47.- La Silla Alada
Los siguientes días pasaron para Driadan demasiado rápido.
Desde que su padre muriese en sus brazos en el patio del castillo, los hechos
se ajustaron en el tiempo como pequeñas piezas en un engranaje y comenzaron a
sucederse a un ritmo vertiginoso. Los mineros habían quedado atrapados en la
Calle de la Sal, entre dos grupos de soldados de Starling y la batalla se
prolongaba sin que nadie supiera muy bien quién iba ganando. En la Plaza de los
Escudos, un grupo de delincuentes aprovechó los disturbios entre un sector del
ejército que se mantenía leal al Imperio del Este y los hombres de Qilem para
asaltar dos talleres y robar en varias casas. Arrastraron a una joven de los
cabellos y estuvieron a punto de violarla debajo de un carro. Los saqueos
empezaron a producirse a las dos horas de haber muerto el Rey Dromath y haber
sido proclamado Driadan, y a mediodía la situación se volvió tensa en el
Callejón Rojo, una de las zonas con más pobreza de la ciudad. Hubo
apuñalamientos y un par de bandas de ladrones y maleantes se organizaron en
contubernio para sacar el mayor partido posible a la situación.
El rey había tomado posesión del castillo, llevado a su
padre a sus habitaciones y ordenado que se dispusiera todo para su velatorio.
Un anciano sanador se había quedado arreglando el cadáver; un hombre viejo de
barba canosa y ojos llenos de miedo. Su esposa, arrasada en lágrimas, suplicó a
Driadan que le dejara permanecer con su marido a lo cual él accedió sin
pensarlo demasiado. Estaba aturdido, aunque se negaba a dar el menor viso de
ello. Llevaba la corona sobre la cabeza y la capa de plumas a la espalda, ahora
bien abrochada, pero por lo demás no se sentía para nada un rey. La inseguridad
empezó a susurrarle al oído con palabras venenosas, advirtiéndole de su
inminente fracaso al intentar controlar la situación y del peligro al que se
había expuesto una vez revelada su identidad. Fernos, Arévano y Cisne no se
separaban de él. Parecían haberse convertido en sus tres sombras, cosa que el
nuevo rey agradecía en silencio. El primero, con dos grandes hachas a la
espalda, asemejaba un perro guardián, violento y acechante, que no dejaba de
mirar alrededor e intimidar a criados y pajes. Levantaba las cortinas para
asegurarse de que no hubiera nadie escondido tras ellas cada vez que entraban a
un corredor del castillo, bufaba al personal de servicio echándoles de las
habitaciones en las que iban a entrar. Cisne, que se había quitado el vestido
de mujer para ponerse ropa más apropiada, parecía un extraño guerrero andrógino
embutido en cuero desgastado. Arévano era, en última instancia, quien marcaba
el paso sin que Driadan se atreviese a preguntarle a dónde iban, y así se
abrieron paso, caminando velozmente, a través de los corredores del castillo de
Nirala. El joven de Prímona tenía una expresión concentrada en el rostro que se
tornó en alivio cuando, al abrir una puerta, encontraron un despacho con el
pendón de la casa Starling en una pared.
Los tres hombres del interior dieron un respingo,
sobresaltados. Tenían las manos llenas de pergaminos.
—¡Soltad eso, en nombre del rey!—exclamó Driadan sin
vacilar.
Uno de los Starling desenfundó la espada. Se disponía a
atacar cuando el puñal de Arévano le atravesó el ojo y le hizo caer de
espaldas, con una ligera convulsión en un pie. Otro intentaba alcanzar la
puerta; Driadan le propinó un fuerte rodillazo en el estómago y después le
noqueó con la empuñadura de su arma. El último depuso el sable y soltó los
papiros, alzando las manos. Quizá hubiera declarado su rendición si el rey se
lo hubiera permitido, pero le atravesó el corazón llevado por la rabia, antes
de darse cuenta siquiera de lo que hacía.
—¡No!—dijo el hombre, boqueando durante unos segundos. Luego
murió, de pie.
Cuando Driadan sacó la espada y el cuerpo cayó a tierra, el
rey miró la hoja por primera vez. Estaba llena de sangre. “Maldición”. Ioren le
había repetido siempre que debía mantenerla limpia. Se inclinó para hacerlo,
utilizando para ello el tabardo del Starling, y aquel acto tan cotidiano, tan
disciplinado, tan exacto, le devolvió el dominio de sí.
—Utilizaremos este despacho como centro de operaciones, por
el momento—dijo a sus cuatro acompañantes—. Fernos, por favor, ¿te importa
sacar los cadáveres?
—La chimenea está apagada—confirmó Arévano, echando un
vistazo a la habitación tras haber recuperado su puñal—. Parece que no han
tenido tiempo de destruir ningún documento.
—Bien, ¿quién de vosotros dos es más rápido? —Cisne dio un
paso al frente. —Necesito que busques al Hablador de Dioses, Amala. Es un
sacerdote. Viste con una toga larga, negra, y lleva al cuello una cuerda de
cáñamo con doce piedras grises incrustadas. Tiene el pelo blanco.
—No conozco tu ciudad.
—Yo sí la conozco—confesó Arévano, dejando los pergaminos a
un lado—. Iré yo, aunque no sea tan rápido como tú tardaré menos.
Cisne y Driadan se miraron con extrañeza pero ninguno
preguntó.
