viernes, 29 de junio de 2012

Fuego y Acero XLIII: Un nuevo mundo


43.- Un nuevo mundo


La travesía de regreso hacia Nirala transcurría con más tranquilidad de lo que era esperado en aquella época del año. Driadan y la tripulación se sentían agradecidos a los dioses por no haber tenido que enfrentarse a más de un par de tormentas suaves. Constantemente se congraciaban de estar teniendo un viaje tan afortunado y golpeaban con los dedos la madera del casco en la proa para no atraer a la mala suerte. Amala les miraba como si estuvieran locos cada vez que les veía felicitarse por su buena fortuna mientras el casco se bamboleaba y las olas rompían fieramente, cubriendo incluso parte de la cubierta, empapándoles los cabellos y formando tanto estruendo que parecía que el mundo fuera a quebrarse.

—¿Es que no para nunca?—se lamentó, mirando a Arévano con expresión desvalida.

El joven espadachín se echó a reír por lo bajo, le abrazó y le peinó con los dedos.

—¿De moverse? Sí. Cuando lleguemos a puerto.

—Qué esperanzador.

Ambos estaban recostados en un rincón de la cubierta, disfrutando de algunos minutos de paz. Anochecía y el cielo estaba despejado, pero la marea se encontraba revuelta. Los que no tenían guardia dormitaban aquí y allá, bajo los palos de las velas y junto a los montones de cuerdas.

—No te preocupes—le tranquilizó el joven de los ojos azules—. Esta travesía no será tan larga como el viaje desde Marshaba hasta Thalie. Las costas del Norte están solo a cuatro semanas de Nirala, si hace buen tiempo.

—Y lo está haciendo, ¿no?

—Sí. Estamos de suerte. —Arévano golpeó el mástil de madera tras de él con los nudillos.—Lo que pasa es que los cisnes no estáis hechos para el mar.

—Ni tampoco las personas—replicó él—. No entiendo quién fue tan loco como para construir el primer barco. Quiero decir, ¿en qué estaba pensando? ¿Qué necesitaba del mar para inventarse algo como un barco de madera, tirarlo al agua y adentrarse en el océano? Si lo piensas, es aterrador.

—Y tanto que lo es. El mar es inmenso.

—Y ruge. Y no sabes lo que hay debajo. ¿A ti no te da miedo?

Arévano se encogió de hombros y luego negó con la cabeza.

—En mi país había mucha agua. El mar estaba cerca y salíamos a pescar en esquifes.  Las calles eran ríos, y por encima de los ríos había puentes. Caminábamos sobre los puentes y a través de los ríos en barcas que empujábamos con pértigas.

Amala le observó con fascinación mientras su amante le hablaba de su hogar, de los edificios de piedra y las altas torres puntiagudas, unidas por arbotantes y coronadas por gárgolas de alas extendidas. Intentaba imaginarse cómo sería aquella tierra lejana mientras Arévano le explicaba todos los detalles, con un brillo nostálgico en la mirada. Apoyó la cabeza en su hombro, escuchando, contemplándole con adoración.

En el Tempestad no había ningún camarote. Los marineros dormían amontonados en la bodega, entre las cajas de armas, de pescado salado, carne ahumada y frutos secos. Amala se había sentido un poco cohibido al principio, pero a Arévano no le importaba nada lo que pudieran pensar los demás y le había llevado consigo a sus mantas desde la primera noche.

El joven de Prímona había sido sólo uno más de entre los grises esclavos de Shalama. Cuando les privaron de su libertad, aquellos hombres perdieron también su identidad. Les vestían con túnicas grises y les obligaban a llevar las mismas sandalias de esparto, les ataban las manos y los pies y eran forzados a trabajar donde fuera necesario en función de sus habilidades más destacadas. Arévano tenía una cicatriz en la mejilla y un rostro agradable, de cabellos oscuros y ondulados y ojos azules, llenos de vida. Había sido espadachín en su país de origen, pero según le había contado a Amala, un asunto de faldas le metió en problemas con algunos hombres peligrosos que le dieron una paliza y le vendieron a los esclavistas. Al poco de llegar a Thalie, Arévano estuvo bebiendo con el Cisne y hablando con él durante una noche entera. Le contó cosas de su tierra y le habló sobre sus miedos y sus problemas, sobre sus pensamientos y emociones. Le abrió su corazón, porque entonces Cisne no era más que un crío muerto de miedo que había olvidado incluso la mecánica del lenguaje, torturado continuamente por pesadillas y sin saber qué día sería el último.

