jueves, 26 de julio de 2012

Fuego y Acero XLVI: La Boda Real



46.- La Boda Real


El rey Dromath estaba sentado en la cama de dosel y sostenía entre los dedos un tapiz. Había sido tejido en las Islas Grises y contaba una leyenda sobre una dama y un unicornio. El unicornio estaba hecho de hilo blanco y resplandeciente y la dama tenía el pelo del color del oro. Pasó los dedos sobre los bordados, ahogando un suspiro que le raspaba la garganta. El rey Dromath había tenido antaño el cabello castaño y rebelde, los ojos brillantes, chispeantes de vitalidad. Su voz era rotunda y su porte firme. Había sido un rey, años atrás, antes de que le arrebataran aquello que era más importante para su corazón. Ahora su cabello era quebradizo, apagado, salpicado por mechones blancos. Sus ojos se habían vuelto opacos y su mirada parecía muerta. Nunca levantaba la cabeza y apenas hablaba. Estaba débil, viejo, cansado. Las medicinas que le daban deberían ayudarle, sanarle, pero más bien parecía que su efecto fuera el contrario. Ya no era más que un viejo sarmiento agotado.

Sentado en la cama de su hijo, contemplaba los objetos que él había coleccionado con esmero: las figurillas, las tallas, los juegos de Oriente, las sedas, los tapices y las pinturas. La ventana seguía abierta. Había prohibido que la cerrasen. A veces, los mozos de cuadras y los carreteros que entraban y salían del castillo veían al rey asomado a ella, rozando con los dedos las marcas del alféizar. Desde tanta distancia no podían percibirlo con claridad, pero cuando se llevaba la mano a la frente e inclinaba la cabeza, todos imaginaban que lloraba.

Y lo hacía. El rey Dromath había llorado en aquellos tres años más lágrimas de las que nunca hubiera imaginado derramar.

—¿Mi señor?

Una voz femenina le llamaba. Los nudillos golpearon la puerta con suavidad. Dromath no contestó. Seguía mirando el tapiz, encogido bajo el peso de la capa de armiño, cabizbajo, derrotado.

—Mi señor. Soy yo, Sybelle.

“Ojalá hubiéramos tenido más tiempo… ojalá hubiera tenido más tiempo para reparar mis faltas contigo”.

Un golpe de aire agitó las cortinas detrás de la ventana ojival. Los tesoros de Driadan acumulaban polvo en su habitación, convertida ahora en museo y templo para el dolor del rey Dromath. Con el semblante marcado por las arrugas del sufrimiento, el hombre se levantó de la cama y se acercó a la puerta. Sybelle, su atenta prometida. Seguramente le traía las medicinas. Al abrir la hoja de madera, las bisagras chirriaron y la doncella dio un respingo, haciendo una reverencia profunda y bajando la mirada. Llevaba en la mano una bandejita de plata con un cáliz.

—Mi señor—murmuró.

La rubia y hermosa Sybelle era una de las hijas de lord Starling,  patriarca de la casa y Conde de las Montañas del Este, una doncella de trece años que pronto sería reina.

Tomar otra esposa. Tener otro hijo. Sólo de pensarlo se sentía aún más muerto.

—Es la hora de vuestra medicina.

La muchacha alzó la vista, temerosa. Dromath la observó con fijeza, buscando algo al fondo de sus pupilas hasta que ella, cohibida, agachó de nuevo la frente. Se puso pálida y le temblaron las manos. El rey agarró finalmente la copa con un gesto lento, reverente, demasiado grave para la ocasión. Las antorchas ardían en el pasillo de piedra con un alegre chisporroteo y las estrellas brillaban sobre el cielo negro como la brea, al otro lado de la ventana.

—¿De qué tienes miedo, niña?—murmuró el rey. Su voz sonaba amarga y cansada. —No eres tú quien bebe cada noche.

La joven dio un respingo y le miró con los ojos muy abiertos. En ellos había ahora culpa además de temor, pero el rey Dromath no se sorprendió. Puede que estuviera muerto en vida, pero aún tenía ojos en la cara para ver lo que ocurría a su alrededor. Acercó los labios al cáliz y bebió el veneno, mientras su prometida temblaba bajo el umbral de la puerta.

—Mi señor, ¿qué…?

Dromath tragó el amargo líquido y dejó la copa de nuevo sobre la bandeja.

Desde la muerte de Driadan, el rey Dromath había sufrido insomnio, pesadillas, temblores y ataques de ira y ansiedad. Para calmar aquella enfermedad del alma, el sanador de los Starling se había ofrecido a prepararle una medicina especial que el rey debía tomar cada noche. Habían pasado tres años y sin embargo, los síntomas del rey iban a peor en lugar de mejorar. El color de su cabello, la fragilidad de sus huesos y las arrugas de su rostro, junto a la falta de apetito y la extrema delgadez a la que se había visto abocado preocupaban a todos en la Corte y el buen curandero ya no sabía que hacer. Pero contra algunas heridas es imposible luchar, nadie podía culpar a los Starling o a su curandero de que el rey no sanara. No había pruebas, ni siquiera sospechas.

—No te molestes, chiquilla. No importa. ¿Sabes?, pensaba que queríais un heredero de vuestra sangre, pero cuando empecé a enfermar, entendí que la ambición de Lord Starling va más allá. Sustituir al Pegaso por la Estrella, para siempre.

La copa tintineaba contra la bandeja. La chica estaba temblando. Crispó el gesto en una mueca de desespero, después los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a sollozar. El cáliz cayó al suelo y la doncella le siguió, derrumbándose de rodillas.

—¡Mi señor, lo siento! ¡Lo siento mucho! Yo no quería… yo no…

Dromath suspiró con resignación. Se inclinó a duras penas y alzó a la muchacha por los hombros, haciéndola entrar en la habitación y cerrando a su espalda. Con pasos lentos y cansados la llevó hasta la cama y la sentó allí. La jovencita hipaba y se sacudía con breves convulsiones, seguramente creyendo que estaba condenada.

