mueca desafiante y destapó la botella, llenando las dos copas en una tercera parte. Después, tomó una de las cucharillas metálicas con agujeros, abrió el azucarero y cogió un terrón con los dedos. Lo colocó sobre la cucharilla y la dispuso en la parte superior de su vaso. A continuación, tomó la jarrita de cristal y la inclinó para verter el agua lentamente. El chorrito empapó el terrón y cayó, goteante, sobre la absenta, convirtiéndola en una mezcla blanquecina y lechosa.

David observó con una media sonrisa.

—Precioso. Veo que tienes experiencia.

—No creo que exista ningún escritor francés de nuestro tiempo que no sepa servir la absenta.

—¿Tienes la misma maestría a la hora de beberla?

Alain sonrió con malicia y se llevó la copa a los labios, tragándose el contenido de un solo gesto. A continuación, se metió el terrón medio disuelto en la boca y lo masticó. El inglés se echó a reír y él respondió con una risa lenta y suave. Era muy difícil aburrirse con David; a pesar suyo siempre conseguía sustraerle de todo lo que le incomodaba, como el olor cargante de aquel antro, la sordidez de sus inquilinos y el calor pegajoso que comenzaba a sentir allí.

—Ahora te toca a ti.

El licor aún le quemaba en el esófago y el estómago. Le había calentado la piel y la sangre. Preparó la copa de su compañero con la misma habilidad que da la práctica, y David la alzó para brindar.

—Por el expresionismo.

Brindaron sucesivamente. Primero fue el expresionismo, después el impresionismo, más tarde por Byron, por Shelley, por Keats… todos los poetas románticos de los que David era ferviente seguidor y los preferidos de Alain tuvieron su momento en aquel continuo subir y bajar de copas, con el cristal entrechocando y el fuego deslizándose por sus gargantas una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Y la absenta limpió la fealdad de aquel local, convirtiéndolo en un lugar extraño y sobrenatural que ya no parecía el mismo; despejó la mirada prisionera de Alain, que dejó de estar tenso y malhumorado y empezó a aplaudir rabiosamente a las bailarinas y las piezas musicales, revistió de encanto y hechizo la miseria y la mugre, abrió el corazón del escritor y le llenó el alma, los ojos y la mente de imágenes fantásticas y brillantes, de colores imposibles.

Se encontraban conversando sobre algo indefinido, embriagados por los vapores del alcohol y recostados en sus sillas, cuando las luces se redujeron y un juego de espejos proyectó destellos azules en las paredes. Los dos amigos volvieron la mirada hacia el escenario al escuchar el mágico canto de una chirimía, vibrante y cristalina.

¡Des mains blanches! —exclamó alguien entre el público.

Alain entrecerró los ojos, tratando de enfocar su mirada en el escenario. Las cortinas carmesíes se alzaron con un bamboleo irregular entre los murmullos de expectación de la concurrencia. Fuera lo que fuese lo que ahora iba a tener lugar, Alain tuvo la sensación de que era lo que llevaban esperando toda la noche.

—David… —murmuró —¿Qué viene ahora?

—No lo sé – respondió el inglés, en el mismo tono —¿No dicen algo de “manos blancas” por ahí?

Alain asintió, con la vista fija en el escenario. La chirimía seguía tejiendo su melodía hipnótica y las luces de pantalla azul apuntaban hacia el centro de la tarima de madera, donde había una bañera de bronce con patas de león. Del borde de la misma colgaba un brazo blanco, delicado, lánguido, que apuntaba hacia el suelo en diagonal. Las líneas perfectas de aquel antebrazo nacarado terminaban en una muñeca fina, de huesos frágiles, y estaba rematado por una mano de dedos largos, curvados suavemente, de uñas cuidadas y cortas.

Era un brazo precioso. Alain sintió deseos de tocarlo, y se inclinó hacia delante para verlo mejor. Estaban bastante retirados del escenario y no podía apreciar los detalles como le hubiera gustado, pero a la luz fantástica de aquel juego de espejos y a través de la pátina de la absenta, ese brazo blanco parecía hecho de rayos de luna y polvo de estrellas.

Iba a abrir la boca para proponerle a David acercarse más cuando, al compás de la música, los dedos pálidos se movieron. El brazo se levantó y su gemelo apareció, igual de grácil y pálido, goteando lágrimas cristalinas. La figura sumergida en la bañera se puso de pie, con el sinuoso ondular de una serpiente encantada y se mostró de perfil al público, empapada en agua, con los labios entreabiertos. Y al hacerlo, Alain dio un respingo y se le paró el corazón en el pecho, la respiración se le cortó en seco y un hormigueo de emoción revelada se extendió por la punta de sus dedos.