—Bien, cuando le encuentres hazle venir. Mejor dicho, tráele
aquí, personalmente. También necesito que busques a Lord Moon, Lord Wolvan y
Lord Falken.
Los dos primeros le habían reconocido como rey en el patio,
y los Falken siempre habían sido los más cercanos a su padre. Confiaba en
contar con ellos para tomar algunas decisiones, y en sus hombres para llevar a
cabo las acciones precisas.
—¿Qué hay de los demás señores? ¿Queréis que les reclame a
vuestra presencia?
Driadan se quedó callado. La formalidad de Arévano le
angustió por un segundo, pero apartó aquella sensación de su cabeza.
—No, por el momento. Quiero esperar a ver sus reacciones. Si
no han venido a reconocerme aún puede deberse a que se lo están pensando, o a
que no se han enterado de lo ocurrido.
—Dudo que no lo sepan—apuntó el joven de Prímona con
escepticismo—. La voz ya ha debido correr a estas alturas.
Driadan asintió.
—Aun así, prefiero esperar. Si esta noche no tenemos
noticias de ellos, veré qué hacer.
—Bien. ¿Me encomendáis algo más?
—Nada más. Cuando acabemos con las cosas más urgentes querré
hablar contigo. Me parece que tienes que explicarme algunos detalles.
El joven de Prímona le miró largamente y luego asintió,
serio. Hizo una rápida reverencia y salió por la puerta con pasos ligeros y
decididos. El rey le siguió con la mirada y luego la volvió hacia Cisne.
—¿Ha estado él en Nirala antes? —El chico abrió la boca para
responder pero se mantuvo en silencio. Al parecer no sabía bien cómo
expresarse. — Y nada de “vos” ni de reverencias… tú no, por favor. Pero
responde.
Cisne alzó las cejas.
—Ni idea. Majestad. —Driadan se dejó caer en la silla alta
que había frente a la mesa y miró con reproche a Amala. El chico sonrió con
picardía. —Era broma, era broma. No lo sé, Driadan. Arévano me cuenta cosas
sobre su tierra a veces, pero nunca me dijo qué fue de él antes de llegar a
Shalama. A lo mejor vivió un tiempo aquí.
—Es posible—admitió el rey. No es que desconfiara de
Arévano, pero era evidente que sabía más de lo que decía—. Anda, ayúdame a
revisar estos papeles.
—¿Sabes lo que son?
—No, pero mira los sellos. Creo que se trata de los acuerdos
y alianzas con el Imperio del Este. No estaría de más echarles un vistazo en
profundidad cuando todo se calme un poco.
Fernos entró en ese momento, secándose el sudor de la frente
con el antebrazo.
—Me he deshecho de los cadáveres, como pediste.
—De acuerdo.¿Has visto qué tal están las cosas fuera?
—Las puertas de la ciudad están cerradas, como estaba
planeado. Los mineros de Beonar siguen teniendo problemas.
“Esto es como una carrera larga”, pensó Driadan. Se sentía
algo presionado al tener que tomar tantas decisiones sobre cosas que no había
previsto. En realidad, había trazado un minucioso plan sobre cómo iban a llegar
hasta el castillo, pero nunca imaginó que su padre fuera a morir en sus brazos.
Confiaba en llegar hasta él, contar con su apoyo, con su guía. Por el
contrario, ahora estaba solo. “No”, se recordó, “solo no”.
—Bien—suspiró—necesito que vayas a…
—Con todo el respeto y eso, no gastes saliva en mandarme a
hacer recados. Yo me voy a quedar aquí, Majestad.
Driadan entrecerró los ojos y le miró con irritación.
—Voy a guardar esta puerta, y a ti dentro, pequeño rey.
—No soy pequeño—replicó con altivez, en vez de discutirle
por no querer cumplir la orden.
—Para mí sí lo eres—rió Fernos. Luego empuñó una de las
hachas, salió y cerró con un portazo, apostándose delante de la puerta como
había anunciado.
“No, solo no estoy en absoluto.”
Driadan se sintió mucho más tranquilo de lo que lo había
estado durante el resto del día. Las paredes que le rodeaban y la determinación
de sus compañeros eran un escudo. Percibía que sus hombres —eran sus hombres, y
por primera vez pensaba en ellos como tales—confiaban en él, y esa confianza
depositada le hacía sentirse seguro.
—Bueno, vamos a trabajar antes de que vuelvan a
interrumpirnos.
Él y Cisne pasaron unos cuantos minutos revisando los
papeles que los Starling estaban manejando en aquel despacho y Driadan comprobó
que sus sospechas eran ciertas: En aquellos documentos se encontraban todas las
claves acerca de la alianza entre los Starling y el Imperio del Este. Buscando
en cajones y estantes de la habitación, hallaron correspondencia diversa y
ciertos informes que parecían estar escritos en clave. Muchos de ellos estaban
fechados mucho antes de que Driadan naciera. La rabia del rey crecía a medida
que iba vislumbrando el pormenorizado complot urdido por la casa de la
Estrella. Durante casi treinta largos años habían conspirado para arrebatar la
soberanía al reino de Nirala.
Cuando Fernos anunció al Hablador de Dioses, Driadan tuvo
que tragarse toda su ira contenida y se puso en pie para recibirle. El viejo no
dudó en reverenciarle, con el semblante grave.
—El rey ha muerto. Larga vida al rey—declamó.
“Un poco tarde para eso. Hace cuatro horas que lo gritó uno
de mis señores, debiste venir a buscarme antes”, pensó Driadan. Sin embargo, no
mudó su semblante y le devolvió la reverencia con más sobriedad.