—Tranquila, niña. Cálmate, no voy a hacerte daño. —Esbozó una sonrisa torcida, sin rastro de humor. —Tampoco podría, aunque quisiera. El veneno me ha debilitado el alma y el cuerpo.

—Mi padre me obligó, mi señor. Yo no quería. Yo no quería hacerlo.

Sybelle se pasó las manos por la cara. Le costaba respirar y estaba tensa por el miedo.

—Shhhh. No importa, está bien. —El rey la tomó de la mano y le habló con una amarga tristeza, mirándola a los ojos. —¿Crees que no lo sabía? Lo he sabido desde hace tiempo, y he aceptado este destino.

—¿Cómo podéis aceptarlo?—exclamó ella, aún aterrada.

—Un hombre desea morir y los dioses le envían a una muchachita con ese don dentro de una copa—respondió el rey calmadamente—. Se lo sirven en pequeñas dosis, noche tras noche. Es casi una bendición.

La muchacha se fue sosegando poco a poco y después le miró sin comprender. Tenía la nariz enrojecida y las mejillas empapadas por el llanto. El rey Dromath sacó un pañuelo de debajo de su capa y le limpió el rostro.

—¿No me vais a hacer ahorcar?—preguntó ella.

“Qué ingenua es” , pensó el rey, sintiendo una repentina compasión. “Enviar a una criatura tan joven a envenenarme, ¿en qué estás pensando, Starling? ¿Es que no tienes ningún escrúpulo, o me tomas por un idiota?”

—No, chiquilla, no te voy a hacer ahorcar. Mañana es nuestra boda. Y nos casaremos.

La joven Starling parecía confusa. Dromath suspiró y volvió a sujetar el tapiz entre los dedos. Era tan delicado, tan precioso… siempre había creído que los objetos que su hijo coleccionaba eran fruslerías extranjeras propias de damiselas. Había despreciado aquellas cosas tanto como despreciaba la presunta debilidad de Driadan, su pusilanimidad. Pero ahora comprendía que todos los hombres son débiles si les golpeas en el punto adecuado; él era el mejor ejemplo. La pérdida le había hecho reconciliarse con Driadan, y al mismo tiempo, le asfixiaba el alma pensar que como padre había fracasado. No había sabido entender a Driadan, corregirle ni guiarle adecuadamente. Le había consentido y oprimido al mismo tiempo, había sido posesivo y exigente, le había querido cambiar a su antojo y le había flagelado con su decepción al no conseguirlo. Cierto que Driadan no había sido un hijo ejemplar, pero él, como padre, se sentía culpable también de eso.

Todas las cosas que podía haber hecho y no hizo, todos los momentos que podía haber compartido con él y no compartió. Todos los instantes no vividos, las palabras no dichas, las conversaciones no mantenidas; todas las veces que había salido de aquella habitación huyendo de la decepción que le causaba su heredero le pesaban ahora como pecados imperdonables. Eran fantasmas que le seguían allá donde iba a la luz del día, eran demonios que le susurraban al oído en la oscuridad de la noche.

—He aceptado este destino—repitió, en un tono tan bajo y grave que era casi inaudible.

—Lo siento mucho, señor—murmuró la joven.

El rey Dromath negó con la cabeza y se estremeció al ahogar un sollozo. Lo contuvo de tal forma que casi parecía que estuviera reprimiendo una tos. Estrujó el tapiz entre los dedos. Sus ojos se volvieron vidriosos, como si le atacara repentinamente un fuerte dolor, pero mantuvo el semblante impasible, lívido. El corazón parecía abrírsele en dos mitades dentro del pecho, sangraba aunque no hubiera ninguna mancha que dejase la evidencia de sus heridas.

En el tapiz, el unicornio blanco y la doncella se miraban.

—No te preocupes, niña.

“Dioses, si pudierais devolverme a mi hijo… si quisierais devolvérmelos, a los dos… ¿cuántas veces os he rezado para recuperarles? Yo no era un hombre de fe, y me habéis castigado por ello, pero ya es suficiente. Ya es suficiente.” Soltó el tapiz y alzó la mirada hacia las paredes, hacia el tocador en el que el espejo reflejaba la silla vacía. En el cepillo polvoriento que reposaba en él, aún había algún cabello negro, largo. La almohada todavía conservaba el olor de Driadan. Su presencia estaba en todas partes, aquella habitación la conservaba en ecos y recuerdos, en aromas casi extinguidos, en huellas sobre los cojines. Retazos de una vida que se había apagado.

—Sois un buen hombre. Sois un buen rey. —la muchacha le agarró la mano, arrebatada— Ojalá nada de esto tuviera que ocurrir.

—Un poco tarde para eso. —El rey la rodeó con el brazo y le acarició el cabello. En ese momento parecían un padre y una hija en lugar del monarca y su prometida. La muchacha se tensó un poco al principio, pero después se apoyó en su hombro, inclinando gentilmente la cabeza. —¿Tú conociste a mi hijo Driadan, Sybelle?

La joven pensó un momento y después negó con un gesto.

—Siento decir que no, mi señor. Pero he oído que era un caballero apuesto y muy gallardo.

—Un caballero, sí, claro. —El rey rió amargamente.— No era más que un crío, igual que tú. Inteligente, eso sí. Más avispado que cualquiera de los consejeros. Siempre dejaba en evidencia a sus tutores.

—Lamento mucho vuestra pérdida, señor—dijo la joven Starling.

El rey volvió a sonreír a medias. El veneno que le hacían pasar por medicina estaba empezando a hacerle efecto, sentía una suave opresión en el pecho y el sueño narcótico y pesado hacía parecer que sus párpados eran de plomo. Se dio cuenta, a pesar de todo, de que la doncella sentía lástima por él. “Antaño yo no le habría dado lástima a nadie”, se dijo.

—Sí, fui un buen hombre—susurró, bajando la cabeza—. Fui un buen rey. Ahora sólo soy los despojos de un hombre y el cadáver de un rey. Mañana, después de la boda, dame tres copas de medicina para que pueda reunirme rápido con mi mujer y mi hijo.