Nunca había visto nada igual.

Al principio creyó que era una niña, una chica joven y sin desarrollar. El largo cabello, negro como la pez, colgaba sobre sus hombros y su espalda, chorreante de agua cristalina. Los brazos de cisne se habían elevado sobre su cabeza y se movían con la sutilidad de los juncos mecidos por el viento, en una danza lenta. La prenda de gasa blanca que le cubría el cuerpo se pegaba a su figura rectilínea, esbelta y sin formas. A través de la tela transparente, los pezones rosados, erguidos, brillaban en un pecho plano como una tabla. El ombligo se hundía en un vientre liso de cintura estrecha y el trasero se curvaba en una línea apenas pronunciada que hacía pensar en una pubertad poco generosa. El rostro de la muchacha podría haber sido el de una muñeca de porcelana: blanco como toda su piel, de labios rojos y mejillas suavemente coloreadas, tenía las formas de una madonna o de un ángel niño. La nariz respingona se levantaba con un desafío infantil, las cejas negras y finas se elevaban en arco como las alas de un pájaro en vuelo y las orejas mostraban una extraña forma puntiaguda en la parte superior. Pero los ojos… ah, aquellos ojos. Aquellos ojos se clavaron en el alma de Alain cuando el muchacho se dio la vuelta para quedar de frente hacia los espectadores y la transparencia de la túnica reveló entre sus piernas que era un chico, y no una niña. Aquellos ojos azules y luminosos como fuegos fatuos, enmarcados en un broche de pestañas negrísimas y curvadas golpearon en su corazón como puñales de zafiro. Aquellos ojos rasgados, fantásticos, resplandecientes, que reinaban en un rostro que era la expresión más sublime de la inocencia y la pureza, que parecían cuajados de estrellas, que miraban sin ver a la concurrencia mientras el joven, húmedo y hechizado por un embrujo aparente, bailaba al son de la chirimía.

—Un ángel… —murmuró Alain, subyugado por la imagen que tenía ante sí—. Es un ángel…

Si David respondió, él no pudo escucharle. El chico había salido de la bañera y ahora se cimbreaba en una danza calmada y sensual, las manos blancas como palomas abiertas sobre su cabeza, la cintura ondulante, los diminutos pies dejando huellas de agua en la tarima de madera del escenario. Todos sus movimientos eran gráciles y delicados.

Una sed violenta golpeó contra las sienes de Alain. Él, que tanto despreciaba a quienes le juzgaban por su belleza exterior, él que se jactaba de ser un escritor realista, de ser capaz de plasmar en palabras sin ninguna concesión lo terrible y lo antiestético, lo repugnante y lo deforme, él, que veía en el mundo todos los defectos, se encontraba ahora ante una criatura en la que no podía hallar ninguno. Sus ojos habían sido secuestrados por su imagen divina, su aliento robado, su cordura arrebatada. Sólo podía pensar en acercarse, en tocarle, en rozar con los dedos aquellos brazos perfectos, esa piel tersa y suave, los labios rojos.

Se levantó muy despacio, subyugado, y avanzó lentamente.

Mientras caminaba, su mente empezó a tejer por sí misma figuraciones y fantasías. Se imaginó la frescura de sus labios mojados bajo su boca. Su cuerpo, frío, pegado al suyo. El sonido de su voz. Cosas que nunca había pensado, las pensó entonces, deseos que jamás se había permitido se los permitió entonces, mientras caminaba hacia el bailarín, cuyas pestañas al batirse marcaban cada inspiración y expiración de su aliento. Sin desviar la mirada de él, empujó a un tipo grande que le gruñó, haciéndose sitio entre los espectadores de la primera fila. Se abrió paso a codazos, como buenamente pudo, hasta que la madera del escenario le detuvo.

“Un ángel. Es un ángel que ha descendido a la tierra, o un sueño de absenta… ¿Estoy soñando? Tengo que tocarle, tengo que saber que es real”, se dijo.

Y cuando alzó la mano, aún con los ojos fijos en los suyos, cuando sus dedos temblorosos estuvieron a punto de rozar el tobillo luminoso y opalescente del chico, el bajo de su toga le acarició los nudillos, hubo un revoloteo de gasas y velos y los ropajes vacíos cayeron al suelo.

Sorprendido, Alain jadeó, al igual que todos los espectadores. Buscó con la mirada al misterioso danzante, que había desaparecido delante mismo de sus narices. Encontró una pierna desnuda y el brazo perfecto asomando de la bañera de bronce, los ojos azules, intensos, fosfóricos, que le miraban a él. Con la garganta seca, Alain quiso apoyar las manos para encaramarse al escenario y correr hacia su objeto de deseo, pero se encontró incapaz de hacer el menor movimiento.