—Por vuestras palabras asumo, Venerable, que reconocéis mi
legitimidad al trono.
—Completamente, Majestad—afirmó el viejo, enérgicamente—.
Hoy he casado a vuestro padre. Ahora debo prepararle para que se reúna con sus
ancestros. Y vos debéis ser ungido. Así es como debe ser.
—Ocupaos de mi padre, por favor. Ya podréis ungirme cuando
me lo haya ganado. La ciudad es presa del caos y este se extenderá a la nación
si no lo controlamos rápido.
El sumo sacerdote frunció un poco el ceño al escucharle,
pero su mirada se suavizó y se volvió paternal.
—Claro, Majestad. Como gustéis. Indicadme dónde se encuentra
para que pueda ser trasladado a la Sala del Pegaso para el velatorio.
—Está en su alcoba, con su esposa. —Reflexionó un momento y
añadió:—Ella no debe acompañaros. Mis órdenes son que se quede encerrada en sus
aposentos hasta que yo diga lo contrario. Decídselo a los dos guardias que
custodian la puerta.
—Se hará como ordenáis, Majestad. Si puedo ayudaros en algo
más, estoy a vuestra entera disposición.
—Gracias, venerable.
El anciano inclinó la cabeza.
—Lamento vuestra pérdida. No habrá otro como él.
Driadan tragó saliva y se limitó a realizar un asentimiento
breve. Cuando el viejo Hablador de Dioses salía del despacho, ya estaban
esperando los señores de Moon, Falken y Wolvan. Arévano también aguardaba,
junto a Fernos. Les hizo pasar a todos y el alto hombretón cerró la puerta,
apoyando la espalda en la hoja de madera.
—Milores.
—Majestad.
Los tres hombres se llevaron el puño al corazón e hicieron
una reverencia casi al unísono. Driadan les miró a la cara, observó sus
posturas corporales y después, los ojos de cada cual, tal y como Ioren le había
enseñado. “Los hombres pueden mentir con la boca, pero con el cuerpo y con los
ojos, sólo unos pocos. Y cuídate de esos pocos.” En su interior, Driadan rezó
por no estar ahora mismo enfrente de alguno de “esos pocos”.
Ederick Moon era un caballero entrado en años, enjuto y de
cabello blanco cortado a cuchillo a la altura de los hombros. Las arrugas
marcaban su rostro tostado por el sol y un poblado bigote le cubría la boca.
Tenía los ojos azules, de expresión decidida. En ellos había una grave tristeza
y también una gran determinación. No encontró en ellos nada esquivo ni oculto.
Wilem Falken era más alto que Moon, más corpulento y atlético. Tenía el rostro
ancho, cuadrado, la nariz plana y las cejas finas y negras. Su expresión facial
parecía estar siempre crispada en una mueca de desagrado, con los gruesos
labios elevándose en una u otra comisura. El cabello, también negro, aún no
había encanecido aunque rondaba los cuarenta años. Lo llevaba recogido en una
desordenada coleta. Sus ojos eran algo más oscuros que los de Ederick y también
azules, y en ellos encontró la solidez de una roca. “Son ojos de soldado”,
pensó instantáneamente. “De soldado leal”. El último era Sper Wolvan, un hombre
bajo y compacto, de hombros anchos y espaldas sólidas. Los huesos de su rostro estaban
muy marcados, los pómulos sobresalían y las mejillas parecían descolgársele un
poco. También tenía el cabello negro, pero el suyo era crespo y ondulado, por
lo que lo llevaba bastante corto. Lucía una perilla recortada y en sus ojos
verdes había preocupación y gravedad, pero también bondad. “Fue el primero en
reconocerme”, recordó Driadan.
Ninguno apartó la mirada ante su examen. Se mantuvieron
firmes, aguardando como soldados pasando revista y cuando el rey habló, se
irguieron aún más, con solemnidad.
—Os he convocado para pediros vuestro consejo. Aunque antes
debo preguntaros si vuestras fuerzas están ahora a disposición del reino y de
su rey.
—Lo están, Majestad—dijo Wolvan.
—Sí y sí—añadió Falken.
Moon se limitó a asentir firmemente con la cabeza y
cuadrarse.
—Bien, en ese caso os expondré mis ideas y después escucharé
vuestra opinión al respecto—indicó. Los tres hombres asintieron de nuevo al
unísono y se acercaron a la mesa, donde Driadan desplegaba un mapa de la ciudad
que había encontrado entre los papeles de los Starling—. La prioridad ahora
mismo es controlar la situación de desorden de la capital. Hemos cerrado las
puertas para contener los posibles brotes de violencia en el interior de las
murallas y, además, para asegurar nuestra segunda prioridad: todos los Starling
deben ser apresados y conducidos a las mazmorras. Ninguno debe escapar. Una vez
esas dos prioridades hayan sido atendidas, podremos hablar de los funerales de
mi padre, de mi ceremonia de coronación y de cómo vamos a devolverle al reino
de Nirala la prosperidad que los Starling le han robado.
—¿Qué sabemos sobre la situación actual?—preguntó Falken.
Arévano se unió al grupo dando un paso silencioso que le
sacó del rincón en el que se mantenía inmóvil, escuchando, junto a Cisne.