—Sé cómo te sientes—le había dicho entonces el joven de Prímona, golpeándole el hombro con la mano—. Pero la libertad no es tan agradable. Lo cierto es que está muy sobrevalorada… el problema es que uno aprende a amarla y entonces ya no la quiere soltar. No sufras tanto. Las cosas van a mejorar.

Y habían mejorado, aunque había seguido sufriendo, y mucho. Le había costado sangre y lágrimas deshacerse de sus cadenas. Ser espía del thane de Kelgard era lo más aterrador que había hecho en toda su vida, y para colmo, al final resultó inútil. Pero había tomado aquella decisión conscientemente. Amala conocía los trucos necesarios para ser el mejor esclavo de cama que uno pudiera desear y sabía que tenía más oportunidades que nadie. Lamentablemente, por entonces ya le había entregado su corazón a aquel sonriente espadachín que le había dado esperanzas cuando él todavía era invisible para todo el mundo. Fue horrible separarse de él. Fue horrible yacer en la cama de Ulior Skol, intentando extraer sus secretos, sintiéndose como si estuviera en el lecho con una serpiente venenosa. Y fue horrible aquella tarde, cuando le llevaron medio muerto delante de todos. Fue horrible cuando le hundieron en el agua y cuando pensó que moriría ahogado. Pero después de todo aquello, valió la pena. Mereció la pena cuando el joven de Prímona le tomó entre los brazos y se lo llevó para curarle las heridas, terminada la batalla. Le dio consuelo con sus labios y sus manos, y Cisne estuvo todo el tiempo llorando como un crío, atragantándose con las emociones, aterrado. Pocos días después, una vez terminaron los festejos del nombramiento de Ioren el Rojo, Cisne supo que sus sentimientos eran correspondidos, y entonces el mundo cambió.

Todo había cambiado para él. Había sido valiente para ser feliz durante los últimos meses en Thalie, valiente para abrazar su libertad y aprender a amarla, y también para decirle a Ioren que no dejara irse a Driadan, para decirle a Driadan que no abandonara a Ioren. Pero no había podido evitar que se separasen. Ahora, él aprovechaba su felicidad y vivía su amor con el joven de Prímona como si fuera el último día. Hacerlo de otra manera sería desperdiciar momentos valiosos, momentos que otros como Driadan y Ioren no podían disfrutar ya.

—¿Cómo es Nirala?—preguntó a su amante, tras unos minutos de silencio.

—Pues es un chico de pelo negro, tiene los ojos rojos…

Le golpeó con el puño en el hombro, muy suavemente.

—Deja de bromear, me refiero al reino de Nirala. —Arévano volvió a reír, a enredar los dedos en su pelo. Depositó un beso cálido sobre su frente. Cisne se acomodó contra su cuerpo. —¿Has estado allí? ¿Sabes algo de ese país?

—No, no he estado allí, pero algo sé.

—Cuéntamelo. Cuéntamelo como me has hablado de tu país. Seguro que puedo verlo entonces en mi mente.

Arévano le acarició los cabellos durante un rato y después empezó a hablar con el mismo tono evocador.

—Verás, está en las montañas. Es un reino enclavado entre bosques muy espesos y dos cordilleras que se unen en el Norte. Dicen que es muy grande, más que Prímona y que Shalama. Los edificios son de madera oscura y piedra gris, tienen tejados muy picudos, porque llueve con frecuencia. La capital está rodeada por murallas altas y gruesas y hay muchas estatuas, estatuas por todas partes de hombres antiguos vestidos con sus armas. Los hombres y las mujeres tienen el pelo de color negro o castaño y los ojos azules, verdes o color miel, salvo la estirpe real, los Horwing, que los tiene de color rojo.

—Es la familia de Driadan, ¿verdad?

Arévano asintió con la cabeza.