—¡Mi señor!— Sybelle le soltó la mano, sobresaltada—. Por favor, no. No digáis eso. Encontraremos un modo…

Pero el rey negó lentamente y le puso los dedos sobre los labios.

—No repliques. Puede que sea un despojo y un cadáver, pero lo que está sucediendo no es vuestro triunfo, sino mi derrota—espetó, con un siseo venenoso y cruel. Por un momento, una chispa de su antigua fuerza pareció animar su mirada y dar vida a su voz—. No es vuestro mérito, sino mi abandono. No me habéis vencido: soy yo quien se retira. Os dejo ganar porque no quiero luchar. Os permito alzaros porque lo que codiciáis ya no tiene valor para mi. No me importáis, ni vosotros ni este reino, nada me importa ya. Díselo a tu padre cuando yo me haya ido. Dile que le dejé vencer y que no quise hacerle esperar. Y tampoco quiero hacer esperar más a mi mujer ni a mi hijo. Así que me darás las tres copas y no replicarás, porque mañana serás mi esposa y habrás de hacer cuanto yo diga.

La joven volvió a quebrarse y se echó sobre su hombro, llorando desconsoladamente. El rey Dromath la rodeó con el brazo y le acarició el cabello, palmeando su hombro para consolarla.

Los muertos no volvían a la vida. Los dioses no iban a devolverle a Driadan. Al menos esperaba encontrarse con él en el reino de los muertos, y allí poder pedirle perdón.


. . .



La noche transcurrió con pasos desiguales, demasiado rápida para algunos, apenas un parpadeo; para otros, lenta, arrastrando los segundos. Cuando el sol salió y los primeros rayos rozaron la cúpula de granito del Templo de los Dioses, las campanas de bronce empezaron a repicar, graves y potentes. El soplo de la brisa matutina hizo ondear las banderas y los farolillos y las puertas de la ciudad se abrieron para recibir a los peregrinos que aguardaban en las murallas. Era la boda real y aquél era un acontecimiento que muchos sólo tenían oportunidad de ver una vez en la vida. Pero también estaban allí por otros motivos menos espectaculares: en los grandes eventos como las bodas reales o la celebración del nacimiento de un heredero, la casa real repartía pan, carne, mantequilla, carbón y otras cosas muy deseadas entre toda la población. Y en aquellos días, cuando la miseria azotaba las granjas del sur y las minas del norte, cuando los pastores de cabras del este tenían que comerse a su propio ganado y los pescadores eran los únicos que parecían aún capaces de plantar cara a la miseria, esas dádivas iban a ser más codiciadas que nunca.

Entre la avalancha de peregrinos, un gran carro con leña seca avanzaba tirado por un mulo escuálido. Sentado al pescante, Fernos, vestido con una capa holgada y harapienta y con la caperuza echada sobre la nariz, golpeaba en el trasero al jamelgo con una caña. A su alrededor, los hombres de la tripulación del Tempestad se hacían pasar por campesinos o mendigos. Driadan se ocultaba bajo un embozo y miraba de reojo a Arévano y Cisne, que iban tomados del brazo como si fueran un matrimonio. Cisne se había recogido el pelo en un complicado moño e iba vestido de mujer, con un relleno en el pecho y algunos rizos negros cayéndole sobre el hombro. Caminaba y se movía como una joven doncella, se apartaba el pelo de la cara con ademanes femeninos y delicados y batía las pestañas al saludar a los mozos que de cuando en cuando pasaban a su lado. El príncipe no podía dejar de mirarle, preguntándose cómo lo hacía tan bien, si es que el Cisne era un consumado actor o acaso los Dioses habían cometido un error al crearle hombre.

—Está como pez en el agua—sonrió Jhandi.

Driadan asintió, bajándole más la capucha para que su tez oscura no llamase la atención.

—Así es como deberíamos estar todos. Espero que nadie se ponga nervioso.

—Irá bien. Todo el mundo está muy preparado.

Driadan no le replicó, aunque sabía que eso no era del todo cierto. A las puertas del castillo, los guardias revisaban someramente cada carreta y observaban a los peregrinos con miradas penetrantes, buscando entre ellos a potenciales delincuentes, enfermos contagiosos y gente sospechosa. El príncipe confiaba en la tripulación del Tempestad así como en los pescadores con los que habían convivido, pero los mineros y los soldados del este también llegaban hoy. Y no estaba del todo seguro de ellos. Qilem había ido como enviado con el grupo de los militares, Beonar con los mineros. El príncipe esperaba que fuera suficiente. Había muchas cosas que podían salir mal, pero Driadan intentaba apartarlas de su mente. “Cuando tengas que luchar en una gran batalla, no pienses en las consecuencias”, le había dicho Ioren, tiempo atrás, en el acantilado. “En las consecuencias se piensa antes de tomar la decisión. Una vez tomada, ya nunca más. Cuando hay que luchar una gran batalla, lo peor que puede pasar es la muerte, y a la muerte no hay que temerla. Ella llega y se van los problemas. Cuando hay que luchar, sólo debes pensar que si tú no lo haces, nadie lo hará por ti.”

Entonces tenía sentido, pero para Driadan había mucho más. Mientras se apiñaban y empujaban a otros peregrinos para llegar a la puerta, el príncipe pensaba en los hombres que estaban con él. Hombres que habían sido esclavos y que cuando fueron libres, decidieron seguir a Ioren el Rojo. Hombres que decidieron después ir con Driadan hasta Nirala para ayudarle a recuperar su trono. Ninguno le había pedido nada a cambio. Ninguno había dudado en acatar su autoridad. Quizá morirían hoy.

—Jhandi, ¿por qué has llegado hasta aquí?—preguntó, sin poder resistirse, mirando al joven de piel oscura con una expresión grave y serena.

Éste se echó la trenza hacia el otro lado y se colocó los harapos un poco mejor. Luego esbozó su eterna sonrisa de media luna.