—Hay hombres de Starling combatiendo contra los mineros en
la Calle de la Sal—informó, ante la mirada cautelosa de los tres lores. Habían
reconocido a Driadan como su rey, pero sus hombres eran absolutos desconocidos
para ellos—. Comenzaron unos disturbios entre soldados del ejército que se han
extendido hasta la Cuesta de los Almendros, creo que ese enfrentamiento es el
más preocupante, si se me permite la opinión, Majestad.
—Estoy de acuerdo—apostilló Moon. Su voz era suave y muy
calmada—. Si el ejército se enfrenta entre sí estamos perdiendo efectivos en un
conflicto totalmente inútil. Y otros batallones podrían acabar tomando partido,
extendiéndose el problema.
—Bien, sofocaremos eso en primer lugar—asintió Driadan. Miró
a Arévano—. ¿Qué más?
—Ha habido asaltos y saqueos en el Callejón Rojo. Los
delincuentes se enfrentan a los guardias. En cuanto a los ciudadanos civiles,
muchos se han encerrado en sus casas pero un buen número se ha congregado cerca
de las puertas. Están asustados. Nadie sabe con certeza lo que ocurre, mas que
por rumores, y quieren marcharse.
Driadan se quedó mirando el mapa, pensativo.
—¿A cuántos ciudadanos puede acoger el Templo?
—Debería poder acoger a todos, pero estimaría que caben las
tres cuartas partes de la población, como mínimo —respondió Wolvan—. Es el
edificio más grande de la ciudad después del castillo, Majestad.
—Bien, veamos: Lord Moon, creo que vos deberíais ir con
vuestros hombres a la Cuesta de los Almendros. Llevaréis mi estandarte y
hablaréis en nombre del rey. Si anunciáis lo ocurrido, la muerte de mi padre y
mi nombramiento, legitimaréis a los soldados que están de nuestra parte y
haremos dudar a los demás. —Ederick Moon asintió con la cabeza, escuchando con
atención. Driadan nunca había imaginado que los mismos nobles que le miraban
con escepticismo tres años atrás, hoy estarían teniendo en cuenta todas y cada
una de sus palabras. —Después quiero que les advirtáis que todos los miembros
del Ejército que están peleando por los Starling, están luchando contra el rey
y contra el reino, y que si no deponen las armas y regresan a sus filas, serán
considerados traidores y combatidos hasta la muerte.
—Como ordenéis, Majestad. —El hombre del bigote blanco alzó
la mirada. —Y si me permitís decirlo, creo que es un proceder muy acertado,
Majestad.
—Gracias, Milord—respondió Driadan, inclinando apenas la
cabeza. En otra situación se habría tenido que contener las ganas de dar saltos
de alegría y orgullo, pero ahora mismo tenía que tomar decisiones rápidas y su
mente estaba en otra parte—. Lord Falken, varios de vuestros hijos pertenecían
a la Guardia Real. ¿Sigue siendo así?
—Lamento decir que no, Majestad—respondió el caballero. El
rictus amargo de su semblante se acentuó y le brillaron los ojos con rabia—. La
Guardia Real fue sustituida casi por completo y los puestos de mis hijos los
ocuparon unos Starling.
—¿Dónde se encuentran ellos ahora?
—A mis órdenes, Majestad. Son parte de mis fuerzas.
—Mi padre confiaba en vos y en los vuestros, Milord.
Necesito que escojáis a nueve caballeros: Tres de vuestra casa, tres de los
Moon y tres de los Wolvan.
Los señores miraron a Driadan con renovado respeto. El joven
rey sentía vibrar en su interior una cuerda en suspensión, mientras su mente
trabajaba a toda velocidad; estaba sentando los cimientos de su reinado en
aquella habitación y no quería dejar cabos sueltos ni cometer errores. En
Thalie había aprendido que la lealtad se alimenta con confianza y
reconocimiento, y que la traición se paga con escarnio y acero. Aquellos
hombres habían depositado su lealtad en él; ahora él iba a depositar su
confianza en ellos.
Sper Wolvan se inclinó en reverencia.
—Es todo un honor, Majestad.
—También para mí y para mi casa—secundó Moon.
Wilem Falken se llevó el puño al pecho.
—Majestad, os agradezco este privilegio—dijo—. Debo apuntar
no obstante que la Guardia Real ha estado compuesta tradicionalmente de diez
hombres. ¿Debo elegir sólo a nueve?
—Si, Milord. El décimo está guardando nuestra puerta.
Fernos esbozó una sonrisa ancha y divertida. Los lores no
parecieron sorprenderse.
—Comprendo, Majestad.
—Cuando hayáis escogido a los nueve, nombrad capitán al más
veterano—añadió. Después se volvió hacia Sper Wolvan—. Por último, tengo que
encomendaros a vos que guardéis el Templo, Milord. Voy a ordenar al Venerable
Hablador de Dioses que las campanas toquen a rebato[1].
Necesito que guiéis a los civiles, les ayudéis a llegar y les tranquilicéis en
la medida de lo posible. Una vez en el interior, el Hablador de Dioses les dirá
lo que está sucediendo. Creo que se sentirán mucho más seguros allí.
—Como ordenéis, Majestad. ¿Y respecto a los Starling? ¿Qué
queréis hacer?
Driadan apretó los dientes e intentó que no se le notara la
rabia que le producía sólo pensar en ellos. Habló con frialdad, aunque en su
tono de voz había un matiz cortante.
—Lo primero es localizarlos de la forma más discreta
posible. Después, en cuanto los disturbios estén controlados, los apresaremos a
todos.