—Así es. Driadan es el hijo del rey Dromath, soberano del Reino de Nirala y protector del Bosque Negro y las Montañas. Su familia es muy antigua. Su blasón es un caballo alado, un pegaso blanco.

Amala se incorporó un poco para mirarle. El barco volvió a sacudirse con un fuerte empujón y una ola alta les roció de agua salada, pero al Cisne en ese momento no pareció importarle tanto como en otras ocasiones. Estaba reflexionando sobre lo que su amante le decía y dirigió una mirada hacia la proa, preguntándose donde estaría Driadan.

—¿Qué pasa? ¿En qué estás pensando?

—Tengo que hablar con el príncipe—respondió—. No sé cual es su plan, pero ya va siendo hora de que nos lo cuente. Y cuando lo haga, tendremos que ponernos a trabajar, tu y yo.

Arévano se irguió con curiosidad. Se rascó la nuca, mirando alrededor. Amala parecía muy decidido por algo.

—¿Trabajar? ¿En qué?

—En Shalama, los grandes señores no llevan estandartes. Se diferencian unos de otros por el color de sus ropajes, las flores o las plumas que llevaban en los turbantes y otros detalles—explicó el chico mientras se anudaba el jubón y trataba de ordenar su cabellera—. Cuando veías de lejos una caravana, podías saber qué Sha era el que había movilizado a sus gentes, si era el Sha Nastor, con sus ropajes púrpura y gris, o el Sha Asgaril, de naranja y amarillo, con plumas de oca blanca.

—Sí, lo recuerdo. Pero ¿qué tiene eso que ver con… con nada?

—Si Driadan va a recuperar su trono, no sólo va a necesitar hombres y armas. También necesita que su pueblo le reconozca. Necesita sus símbolos.

El joven de Prímona entrecerró los ojos y la comprensión los hizo brillar.

—¿Quieres que le hagamos un estandarte?

Alama asintió con la cabeza. Arévano le respondió con una sonrisa y una mirada pícara.

—Eres un chico muy listo. Tú llegarás lejos.

—Ya estoy lejos.

El Cisne le devolvió la sonrisa y le besó en los labios. Después se alejó por la cubierta, intentando mantener el equilibrio, buscando al príncipe de Nirala.


. . .


El firmamento empezaba a teñirse de colores oscuros por el este y una franja rojiza marcaba el horizonte en el oeste, donde el sol acababa de ocultarse. La mar estaba picada y las olas empezaban a mostrarse más vivas de lo que lo habían hecho en los últimos seis días. Driadan estaba encaramado en la proa, agarrado a una maroma para mantener la estabilidad y atisbando en derredor, alzando la vista hacia el cielo para encontrar el lucero de la tarde y comprobar una vez más que el rumbo que seguían era el correcto. Llevaba la camisa empapada y ya había desistido de secarse. Era absurdo hacerlo cuando volvía a mojarse continuamente, con las olas, con la lluvia o con la niebla húmeda de los amaneceres. Los pantalones de cuero se le habían pegado a las piernas y estaban deformados del uso, al igual que las botas. El jubón estaba desgastado y tenía el cabello enredado y apelmazado a causa del salitre que el aire transportaba. Tiempo atrás no había sido capaz de soportar esa sensación, el pelo sucio, el cuero cabelludo tirante, la piel del rostro seca y maltratada y las manos llenas de grietas a causa del roce de las cuerdas y los trabajos del navío. No es que ahora le resultara agradable, pero lo soportaba con estoicismo.

Pronto aparecerían las estrellas. Volvió la vista hacia las velas e hizo una señal con el brazo. Abajo, Qilem mantenía el timón firme y Jhandi se acercaba, con la larga trenza a la espalda y un rollo de mapas de fieltro bajo el brazo. Ambos se percataron de su gesto.

—Recoged la vela.

Qilem leyó sus labios más que escucharle. Se volvió hacia el resto de tripulantes que en aquel momento se encontraban de guardia y dio un par de voces, transmitiendo las órdenes. Jhandi se acercó a la proa y el príncipe bajó de su atalaya con un ágil salto, sacudiéndose los pantalones para ir a su encuentro.

—La marea se está agitando—indicó el moreno—. Habrá que prepararse por si vuelve a ponerse brava.