—Nosotros éramos esclavos. Sufrimos juntos un destino muy injusto hasta que Ioren nos recordó que los hombres son libres. Ahora que somos libres, podemos ir a donde queramos, y hacer lo que queramos.

—Ya. ¿Y por eso me habéis seguido hasta las montañas? ¿No debería haber algo más?

Jhandi se encogió de hombros.

—Por la compañía.

—¿Quieres hacerme creer que estás a las puertas de una rebelión por un asunto de amistad y lealtad?—resopló el príncipe—. A veces no sé si me tomas el pelo o eres así de cándido.

—Soy cándido, pero hay algo más, como dices tú. —El joven bajó la voz. Se estaban acercando a la entrada, se escuchaban los voceos de los guardias, los mugidos de los bueyes. —Ioren nos recordó que los hombres son libres, pero tú pusiste el veneno en el Oro del Sol. Estábamos en deuda con él, sí, pero también contigo. Cuando estés sentado en tu trono, quizá volvamos a casa.

—¿Y si morimos hoy?—preguntó Driadan en un susurro, mirándole con escepticismo.

Pero Jhandi no parecía temer esa posibilidad. Se echó a reír, inclinando un poco la cabeza hacia abajo y cuando le miró entre las sombras de su caperuza, la sonrisa blanca resplandecía y sus ojos negros chispeaban con buen humor.

—Entonces no volveremos.


. . .




En el interior del castillo de Nirala reinaba demasiada calma para tratarse del día de la boda real. Las cocinas estaban silenciosas, los criados hacían sus trabajos sin mediar palabra y sin hacer ruido, con las frentes inclinadas y una melancolía profunda en los ojos. Muchos de ellos habían preparado también la anterior boda real, cuando el rey Dromath se desposó con Lady Elevere. La dama de cabellos negros y rostro hermoso como el de un ángel había dado un hijo varón al rey Dromath, y entonces ellos prepararon los festejos en honor del primogénito. Ahora se encontraban atareados por causa de otra boda. El mismo hombre, hoy abatido y destrozado, contraía segundas nupcias para cumplir con su deber y dar un heredero al trono, y ese hombre, que se asomaba a la ventana de la habitación de su hijo y se cubría el rostro con la mano, ese hombre que parecía un espectro y que ni siquiera reinaba ya, había caminado la noche anterior por los pasillos de las cocinas y las lavanderías, bendiciendo a los sirvientes uno a uno. A algunos les había preguntado por sus nombres, por sus familias. A otros les había hecho regalos de lo más singulares. Un anillo, un cinturón de brocado.

En su rostro había determinación, pero también una profunda pena que se había contagiado a los corazones de sus criados. Se sentían más cercanos a la víspera de un funeral que a la de una boda.

Y para el rey no era diferente. Mientras le vestían, contemplaba su imagen en el espejo sin reconocerse, reflexionando sobre su vida, sobre sus errores. Sobre sus fracasos.

Las doncellas le colocaron la larga túnica oscura con bordados de oro y plata y después le echaron por encima la capa de plumas blancas, el símbolo de la casa Horwing. Contaba la leyenda que aquella capa se había hecho con el plumaje del último caballo alado, Alabeon. Éste había sido la montura del rey Dragath el Rompedor de Montañas, y cayó en batalla contra las tropas del Imperio del Este. Se contaba que, cuando atravesaron a su corcel con una lanza, el rey Dragath no se apartó del cadáver sino que continuó combatiendo junto a él. Cuando el ejército de Nirala venció y los enemigos huían en retirada o yacían muertos sobre el suelo, el rey cayó de rodillas junto al caballo y sollozó amargamente, porque sabía que no habría otro como él y que con Alabeon moría una especie maravillosa y única.

El rey Dromath pensó, al verse reflejado en el espejo, que aquella sería la última ocasión en la que alguien la vestiría. No creía que los Starling fueran a conservar esa tradición, y el Imperio del Este seguro que la detestaría. “Espero que me entierren con la capa”, se dijo. Hoy también se extinguía una especie única. Él era el último Horwing, el último descendiente de Dragath el Rompedor de Montañas. Se preguntó si alguien le recordaría dentro de veinte años, de cien. Se preguntó cómo le recordarían.

Las doncellas le ataron el cinturón y se retiraron con una profunda reverencia. Su mayordomo le trajo entonces la corona sobre un cojín de terciopelo rojo. Los Señores de las Montañas utilizaban una corona sencilla, un aro de oro blanco con tres puntas, una en la frente y dos en las sienes. Dromath la tomó y se la ciñó con un gesto solemne, observando su imagen en el espejo.

—Tráeme mi espada, Alcar. Puede que esté viejo y débil, pero un día no tan lejano, fui un guerrero.

—Como ordenéis, señor.

El mayordomo fue a buscar la espada del rey y se la colocó en la cintura. Dromath rozó el pomo con los dedos temblorosos. Quería que Starling lo tuviera muy claro. Llevaría su espada al cinto porque aún era un guerrero… un guerrero rendido, agotado, que ya no deseaba levantar el filo por nada ni por nadie, ni siquiera por su reino. Pero lo había sido. Lo había sido, un guerrero que expulsó a los Hombres del Mar, que combatió al Imperio del Este. “Todo es pasado… pero ¿qué queda para mi, salvo el pasado? Pronto yo también formaré parte de él”.

Permaneció inmóvil en la penumbra de sus aposentos, mirándose en el espejo, hasta que los monjes del Templo de los Dioses fueron a buscarle, silenciosos y vestidos de dorado y azul. Entonces apartó la vista de su reflejo y se dirigió a la puerta, manteniendo la cabeza alta y caminando con pasos lentos para no vacilar en ellos.

—Todo está listo, Majestad—dijo uno de los monjes.

—Vamos, entonces.