—Si no me necesitáis para otros menesteres, puedo encargarme
de eso—se ofreció Arévano—. La discreción se me da bien.
“Claro, como no”. Al rey no se le escapaba la ironía de su
comentario. “Así que espadachín en Prímona. Ya. Me pregunto qué secretos
escondes”.
—De acuerdo, encárgate tú. —Arévano asintió y abandonó la
reunión con pasos gráciles. Cuando hubo salido, el rey puso las manos sobre la
mesa y se inclinó hacia delante, dirigiéndose a sus señores—. Eso es todo,
¿Podéis aconsejarme algo más?
Los tres caballeros se miraron entre si y después a él. Habló
entonces Falken.
—¿Puedo sugerir que se envíe a un par de batallones a luchar
contra los Starling de la Calle de la Sal? Posiblemente la mayor parte de sus
fuerzas, si no todas, estén concentradas allí.
—Temo que el ejército leal al reino esté algo desorganizado
y bastante ocupado. Pero si disponemos de esos dos batallones, llevadlo a cabo.
—Señor, quizá deberíamos transmitir órdenes para que otro
batallón se dirija a sofocar los disturbios del Callejón Rojo—añadió Ederick
Moon, mesándose el bigote con aire reflexivo—. Por lo demás, establecer unas
patrullas en cuanto sea posible aumentará la seguridad de los ciudadanos y
facilitará la tarea de Lord Wolvan.
—¿Tenemos hombres suficientes para ambas cosas?—dudó el
rey—. Ni siquiera estoy seguro de que podamos cumplir con una de ellas.
Entonces, Fernos, que se había quedado fuera tras la marcha
de Arévano, abrió la puerta sin llamar y asomó la cabeza.
—Majestad—gritó, como si fuera un vulgar tabernero—aquí hay
dos tipos que quieren hablar con vos. Dicen llamarse Lord Deerly y Lord Foxer.
Falken se permitió una media sonrisa afilada.
—Creo que ahora sí, Majestad.
. . .
Aquella tarde, los ciudadanos de Nirala vivieron horas de
incertidumbre. Dentro del Templo, el Hablador de Dioses anunció que su rey
había muerto y que había regresado desde muy lejos el legítimo heredero. Suyos
eran los estandartes del Pegaso y el derecho al trono, y pronto, en cuanto los
disturbios con el ejército hubieran terminado, vendría la hora de llorar al rey
caído y aclamar al nuevo soberano. Les habló de prosperidad, de un mejor futuro
para todos, les habló de buenas cosechas y de justicia. Les aseguró que los
dioses bendecían a Driadan de Nirala como nuevo rey y que aquellos que se le
oponían eran traidores a la corona. Sus vidas seguirían siendo tranquilas y aún
más prósperas. Y poco a poco, las miradas suspicaces y rebeldes de los hombres
se fueron calmando, el miedo de las mujeres desapareció. Los niños se durmieron
en brazos de sus madres y los mendigos recibieron pan y sopa a cargo de los
sirvientes del Templo. Mientras tanto, en el exterior, la ciudad vivía sus
momentos más convulsos.
La batalla cesó en la Cuesta de los Almendros cuando Ederick
Moon llegó con sus hombres, vestido con el tabardo de la media luna y llevando
el pendón de los Horwing. Recibido el ultimátum del rey, los soldados que aún
combatían por los Starling bajaron las armas y aceptaron la soberanía del nuevo
rey. Unido el ejército una vez más, se apilaron los cadáveres en los carros y
la mitad de los hombres partieron hacia el Callejón Rojo, a perseguir y apresar
a las bandas de maleantes que se habían asociado allí. La otra mitad fue a
prestar apoyo a la lucha de los mineros contra los Starling, que se había
cobrado ya muchas vidas. Cuando los soldados llegaron y declararon a voz en
grito que los hombres de la estrella debían deponer las armas, hubo escasa
resistencia.
Al atardecer, Arévano consiguió dar con Kiram y Sulori, los
orientales, y con Jhandi. Les llevó consigo para lo que había de hacerse, y
entre los cuatro, deslizándose rápidos sobre murallas y tejados, atentos a las
sombras veladas y a los rostros temerosos, dieron caza a seis mensajeros en
total que intentaban salir de la ciudad. Volaron los cuchillos, silenciosos.
Las peticiones de auxilio de los Starling fueron leídas y destruidas. En sus
misivas encontraron varias pistas sobre la localización de la familia de la
estrella y pasada la media noche, tenían una relación completa de lugares en
los que se ocultaban los traidores y sus familias. Cuando fueron a llevarle la
información al rey, Driadan estaba en el despacho, recibiendo informes de
soldados, de hombres de Deerly y de Moon, leyendo decretos, arrojando
pergaminos al fuego. Sus ojos resplandecían como llamaradas y estaba lívido por
la tensión, pero aun así, mantenía el semblante sereno, contenido.
—Ya los tenemos, Majestad—dijo Arévano, mostrándole la lista
que habían redactado.
Driadan asintió y se limitó a coger el pergamino y dejarlo a
un lado, con un gesto más cuidadoso que los demás.
—¿Seguro que están todos?
—Seguro.
—Bien. Gracias.
No dijo una palabra más y siguió con lo que estaba haciendo.