—Quizá se calme. Ahora es más importante evitar los escollos. Déjame echar un vistazo al mapa.

Ambos se dirigieron hacia la zona de carga y se protegieron bajo el parapeto de un mástil. Jhandi desplegó los rollos de fieltro y Driadan apoyó las manos en los extremos para evitar que se volaran. El viento les sacudía los cabellos y el barco se inclinaba hacia un lado y otro, mientras el príncipe trataba de situarles en el mapa naval que Ioren el Rojo había escrito para ellos.

—Escucha—dijo a Jhandi. Tenía que levantar mucho la voz para dejarse oír por encima del rumor del mar. —Vamos a llegar a Nirala por las montañas. Desembarcaremos en una playa salvaje que hay al noroeste, es donde atracaban sus barcos los norteños cuando venían a arrasar nuestras aldeas.

Jhandi asintió con la cabeza, mirando el lugar que Nirala marcaba en el mapa.

—Bien. ¿Dónde estamos nosotros ahora?

—Ayer estábamos aquí—dijo Driadan, colocando el índice en un punto en medio del océano, a medio camino entre Thalie y los Reinos Civilizados—. Tenemos que cambiar el rumbo un poco hacia el Norte. Lo haremos esta noche, en cuanto salgan las estrellas.

—Esperemos que esté despejado.

Driadan asintió. Iba a añadir algo más pero un fuerte zarandeo estuvo a punto de hacerles caer. Un tonel se soltó de las cuerdas que lo sujetaban y rodó por la cubierta, golpeando en las pantorrillas a Sulori, que perdió el equilibrio. Las cuerdas se sacudieron y la vela, que estaba siendo recogida, se desató y cayó con todo su peso, haciendo que el navío diera una fuerte sacudida. “Maldita sea”.

—¡Sujetaos por donde podáis!—gritó—. ¡Beonar, Fernos, recoged la vela antes de que nos haga volcar!

Los dos fornidos hombres estaban en ello pero no era tarea fácil y durante un momento pareció que fueran a ser engullidos por aquellas aguas grises, que cada vez parecían más furiosas. “Si Ioren estuviera aquí se subiría al palo él mismo para ayudarles”, pensó Driadan, con una punzada de vergüenza. Se sujetó al mástil y empezó a trepar con las manos y con los pies, pensando en lo gracioso que sería descalabrarse desde ahí y reventarse la cabeza contra la cubierta. “Sería un final ridículo para un príncipe heredero de Nirala. Driadan Horwing, se cayó en un barco cuando regresaba a casa.”

Pero no se cayó. Llegó arriba del todo, con el viento golpeándole rabiosamente en el rostro y los cabellos y se aferró con fuerza a la madera, cerrando los muslos como un cepo y agarrando las cuerdas para tirar de ellas junto a los otros dos hombres. Fernos le miraba, extrañado.

—Deberías estar abajo—gritó.

—No me digas dónde debería estar—le replicó Driadan. Y después se echó a reír.

Fernos y Beonar se miraron y rieron también, mientras las olas gigantescas se elevaban sobre sus cabezas y el océano rugía, amenazador y violento.

—Estás tan loco como el Rojo.


. . .


Durante el tiempo en que la tormenta estuvo sacudiendo el barco de un lado a otro, Cisne se mantuvo oculto entre unas cajas, con los ojos cerrados y rezando a dioses que no conocía. Estuvo a punto de vomitar varias veces, y cuando al fin todo terminó y el mar volvió a sosegarse, se dio el gusto de vaciar el contenido de su estómago por la borda. Después se lavó la cara con agua salada e hizo gárgaras con una bota de vino que encontró colgando de una alcayata. Luego salió tambaleándose y buscó con la mirada a Jhandi. Le halló recogiendo los mapas empapados del suelo.

—¿Dónde está Driadan?—preguntó.

El joven risueño señaló hacia arriba y Cisne siguió su dedo con la mirada. Driadan había cambiado mucho en los últimos tiempos, pero no se esperaba encontrarle encaramado sobre la vela, haciendo nudos con dos de sus compañeros. El príncipe de Nirala nunca le había parecido un cobarde, pero desde que las playas de Thalie se tiñeron de sangre le parecía que hubiera crecido en edad y estatura. Tenía las hechuras de un rey o de un noble, se había vuelto más tranquilo y reflexivo, si bien también más taciturno y nostálgico. Ya no montaba en cólera por cualquier cosa, seguía siendo muy orgulloso, pero había aprendido a moderar ese orgullo, a no envanecerse y a respaldarlo con acciones dignas de ser reconocidas por los demás.