El rey caminó a lo largo de los pasillos que antaño habían repetido el eco de sus fuertes pisadas al volver del combate. Su sombra se deslizó sobre las paredes de piedra en las que colgaban espadas, escudos y piezas de armadura de los enemigos vencidos. Y por un momento, al pasar bajo una ventana ojival, el sol de la mañana proyectó un haz de luz sobre él y arrancó destellos a la corona de oro blanco, a la capa de plumas de pegaso, dibujó sombras en su rostro arrugado y enjuto y suavizó los afilados rasgos del rey Dromath, que volvió a parecer un rey durante ese instante fortuito. Pero los monjes caminaban mirando al suelo en señal de humildad, y nadie lo vio.


. . .


Todo se había dispuesto para el enlace en el Mirador de la Primera Nieve. Era la más alta de todas las terrazas del castillo de Nirala, orientada hacia  la majestuosa cordillera del norte. Se dominaba desde allí toda la ciudad y la roca redondeada y musgosa de la montaña casi se superponía a las almenas. Cuando el rey Dromath llegó, el Hablador de Dioses, sumo sacerdote del templo, aguardaba bajo un palio de seda negra y plateada, escoltado por algunas personalidades de importancia. Habían adornado las columnatas con enredaderas verdes y flores blancas y se había dispuesto una alfombra del mismo color claro para que la novia no tocara las gélidas baldosas con sus zapatillas. Junto al sacerdote había una jaula dorada con palomas blancas.

El rey Dromath, acompañado de los dos monjes, anduvo lentamente hasta situarse delante del Hablador de Dioses y se inclinó. El sacerdote hizo otro tanto, solo que su reverencia fue más profunda y la culminó con una exclamación a viva voz.

—¡Salve, rey Dromath, Señor de las Montañas, Caballero del Reino y soberano de todos nosotros! Los Dioses te otorgan su favor, hoy como siempre.

Los hombres y mujeres que aguardaban detrás se inclinaron también, agachando la cabeza. Había allí cortesanos y representantes de las casas nobiliarias más importantes del reino, y por supuesto, un buen puñado de Starlings vistiendo el tabardo de la estrella y ataviados con sus mejores galas. El rey Dromath apretó los dedos alrededor de la empuñadura.

—Salve. Hoy es un día hermoso.

La voz del rey era grave y nostálgica. Miró alrededor y observó las imponentes colinas. Respiró el aire gélido de las cumbres. Abajo, en la ciudad, la gente se arremolinaba cerca del castillo y agitaba banderines y estandartes que mostraban el blasón de las dos casas que hoy se unían: un caballo de plata, rampante, junto a una estrella del mismo color sobre sable[1]. El emblema de la casa Horwing siempre había sido un pegaso blanco sobre oro, no un caballo sobre sable, pero al parecer a los señores de Starling el diseño les parecía más apropiado así. Pero el pueblo, estuviera o no de acuerdo con esta medida, hoy agitaba los nuevos emblemas con emoción, esperando a que se abriera la jaula de las palomas y las aves alzaran el vuelo, indicando así que el matrimonio había sido sellado y bendecido por los Dioses. Se ponían de puntillas, esforzándose por divisar a las figuras que se movían en la alta terraza, pero apenas sí podían ver monigotes oscuros y el resplandor de la corona de vez en cuando.

La novia no le hizo esperar demasiado. Las damas de honor aparecieron en primer lugar, un puñado de Starlings rubias y de muy corta edad que derramaban pétalos de flores y agitaban campanillas y cascabeles al caminar. Se colocaron en semicírculo a un lado y, unos segundos más tarde, por el arco de acceso a la terraza hizo acto de presencia la joven Sybelle, vestida de blanco con un precioso traje de seda y gasa y con el rostro cubierto por un velo translúcido. Llevándola del brazo, Lord Starling era la viva imagen del padre orgulloso y emocionado el día de la boda de su hija. Cruzó la mirada con la del rey Dromath y se la sostuvo durante unos segundos antes de inclinar la frente con presunta solemnidad. Starling era un hombre de unos cuarenta años, de pelo rubio muy claro y sin brillo y barbita recortada. Sus rasgos eran atractivos, pero su mirada resultaba tan inexpresiva como mirar un pedazo de hielo. El rey le había tenido por un súbdito leal, por un caballero honorable, hasta que se dio cuenta de que le estaban matando. Sólo entonces entendió que ese matiz tan extraño en sus ojos era el desapasionamiento de los conspiradores. Sintió deseos de desenvainar, pero no lo hizo. Detrás del velo, el rostro de Sybelle tenía una expresión suplicante. Aquella pobre niña estaba tan aterrada como lo había estado la noche anterior.

—Gloria a vos, mi rey—dijo Starling, al llegar a su altura—. He aquí a mi hija. Os la entrego, doncella y fértil, y recibo con humildad el honor que me hacéis al aceptarla.

El caballero tomó la mano de su hija para entregársela al rey, quien salió a su encuentro y agarró la mano de la joven sin esperar a que Starling hubiera completado el movimiento. Luego se colocó los dedos de la muchacha en el brazo y se volvió hacia el Hablador de Dioses.

—Puedes comenzar, sacerdote.

La brisa se soliviantó, haciendo agitarse los cabellos del rey y el velo de la novia. Había algunas nubes grises en el cielo de la mañana y el sol parecía apuñalarlas cuando las atravesaba para dejar que se filtrase un poco de luz sobre la piedra de las montañas y los sillares del castillo, sobre el gentío que abarrotaba la plaza. El sumo sacerdote abrió las manos y comenzó a entonar un cántico. Se hizo sonar una campana, una sola vez, rotunda y casi siniestra.Y sobre la terraza, los reyes y los caballeros, las damas de honor y las doncellas de la corte, se arrodillaron al unísono para escuchar las plegarias del hombre santo.


. . .



—Va a llover—dijo Cisne, a media voz—. Las nubes se están amontonando.

—La lluvia siempre viene bien—respondió Arévano.

Miró de reojo a Driadan. El muchacho estaba envuelto en su capa vieja de siempre y no parecía prestarles atención. Su semblante estaba muy serio y los ojos rojos se movían de un lado a otro, inquietos.