Tres horas antes del alba, en la parte inferior del
castillo, en esos oscuros pasadizos que llevaban a las mazmorras, se escuchó el
retumbar de los pasos marciales de los soldados. Un grupo de cincuenta hombres
desaliñados, con las barbas sin arreglar y los ojos vidriosos desfilaba por los
pasillos hacia el exterior. Sobre el pecho llevaban el emblema de la casa
Horwing, a la que siempre habían servido. Aquel tabardo era lo único limpio y
nuevo en sus atuendos, pero la rabia en su mirada no era mas débil por vieja.
Los hombres de Horwing, los cincuenta supervivientes a la lenta y metódica
purga que los Starling habían llevado a cabo durante los tres años anteriores,
se dividieron en cinco grupos de diez. Cada grupo acudió a uno de los lugares
que Arévano había indicado en su informe. Las puertas se echaron abajo. Padres,
madres, hermanos, hermanas, esposas e hijos, fueron prendidos y conducidos al
castillo, sin importar sus edades, su sexo, su estado de salud. Algunos hombres
se resistieron. Las órdenes eran claras, de modo que fueron contenidos a duras
penas, pero a ninguno le rozó puño o filo alguno.
Y al amanecer, al fin, llegó la calma. Una patrulla acudió
al templo a informar a lord Falken, y éste dejó a sus hombres apostados a las
grandes puertas, entrando al recinto. El templo de los dioses mantenía la misma
sobriedad que el resto de los edificios de Nirala: se trataba de una construcción
de planta cuadrada con una gran cúpula y lleno de columnas sencillas. Estaba
hecho de piedra y en el interior se alineaban las tumbas de los antiguos reyes
las estatuas y las efigies. La gran nave estaba en silencio, los pasos de Lord
Falken resonaban con un eco que se perdía en la amplia bóveda desnuda.
Se detuvo a los pies de la escalinata que conducía al altar
y alzó la voz.
—La situación está bajo control. Los traidores han sido
apresados y los maleantes arrojados a las mazmorras. —Varios rostros se alzaron
hacia él, escuchándole con avidez y cierto nerviosismo. —Vuestras vidas están
seguras ahora, y vuestras casas también. Podéis volver a ellas. Salid
ordenadamente y sin revuelo. Hay patrullas vigilando las calles y las puertas
de la ciudad volverán a abrirse antes del atardecer.
Un suspiro de alivio general se elevó en el recinto cuando
los ciudadanos dejaron de contener la respiración. La tensión desapareció de
sus rostros y se escuchó el murmullo de las conversaciones veladas. Todo había pasado,
podían volver a la rutina.
. . .
Beonar acababa de llegar al castillo. Habían acogido a los
mineros en las cocinas y en los grandes salones y les habían dado de comer como
si no hubieran probado bocado en años. Y lo cierto es que muchos de ellos se
sentían así. Tomaron huevos y pan de centeno, carne fría y vino con especias,
cebollas asadas y pescado ahumado. Los curanderos atendieron sus heridas como
si se tratara de nobles o señores y el humor de aquel improvisado ejército
mejoró con estas atenciones, que les resultaban casi ridículas. Después de
desayunar, Beonar había pedido ver a Driadan y los soldados le habían llevado a
su presencia a través de corredores y pasillos. Había militares por todas
partes, y de vez en cuando se veía a una dama o a un señor siendo arrastrado
por soldados mientras gritaban que no habían hecho nada. Al final llegaron a
una puerta de madera oscura custodiada por Fernos, que devoraba un trozo de
capón con una mano mientras sujetaba el hacha con la otra y miraba alrededor
como un perro guardián.
—Hola, viejo—dijo a Beonar, sonriendo con complicidad—.
¿Sigues vivo?
—Veo que tu también. ¿Y el chico?
—¿El chico rey? —Beonar asintió. —Ahí adentro. A ver si tú
puedes hacerle entrar en razón.
—¿Por qué?—preguntó el antiguo esclavo con curiosidad,
mientras Fernos le abría la puerta y le franqueaba el paso.
—Porque está empezando a comportarse demasiado como un rey.
El moreno alzó la ceja y entró al despacho, echando un
rápido vistazo alrededor. Los demás también estaban allí: Los dos orientales,
el Cisne, el joven de Prímona y Jhandi.
—¿Dónde está Qilem?—preguntó, sin saludar a nadie. Beonar
nunca se había caracterizado por tener un humor especialmente bueno.
Driadan negó con la cabeza, sin molestarse en fingir. Estaba
sentado enfrente de la mesa llena de papeles del despacho de los Starling,
mirando la lista de Arévano. Su aspecto era serio, casi abatido.
El antiguo esclavo, aunque era uno de los hombres más
curtidos de aquel grupo, sintió aun así una cierta nostalgia al comprender que
Qilem no lo había conseguido. Era el mayor de todos ellos y muchas veces había
actuado como un líder en ausencia de Ioren, tanto en Shalama como más adelante,
cuando partieron de Thalie. Y aunque al principio Beonar le había despreciado,
habían terminado haciéndose buenos amigos, y en secreto le admiraba
profundamente. Ahora que el viejo no estaba, supuso que le tocaba a él hacer de
padre.
—Tu, ¿has dormido?
Driadan volvió a negar.
—Pues duerme.
—Te estábamos esperando. — El rey se puso en pie. Mantuvo
los puños apoyados en la mesa y la mirada fija en la puerta. —Llamad a todos. A
los mineros, a los pescadores y a los lores y sus hombres de confianza. Al
Hablador de Dioses y a los prelados de los gremios. Y que traigan a los Starling
también, quiero que todos acudan a la Sala del Pegaso.
—No te precipites. Beonar tiene razón, tienes que dormir.