Entre la tripulación comentaban frecuentemente lo mucho que se había acabado pareciendo a Ioren y el propio Cisne tenía que admitir que así era. Cuando Driadan bajó del mástil lo hizo deslizándose por una cuerda y golpeando la tarima de la cubierta con las botas al aterrizar. Cisne dio un paso atrás y le saludó con la mano. Los ojos rojos de Driadan de Nirala le observaron y luego se apartó el pelo oscuro y apelmazado.

—Hola Amala. ¿Puedo hacer algo por ti?

Cisne no supo que decir por un momento. Luego sonrió y asintió con la cabeza.

—Para empezar, darte un baño.

Driadan soltó una espontánea carcajada.

—Lo cierto es que lo estoy deseando, pero no tengo tiempo ahora. Pronto saldrán las estrellas y tenemos que corregir el rumbo.

—De acuerdo. Pero cuando lo hayas hecho reúnete conmigo, ¿de acuerdo? Si me dejas lavarte el pelo, mientras tanto te contaré algunas cosas que he pensado para tu conquista.

Driadan se escurrió el agua de la melena, observándole con cierta suspicacia. Estaban debajo de la vela  ya recogida y las gotas que se desprendían del grueso lienzo les salpicaban como una lluvia continua.

—Muy bien. Iré a buscarte después. No te escondas demasiado.

Cisne esbozó una sonrisa traviesa.

—No me esconderé.

El príncipe le dedicó una última mirada cargada de curiosidad y volvió a alejarse hacia la proa, conversando con sus hombres con camaradería y avanzando con paso firme y seguro. De espaldas, con la larga melena oscura y el atuendo desgastado, Driadan de Nirala tenía el aspecto de un marino más, pero al cisne le dio la impresión de que estaba rodeado por un aura de autoridad nueva y aún naciente. Apartó la mirada y observó el cielo teñido de púrpura.

—¿Cuáles son tus dioses, Jhandi?—preguntó, distraídamente.

—El Dios de los Seis Brazos y el Señor de los Elefantes—respondió el joven de la trenza, dedicándole una sonrisa amistosa. —¿Y los tuyos?

—Yo no tengo. Por eso les rezo a todos.

—¿Y qué les pides?

—Que todo esto salga bien.

Jhandi se echó a reír y le palmeó el hombro con la mano. Luego la dejó ahí.

—Bueno, pase lo que pase mañana, hoy está siendo un gran día, ¿no? Que algo salga bien o mal no es sólo cuestión de cómo termine.

Amala alzó las cejas. Se quedó pensando en aquellas palabras hasta que la noche extendió su manto oscuro y se cubrió de estrellas resplandecientes.


. . .


4 comentarios:

  1. Vaya jamás me imaginé que alguien quisiera a Amala teniendo en cuenta el pasado que tiene... prr pero me alegro que por fin consiga ser feliz! :D Pobrecillo.

    Driadan ya te comportas cada día más como un rey y actuarás con justícia con aquellos que......... ... ... ... MUERTEEEEE MUERTE A TODOOOOSSSSS!!!!! SIN PIEDAD!!!!!!!!

    Uy que fue eso :S


    Hasta el prox caap =D

    byee

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  2. Jajajajajajaja Mizuki que te pones destructiva!!! Un abrazo!! ^__^

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  3. Me encanto el capítulo sobre sobretodo ver que driadan ha madurado y aunque sigue siendo orgulloso lo controla mejor solo espero QUE DE MUERTE A TODOS SUS ENEMIGOS Y QUE HAYA MUCHA PERO MUCHA SANGRE JA JA JA JA

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  4. tengo ganas de leer el próximo capitulo este me a dado muchas sorpresa como que Amala y Alberno acabarían juntos. QUE LOS ENEMIGOS DE DRIADAN TIEMBLE PORQUE EL VERDADERO PRINCIPE ESTA LLEGANDO

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