Habían cruzado el control de la Guardia Real sin el menor incidente y los soldados de las fronteras también habían entrado ya a la ciudad, pero no había rastro de los mineros por ninguna parte. El numeroso grupo se comportaba como si no fuera tal: algunos soldados leales a Driadan —o al menos eso habían dicho— estaban precisamente haciendo guardia en los controles de las puertas del norte o vigilando a los ciudadanos que se agolpaban en las murallas interiores del castillo. Otros se hallaban repartiendo pan, carne seca y mantequilla a los ciudadanos. La gran mayoría se había ocultado bajo embozos y capotes y aguardaba órdenes, mezclándose con la multitud. Los vítores y los gritos de la gente hacían complicado comunicarse, pero cuando la campana sonó, todo el mundo quedó en silencio y agacharon las cabezas.

Driadan mantuvo la cabeza alta. Arévano le dio un codazo, indicándole que imitase a los demás, y el príncipe lo hizo, aunque su semblante seguía siendo serio y severo.

—Esperamos tu señal—susurró el espadachín—. Todo está listo.

—Aún no. Cuando termine el enlace, la gente romperá en gritos de júbilo. Entonces aprovecharemos la confusión para desplegar los estandartes y tomar el castillo.

Arévano asintió con la cabeza. Driadan lo tenía muy claro, así que se permitió confiar y se mantuvo sereno y en silencio mientras la voz del sacerdote parecía llegar a ellos desde una ignota lejanía, con ecos extraños en el sepulcral silencio que ahora reinaba en la ciudad. Cantaba una letanía en un idioma desconocido para el joven de Prímona, que intentaba comprender las palabras sin lograrlo. Durante varios minutos, solo se escuchó el silbido furioso de la brisa y el canto del oficiante, y cuando terminó, las primeras gotas de lluvia tocaban los tejados de Nirala.

Se escuchó un suspiro general y todo el mundo alzó la vista. Sobre la terraza, dos figuras apenas perceptibles se colocaron el uno frente al otro. La capa blanca del rey y su corona brillaban, y también lo hacía el vestido de la futura reina. Se tomaron las manos y el Hablador de Dioses las unió con un pañuelo que anudó después. Trazó el símbolo sagrado sobre sus frentes y bendijo los esponsales, tras lo cual alzó los brazos.

Las campanas comenzaron a repicar. Las palomas alzaron el vuelo. La multitud prorrumpió en un griterío ensordecedor y el rey y la nueva reina se dieron la vuelta para saludar a la multitud. Entonces, a pesar de los empujones y el vocerío, Arévano escuchó con claridad el sonido del acero contra la vaina. La espada del príncipe se alzó entre los estandartes del caballo y la estrella y la voz de Driadan se elevó por encima de las exclamaciones de júbilo, rasgada, rabiosa, hambrienta de venganza y sangre.

—¡Fuego y Acero! ¡A las armas! ¡A las armas!

Beonar y Jhandi se llevaron los cuernos a los labios y los hicieron sonar. Arévano y Cisne retiraron los lienzos que cubrían el carro y sacaron los estandartes, aún plegados. Las fuerzas rebeldes prorrumpieron en un grito de batalla y se precipitaron hacia las puertas del castillo mientras la guardia leal al joven pegaso apartaba a los civiles por su propio bien.

Driadan se encaramó al carro, con la espada en la mano, buscando con la mirada a su padre y a la nueva reina. Acertó a verles de espaldas mientras un grupo de caballeros con el emblema de la estrella se los llevaba al interior del castillo. En aquel momento, sus pendones se abrieron y los hombres del Tempestad los enarbolaron a la vista de todo el mundo: enormes lienzos de color dorado pálido con el emblema del pegaso blanco, solitario, con las alas abiertas y sosteniéndose sobre dos patas, mirando con fiereza hacia delante con resplandecientes ojos de color rojo sangre. Se alzaron en la plaza y en la puerta de atrás, donde los mineros aún esperaban poder pasar. Se alzaron bajo las terrazas y otros dos más en la calle de la Madera, donde un grupo de soldados del ejército desenvainó las armas y echó a correr hacia las puertas del castillo bajo el signo del caballo alado.

—¡Muerte a los Starling! ¡Horwing rey! ¡Horwing rey! —empezaron a gritar los soldados a su paso a través de las calles.

Y durante largos minutos, el único rey verdadero en Nirala fue el caos.



. . .



Sybelle se había aferrado al brazo del rey y estaba pálida. Los soldados de su padre les conducían a toda prisa a través de los corredores, y aunque el rey no parecía muy contento, era poca la resistencia que podía oponer.

—Hay disturbios abajo, mi señor—les dijo uno de los guardias como única explicación.

—Pero tendréis que contenerles—apremió el rey, con ojos vidrioso. Le temblaban los dedos, aferró con ellos el tabardo del soldado—. Son los Hombres del Mar. Les he escuchado. Han gritado su grito de batalla. Llamaban al fuego y al acero.

El soldado intentó hacer que le soltara, mirando alrededor con aprensión.

—No temáis, mi señor. Nos encargaremos de todo.

—¡Yo no temo, estúpido Starling!—bramó el rey, empujando al joven de la armadura y atravesándole con los ojos rojos ardiendo de rabia—. ¿Crees que temo por mí? ¡Soy el Señor de las Montañas, yo no conozco el miedo! Pero he escuchado su grito. Los muertos han susurrado al oído a sus hijos y descendientes y ahora vienen a vengarse, tal y como él dijo. ¿No lo entiendes? ¡Claro que no lo entiendes! ¡Tú nunca les has combatido!¡Fuera de mi vista! ¡Fuera!

Cuando les dejaron solos, el rey cerró la puerta de sus aposentos con llave y se volvió para mirar a su esposa. La muchacha estaba inmóvil en el centro de la habitación, con el bajo del vestido desordenado y expresión temerosa. Se le había enganchado el velo en la armadura de alguno de los hombres de su padre y se había descosido: una tira colgaba hasta sus pies. “Es la venganza de los Hombres del Mar. Todo lo que me ha sucedido lo es”, creyó comprender, mientras observaba a la niña. Derrotado, se dirigió a una silla y se dejó caer en ella. Se quitó la corona y la sostuvo sobre sus rodillas.