Puedes convocar a la gente mañana—dijo Cisne, que se había acomodado en un lado
de la mesa y balanceaba los pies en el aire—. Todo el mundo lo entenderá.
—No. No es por la gente. Yo no puedo esperar.
—¿Tanto te quema la venganza?—preguntó Beonar
desapasionadamente.
—Me abrasa.
—Entonces no podrás dormir ni aunque lo intentes. Venga,
chico—dijo, haciendo un gesto a Cisne—. El rey ha dicho que hay que avisar a
todos. Vamos. No os quedéis ahí como bobos.
La tripulación del Tempestad se puso en movimiento como si les acabaran de despertar y uno a uno
salieron del despacho. Fernos se quedó en la puerta y Beonar dentro del
despacho. Miró a Driadan con detenimiento. Estaba pálido y se le notaba el
agotamiento en las ojeras y la mirada vidriosa, pero su gesto era de
determinación. Se preguntó qué habría hecho Qilem, o qué habría hecho Ioren.
Bueno, sabía, o creía saber, lo que habría hecho Ioren, pero él no estaba muy
por la labor y no pensaba que a Driadan le fuera a parecer bien, aunque el
pensamiento le resultó divertido por un momento. Luego suspiró y se acercó a la
mesa, sacando un puñal de la manga y clavándolo cerca de la mano del rey.
Driadan alzó la cabeza y el fulminó con la mirada, pero ni
siquiera dio un respingo.
—¿Sabías que antes de ser esclavo era asesino?—le dijo, en
voz baja y amenazadora—Podría cortarte la garganta ahora mismo y nad…
No pudo seguir la frase. Driadan había arrancado el puñal de
la mesa, se había encaramado a ella casi de un salto y se le había echado
encima, poniéndole la hoja en el cuello y agarrándole de la entrepierna con la
otra mano, retorciéndole los genitales. Fue esa garra terriblemente dolorosa la
que le cortó el aire y le impidió seguir hablando.
—Los fuertes no amenazan. —Los ojos rojos del rey parecían
dos ventanas al infierno, llameantes, crepitantes. —Ni fanfarronean. No he
llegado hasta aquí para que vengas a hacerte el peligroso conmigo, Beonar.
Le soltó y se guardó el cuchillo en su propio cinto, bajando
de la mesa como si nada. Iba a volver a sentarse cuando el moreno le agarró del
brazo.
—Escucha. Yo no soy Ioren, ni Qilem. Soy un bastardo al que
nunca le ha importado la vida de los demás hasta hace bastante poco. Pero los
asesinos y los reyes tienen una cosa en común, Nirala… y es que están
completamente solos.
—¿Cómo lo sabes? Nunca has sido rey.
—No, pero te estoy viendo a ti. Tienes miedo pero no puedes
demostrarlo. Estás cansado, pero no puedes descansar. Te preguntas si no
habrías debido quedarte en Thalie y olvidarte de esto… pero también te hierve
la sangre y sabes que si no obtienes tu venganza, jamás, jamás podrás encontrar
la paz. Estás embarcado en una carrera alocada en la que sólo puedes seguir
adelante, cueste lo que cueste, dure cuanto dure. Y aunque quieras detenerte,
no puedes.
Driadan tragó saliva. Los ojos rojos mostraban ahora algo
más, un matiz de angustia. Beonar se lamió los labios, negando con la cabeza y
continuó.
—Lo que quiero decirte es que sé que da miedo. Yo también
tengo miedo. No olvides que todo el mundo tiene miedo, Driadan. Sé que te han
hablado mucho del honor, de la fuerza, de… pero el miedo también está ahí, para
todos. Ioren nunca hablaba del miedo.
—Sí lo hacía—le contradijo el rey, casi indignado.
—Puede ser. Pero no creo que él viviera el miedo como lo
vivimos nosotros… los que no tenemos su grandeza.—Le soltó el brazo. El rey no
se movió del lugar, le estaba escuchando, al parecer. —No te encierres en tu
soledad de rey. Yo no puedo hablar por todos, ni siquiera puedo hablar por mi,
pero entre todos nosotros encontrarás a alguien a quien puedas confiarte.
Cuando lo encuentres, hazlo. No pierdas esa oportunidad, o al final la presión
te aplastará y te convertirá en un amargado, cínico y ruin que se detesta a sí
mismo.
—¿Como tú?—espetó el rey, un poco a la defensiva.
Beonar soltó una carcajada grotesca.
—No, como yo no. Peor. —Dejó de sonreír. —Yo tenía a Qilem.
Pero ahora está muerto.
Driadan relajó su postura y bajó la mirada.
—Lo siento.
—Yo también. Ahora imagínate que soy él, o algo así, y hazme
caso. Date un baño, come algo, arréglate y prepárate para recibir a toda la
gente que has hecho llamar. Sé un rey y haz lo que tengas que hacer. Pero después,
desahógate, por los dioses, antes de que te vuelvas loco.
Driadan le dedicó una larga mirada y después asintió,
devolviéndole la daga con la punta hacia adentro.
—Lo haré. Gracias.
—Bien. Nos vemos, crío.
Beonar salió del despacho y Driadan se quedó solo. Miró
hacia la mesa y después el pendón de los Starling. Cerró los ojos, respirando
profundamente y luego siguió sus pasos, internándose en el pasillo de piedra.
. . .
La Sala del Pegaso no había cambiado nada en aquellos años.