—¿Cómo lo ha hecho? —dijo alguien en un susurro.

—Es un mago.

A diferencia de la algarabía y los silbidos que habían llenado el ambiente cuando actuaban las vedettes, ahora las voces hablaban en murmullos inaudibles y la fascinación convertía al público en una masa de hombres y mujeres de ojos fijos y bocas entreabiertas, embrujados por la belleza imposible de aquel joven.

—No es un mago, es un duende.

—Es el manos blancas.

El chico alzó el rostro en la bañera, se apartó la larga cabellera hacia los hombros y sonrió. Su expresión angelical desapareció, sustituida por una mueca traviesa y seductora, incitante. Aquella sonrisa, esa mirada que Alain interpretó como dirigida hacia él, y solo a él, provocó una descarga de excitación en la espalda del escritor, le tensó los nervios y convirtió la sed abrasadora en un anticipo de la demencia. Y entonces, moviendo la pierna arriba y abajo con languidez y ondulando en el interior de la bañera, invitador y sugestivo, aquel demonio con cara de ángel empezó a cantar con una voz suave y escurridiza, de contralto.

Las luces azuladas arrancaban destellos perlados a la deliciosa piel del joven y la canción parecía adormecer y prometer al mismo tiempo: Una promesa de caricias íntimas, de entrega, de delicias celestiales y gemidos apagados, de sabor a carne tierna y labios escurridizos. El idioma era imposible de identificar, a veces parecía francés, un francés antiguo y ancestral, otras latín, otras griego… y sin embargo, el significado de las palabras llegaba al alma de alguna manera, la estimulaba y la preparaba para un paraíso de tentación. Pero antes, dormir.

Antes, dormir.

Y lentamente, el hechizo cayó sobre él. Le rozó los párpados con dedos suaves y todo se volvió negro.

Después se sintió flotar en la sala, entre los efluvios de la absenta y un aroma arcano, extraño. Estaba soñando, o eso creía, y en su sueño, los ojos azules del ángel permanecían sobre él, brillando como estrellas. Salía de la bañera, desnudo como una ninfa, y le tendía la mano. Alain la cogía y el ángel le llevaba detrás del escenario, a lo largo de pasillos oscuros, guiándole en la tiniebla con el murmullo de sus pasos húmedos como único sonido y la mano blanca, fresca, prendida a sus dedos. Por último, le franqueaba el paso hacia una habitación estrecha, cubierta de alfombras y cojines, donde una única vela titilaba en una hornacina, y le hacía un gesto a Alain para que se recostase. Tendidos ambos en el suelo, se encaramaba sobre él y se apretaba contra su cuerpo, hablándole con aquella voz ambigua, mirándole a él, sólo a él.

—¿Quieres tenerme? —le preguntaba, rozándole los labios con su boca—. Puedes poseerme. Seré para ti, si me llevas contigo.

—¿Cómo te llamas? —respondía Alain, embriagado y rendido, volviéndose loco de hambre y de deseo —Sí, sí. ¿Cómo te llamas?

Sus manos se llenaban de la piel suave y mojada, sus pulmones estaban a punto de estallar, anegados con el perfume indefinido del joven, que también flotaba en la estancia.

—Si te lo digo, ¿me llevarás contigo?

Alain asintió con la cabeza. Estaba comenzando a marearse y le temblaba el aire en los labios mientras le acariciaba. Su piel parecía hecha de crema, su aliento era dulce, su boca tan suave como los pétalos. Los ojos azules parecieron encenderse con una llama renovada y el chico estrechó los labios contra los suyos en un beso que Alain consumió con avidez desesperada, abriéndose paso a la fuerza para buscar su lengua, devorándole mientras cerraba los brazos a su alrededor y los dedos, como garras, sobre su piel.

—Danava —susurró el muchacho, en un gemido desvaído.

Después, Alain ya no pudo ver, ni oír, ni sentir nada más.

Cuando despertó, lo hizo dando un respingo. Estaba tirado en el suelo, cerca del escenario, y una camarera pasaba la escoba en alguna parte, haciendo un sonido rasposo y desagradable. Las lámparas se habían apagado y el feo establecimiento se pintaba con la gris penumbra del amanecer, que se filtraba por la única ventana abierta. Recolocándose la chaqueta y tratando de recuperar toda la dignidad perdida, Alain se incorporó y se sacudió el polvo de las rodillas y las manos. Se peinó con los dedos y caminó a duras penas entre las mesas. Comprobó que no era el único que había echado una siesta en aquella extraña taberna: había cuerpos tirados aquí y allá, algunos con las boquillas de las pipas de agua entre los dedos, otros dormitando encima de las mesas con la postura de quien cae redondo a causa del exceso de bebida.