En el exterior se escuchaba el sonido del combate.

—Sybelle, ve a por mi medicina.

—Mi señor…—empezó ella, balbuceante.

—Hazlo. Ahora eres mi esposa. —Alzó el rostro para mirarla. La chica estaba llorando otra vez. El rey Dromath empezaba a cansarse de sus lágrimas. —No le negarás un fin digno a tu rey. No se lo negarás a tu esposo, ¿no es cierto?

Sybelle estalló en lágrimas y se cubrió el rostro con ambas manos. Después se dirigió a la estantería, vacilante y sin dejar de sollozar, para tomar una copa y la botella de color azul que contenía la medicina del rey. El líquido espeso y negruzco llenó el cáliz y se mezcló con las lágrimas de la joven reina.

—Aquí tenéis, mi señor—dijo, con voz entrecortada, ofreciendo el brindis a su esposo.

Los aposentos reales tenían las cortinas echadas. La enorme cama de doseles, las armaduras y armas del rey, los cofres, baúles y alfombras apagaban sus colores en la penumbra. Las motas de polvo de los cortinajes bailaban en los débiles haces de luz que se filtraban entre sus pliegues. El rey Dromath tomó la copa y bebió con avidez, los ojos vidriosos fijos en algún punto invisible. En sus recuerdos, decapitaba a los Hijos del Mar en la sala del Pegaso. En sus recuerdos, Ioren el Rojo le miraba directamente con aquellos dos ojos azules, llenos de fuego, amenazándole a él y a todo su reino.

—Llénala de nuevo—espetó, en un susurro amargo, cuando apuró el contenido.

—No, mi señor, por favor… —suplicó la muchacha, echándose a sus pies. El vestido de novia se le enredó en los tobillos y algunos mechones rubios se le soltaron sobre la frente—. Por favor…

—Hazlo.

—No me obliguéis… si lo hago será como si fuera yo quien…

El rey Dromath tomó aire, cerrando los ojos. Después asintió.

—Muy bien. Tráeme la botella, entonces.

La joven seguía negando, seguía sollozando, estremecida. El propio rey se puso en pie y caminó hacia el estante, tomando el frasco de vidrio azul. Lo destapó, observando el brillo del cristal tallado. “Un recipiente tan hermoso para encerrar la muerte”, pensó.  En sus recuerdos, Driadan imprimía su sello en el brazo del esclavo. En sus recuerdos, su hijo le arrojaba amargos reproches delante del espejo. “Que los dioses me perdonen”.

—¡No!—gritó Sybelle, cayendo desmadejada a sus pies, abrazándole las rodillas.

Bebió. Por primera vez, lo saboreó. La pócima era densa y dulce, con un punto áspero al final. Parecía jugo de flores, miel y especias, pero al tragarla parecía enfriarse en el estómago y extender ese frío por las venas y la sangre. Mantuvo los ojos cerrados hasta que hubo vaciado la botella y la dejó caer al suelo, sin preocuparse ya de nada.

Y entonces, un golpe de brisa levantó las cortinas. Al otro lado de la ventana, un destello pálido atrapó la mirada del rey. Y ante sus ojos que se disponían a despedirse de este mundo, un pegaso blanco se agitó en el aire, lejano aún, desde la Torre de la Milicia. Se desplegaba en forma de bandera de una de las troneras del torreón, sustituyendo a uno de los nuevos pendones que habían colocado para la celebración de sus esponsales.

“Es una visión. Es un espectro”, se dijo. “Es una alucinación en mis últimos minutos”. Aun así, se acercó a la ventana ojival y apartó las cortinas. La luz del día penetró a raudales, devolviéndole la vida a los objetos de aquella estancia que casi parecía olvidada, y al asomarse, el rey Dromath pudo ver. Vio las calles tomadas por hombres armados. Vio batirse a los hombres de Starling con el ejército del Reino. Vio al signo del lobo y del cuervo, al signo del zorro y del halcón, al signo del ciervo y de la luna, y también al signo del caballo. Los vio alzarse en armas contra los hombres de la estrella, que se habían vuelto muy numerosos en los últimos tres años pero no tanto como para poder contener aquella marea. Y los pegasos ondeaban. Los pegasos estaban por todas partes, en banderas, en estandartes y en tabardos. Los soldados del ejército y la guardia real se había unido a los pegasos, y los que dudaban, pronto dejaban de hacerlo al reconocer el estandarte auténtico de su reino. Nadie deseaba ser tomado por traidor.

Y entre toda aquella confusión, entre los aceros que chocaban, los gritos y la sangre, le vio a él, y le reconoció. Tuvo que sujetarse al alféizar para no caer de rodillas mientras un violento pálpito le sacudía el pecho. Su hijo perdido, al frente de esa tempestad, se dirigía hacia las puertas del castillo escoltado por otros cinco hombres, y entre los seis abatían a todo el que se cruzara en su camino y se enfrentara al estandarte de la casa Horwing, la casa real de Nirala desde que el reino había sido tal.

—Gracias—murmuró el rey, esbozando una sonrisa agónica entre las lágrimas—. Gracias, Dioses.

Acto seguido se abalanzó hacia la puerta con tanto ímpetu que estuvo a punto de caer al suelo. Hubo de aferrarse al pomo y la corona, que había vuelto a ponerse para beber el veneno mortal estuvo a punto de caérsele.

—¡Sybelle!—bramó—. Ayúdame. Tenemos que llegar al patio antes de que sea tarde.

—¿Majestad?

—¡Ahora!

La joven se puso en pie presurosa, contagiados sus nervios por la recuperada energía del rey. Se acercó y le ayudó a mantenerse firme mientras abrían la puerta. Avanzaron por los pasillos, entre soldados de Starling que corrían a atrincherarse aquí y allá o acudían a presentar batalla a los rebeldes. Fueron empujados y golpeados por jóvenes combatientes que huían en estampida o que corrían, rabiosos, al combate. El rey se tambaleaba, apoyándose en los sillares de piedra de las paredes. Su visión comenzó a enturbiarse y notó cómo los calambres recorrían sus miembros, que cada vez le costaba más mover. Un fuerte pinchazo le atravesó el corazón y paralizó su brazo izquierdo.

—Más deprisa, muchacha—balbuceó a duras penas—. Más deprisa.

—¡¡Abrid paso al Rey Dromath!!—gritó entonces Sybelle, en un alarde de ingenio. A su voz, los militares que se apiñaban se hicieron a los lados, llevados por el instinto de obediencia.

El rey alzó la mirada. Al fondo del pasillo, las grandes puertas estaban abiertas y la luz blanquecina de la mañana parecía brotar de ellas como si fuera la entrada al Más Allá. “Aún no, por favor. Aún no.” Se arrepintió de haber perdido la fe. Se arrepintió de haber bebido el veneno de la botella, creyendo que no había esperanza. El lema de la familia era claro, no hay más derrota que la rendición. Y él se había rendido, una y otra vez. Gruñó e hizo un nuevo esfuerzo, luchando contra los dedos fríos que parecían apretarle por dentro, congelarle el pulso y asaetearle con lanzas de hielo.

—¡¡¡Deponed las armas, en nombre de vuestro Rey, Dromath Horwing!!!—bramó, cuando solo faltaban cuatro pasos para salir al patio. Ya ni siquiera podía ver—. ¡Detened el combate de inmediato!

Los hombres se sobresaltaron y comenzaron a apartarse de sus rivales. Las espadas se detuvieron. El silencio se extendió lentamente por el patio de armas del castillo mientras el rey salía al exterior a duras penas, a pasos cortos y dificultosos, apoyándose en su nueva esposa mientras la muerte se lo llevaba. Y no pensaba ponerlo fácil.

—¡Padre!

Escuchó su voz. Buscó con la mirada, sin ver más que puntos de luz, bultos de color y masas informes. Pero esa mancha oscura que se acercaba, el sonido de esos pasos, eran los pasos de su hijo. “Ojalá pudiera verle una última vez”. Pero los dioses no iban a ser tan compasivos. Un velo blanco cayó sobre su visión, negándole el menor atisbo.

—Hijo, acércate. Ven donde pueda tocarte, rápido.

Unas manos sudorosas, de yemas ásperas, cogieron las suyas. “¿Estas son las manos de mi vástago?”, se preguntó, incapaz de reconocerlas. Habían sido finas, delicadas.

—Padre. Padre, soy yo. ¿Qué te ocurre? Estás… ¿qué te ha pasado?

Ni siquiera su voz era la misma. Durante unos segundos, dudó. Dudó, hasta que la brisa le trajo el aroma a iris de sus cabellos y supo que era él.

—¡Este es mi hijo, Driadan Horwing! ¡Heredero al trono de Nirala!—gritó, sacándose la voz del cuerpo a tirones. Se quitó la corona con una mano y buscó a tientas los cabellos fragantes de su hijo para coronarle—. Yo muero, y él reina ahora en mi lugar. ¡Todo el que se oponga a él…! —Tuvo que hacer una pausa. La multitud ahogó una exclamación cuando el rey se sacudió hacia delante y  estuvo a punto de caer al suelo. Los brazos de Driadan le sostuvieron—. ¡Todo el que se oponga a él estará cometiendo traición!

Se arrancó la capa de plumas y, con su último aliento, consiguió colgarla de uno de los hombros del nuevo rey. Las fuerzas le abandonaron y sólo tuvo fuerzas para una última palabra antes de que una corriente fresca y cristalina tirase de él y le arrancara para siempre de este mundo.



. . .



El cielo se abrió y empezó a llover. Las gotas cristalinas repiquetearon sobre los toldos, las banderas, los estandartes y las armaduras. Empaparon los rostros llenos de lágrimas de los civiles de Nirala, que no terminaban de comprender lo que había sucedido durante aquel día. Limpiaron la sangre de los muertos y refrescaron las bocas abrasadas de los heridos.

De rodillas, en medio del patio de armas, Driadan de Nirala, Señor de las Montañas y rey legítimo, con la corona en la cabeza y la capa de plumas en la espalda, abrazaba el cadáver de su padre y le lloraba. Besó sus párpados.

—Te perdono—respondió, aunque él ya no pudiera oírle—. Te perdono, padre. Espero que puedas perdonarme tú a mi.

Le acarició los cabellos y después pasó un brazo bajo sus rodillas para levantar el cadáver del suelo. Su esposa observaba, temblando y sollozando, con el vestido manchado de barro y el velo roto. Driadan sólo tuvo una breve mirada para aquella desconocida. Después, observó a los hombres que contemplaban la escena, con sus tabardos de luna y de zorro, de ciervo y de halcón, de lobo y de cuervo. Los tabardos de Horwing eran nuevos y relucientes, al igual que los estandartes. Cisne había trabajado muy duro para que Driadan pudiera lucir su emblema, y el príncipe sintió una oleada de emoción que se sumó a todas las demás que le azotaban en aquel momento. El triunfo sabía agridulce, y aún no estaba consumado.

El primero en dar un paso al frente fue Lord Wolvan, que se abrió camino entre otros caballeros y se plantó delante de Driadan, mirándole con asombro, a él y al padre fallecido que llevaba en brazos.

—¡El rey ha muerto!—anunció en alta voz. Después hundió la rodilla en tierra—. ¡Larga vida al rey!

—Larga vida al rey—coreó un Moon, arrodillándose también.

“¡Larga vida al rey! ¡Larga vida al rey!” El patio de armas se convirtió en un clamor homogéneo, y uno tras otro, todos los hombres, mujeres y niños allí reunidos rindieron pleitesía a su nuevo soberano, el rey Driadan de Nirala.



. . .

©Hendelie


[1] En heráldica, sable es la denominación que se da al color negro. Un escudo de armas en el que aparece una estrella blanca sobre fondo negro sería “de sable con una estrella de plata”

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