En este último grupo se contaba David, a quien Alain localizó finalmente, derrumbado en la mesa que habían compartido. Con un suspiro de alivio, le puso la mano en el hombro y le zarandeó.

—David —llamó, con voz enronquecida—. David, despierta.

El inglés gruñó, le dio un manotazo y le ignoró flagrantemente. “Estúpido borracho”.

—David, vámonos de una maldita vez – insistió, en esta ocasión con más energía – Ya casi es de día.

Esta última afirmación hizo reaccionar al pintor, que levantó la cabeza con un sobresalto. Inmediatamente, tuvo que llevarse las manos a las sienes con un gesto de dolor.

—Por todos los… tengo el infierno aquí dentro.

—Dímelo a mí.

Con lentitud geriátrica, ambos compañeros se afanaron en recuperar una decente verticalidad, repasaron sus indumentarias, se volvieron a peinar y se ayudaron, mareados y con náuseas, a salir del establecimiento. Las calles de París les recibieron con un amanecer frío, brisa cortante y una temprana llovizna primaveral.

—¿Tanto bebimos? – se quejó David, con los ojos entrecerrados como un gato al sol – No recuerdo que fuera para tanto.

—Yo tampoco… pero al parecer, lo fue. ¿Nos vamos a casa?

—Sí, por favor—. dijo entonces una voz desconocida, sutil, ambigua, de contralto.

Ambos se sobresaltaron. Al mirar a su izquierda, repararon en un muchacho que les observaba a pocos pasos, amparado bajo las cornisas del edificio. Sus ojos azules resplandecían, brillantes, en un nido de pestañas negras. Llevaba un abrigo rojo de mujer que le llegaba a los tobillos, abrochado hasta arriba, y el pelo recogido en la nuca metido por dentro del cuello levantado de la prenda. Los diminutos pies, blancos como perlas, estaban descalzos sobre el suelo sucio de aquella callejuela de Montparnasse.

David arqueó las cejas.

—¿Y tú quien eres?

Alain le hizo a un lado con el brazo, los ojos clavados en el joven. Ahogó una exclamación, sobrecogido por la sorpresa. Al instante, extendió la mano hacia él y el chico la cogió, con una sonrisa de felino complacido.

—¿Alain?

David esperaba una explicación.

—Es… su nombre es… - balbuceó el escritor, incapaz de hallar palabras en el torbellino en el que se había convertido su mente.

El corazón le brincaba en el pecho. Su vientre se abrió, rugiendo en silencio, con un hambre renovada al rozar las yemas blancas de sus dedos, mientras la confusión se apoderaba de sus razonamientos. ¿Qué había sido real, qué parte fue soñada? ¿Acaso la absenta había distorsionado su memoria? ¿Había vivido realmente el momento en el que Danava salió al escenario, precioso y perfecto como una figura de porcelana? ¿Era un ángel venido a la tierra o un joven de compañía al que habían invitado a unas copas para divertirse un rato? ¿Cuáles eran los verdaderos recuerdos?

—Su nombre es Dan…

—Dorian – interrumpió el chico – Mi nombre es Dorian.

Alain asintió. David ladeó la cabeza y sonrió, dirigiendo una mirada de extrañeza a su compañero.

—Ah… bien. Claro. ¿Vienes con nosotros, entonces?

Los ojos azules del inglés iban de uno a otro. Alain no estaba en condiciones de responder nada coherente, así que recurrió a la mentira, apretando los dedos del muchacho con su mano.

—Sí, anoche acordamos que se quedaría con nosotros unos días. Para hacerte de modelo. ¿No lo recuerdas?

David negó con la cabeza. Les observaba con curiosidad y quizá con algo de desconfianza, pero no puso ningún impedimento. Dorian le volvió a sonreír, y finalmente, los tres se pusieron en marcha a través de las calles de Montparnasse.

Un cuervo, posado en lo alto de una farola, fue el único espectador de su partida. Ladeó la cabeza, curioso, mientras sus ojos anaranjados observaban las huellas de humedad que los pies de Dorian dejaban en el suelo ya de por sí mojado. El resplandor plateado, estelar y sobrenatural que desprendían durante apenas un segundo después de que el muchacho levantara el pie atrajo su atención. Pero los cuervos, a diferencia de los humanos, son criaturas mucho más prudentes, y saben reconocer a los Manos Blancas cuando los ven. Por eso, el ave se limitó a erizar las plumas y graznar un par de veces antes de emprender el vuelo.

Las campanas de Sant-Sulpice repicaron seis veces.



. . .

© Hendelie




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