El mármol resplandecía bajo la luz del sol del mediodía, que se proyectaba como
un foco sobre el mosaico del suelo. En él, el caballo con alas parecía estar
hecho de luz, vivo, resplandeciente como el diamante. La sala estaba atestada.
En pocas ocasiones se había reunido tanta gente allí: los mineros, que
observaban el lugar con ojos llenos de impresión, y los pescadores, más
discretos, los grandes Lores y los representantes de los gremios, así como los
altos mandos del ejército y el Hablador de Dioses junto con sus acólitos se
encontraban de pie alrededor del mosaico y frente al trono. La nueva Guardia
Real custodiaba la estancia, formando un amplio círculo, de espaldas a las
paredes. La tripulación del Tempestad se encontraba también entre los
asistentes, en el extremo de la izquierda, el más cercano a la puerta.
A un lado del salón, el cadáver del rey Dromath reposaba en
su féretro, rodeado de iris azules. Estaba vestido con las galas funerarias: el
atuendo de batalla, de piel endurecida y apliques de metal, los guantes negros,
las botas flexibles y la espada sobre el pecho, empuñada. A sus pies estaban su
capa y la fusta con la que montaba, su camisa de dormir, el retrato de su
esposa y otros objetos destinados a acompañarle en el otro mundo. A pesar de
las horas transcurridas, el cuerpo del rey Dromath no mostraba signos de
descomposición ni olía mal; se había rellenado su boca, nariz y oídos con
esencia de flores y hierbas frescas y se le había lavado y frotado con aceites.
Cisne nunca había anunciado a un rey. Había sido copero,
bailarín, esclavo de cama, criado en las cocinas, pero jamás mayordomo ni nada
que se le pareciese. Sin embargo, no parecía causarle aprensión aquella
multitud. Se arregló los ropajes nuevos y comprobó su aspecto en el reflejo de
una ventana ojival del pasillo y luego caminó con paso seguro al interior de la
sala del Pegaso, portando el bastón.
Todas las miradas se volvieron hacia él cuando se colocó al
lado del mosaico, frente a la Silla Alada, y golpeó el suelo con el bastón.
—Hijos del Reino de Nirala—recitó, alzando la voz—, el rey
Dromath ha muerto. Gloria a su recuerdo por siempre. Recibid ahora al rey
Driadan, hijo de Dromath, de la casa Horwing, Señor de las Montañas y legítimo
heredero al trono.
Todos hincaron la rodilla en tierra al mismo tiempo y
bajaron la mirada al suelo. Cisne se hizo a un lado y también se postró para
recibir al nuevo soberano.
Los pasos del rey no retumbaban, como antaño lo hicieran los
de su padre. Era silencioso como un felino y cuando entró a la sala, avanzó con
decisión hacia la Silla Alada, con zancadas largas y elegantes. La capa de
plumas arrastraba a su espalda, produciendo un susurro suave sobre las baldosas
de piedra. Iba vestido de negro, con un jubón de piel vuelta y unos pantalones
con refuerzos, parecidos a los de los almirantes de la armada. Usaba botas de
montar, también negras, y no llevaba guantes. Las mangas de la camisa de seda
blanca que llevaba debajo, se abrían desde el codo y mostraban los dedos
elegantes, las manos de apariencia fina del nuevo monarca, que sin embargo, se
cerraban con fuerza en las empuñaduras de las dos espadas que llevaba al cinto.
Sables curvos en el interior de dos vainas tan negras como el resto de su
atuendo. Los cabellos oscuros le llegaban hasta la cintura, largos como los de
las doncellas, y sobre ellos lucía la corona de oro blanco. Pero en su rostro,
la antigua feminidad que había provocado la burla de nobles y señores, ahora se
mostraba apenas en un viso, enterrada debajo de la mirada afilada como una
daga, la expresión severa y los rasgos más adultos del heredero de Dromath.
Seguía teniendo la melena demasiado larga, las cejas altas y la belleza
demasiado elegante para un hombre que pudiera jactarse de ser tal, a ojos de
las rudas gentes de Nirala. Pero muchas cosas habían cambiado, y ahora su
figura no recordaba a la de un cachorro afeminado, sino a la de una serpiente o
una pantera, peligrosas, sutiles pero mortales.
—Poneos en pie—dijo el rey, sin tomar asiento. Se escuchó el
sonido de decenas de botas rozando el suelo al incorporarse todos. —Antes de
comenzar con todas las cosas que en este día deben hacerse, os pregunto. ¿Hay
alguien en esta sala que tenga algo que pedir al rey?
Lord Crowald, un hombre calvo y de ojillos diminutos, dio un
paso al frente y volvió a arrodillarse.
—Con vuestra venia, Majestad. Yo, Esaak Crowald, en nombre
de mi casa os muestro mis respetos y pongo mi espada y la de mis juramentados a
vuestros pies para lo que estim…
—Poneos en pie, Lord Crowald. Acepto vuestra lealtad, aunque
llega un poco tarde. Estaré atento a vuestra velocidad de reacción en lo
sucesivo, tenedlo muy en cuenta. —El Lord se alzó, un poco pálido, mirando al
joven rey. Dromath siempre había sido claro, pero paternal y muy diplomático.
—Por cierto, no veo que llevéis espada alguna. Espero que vuestros hombres
tengan más que aportar al reino, porque vamos a necesitar muchas.
—Por supuesto, Majestad. Nosotros…
—Suficiente. Bienvenido de nuevo al camino correcto, Milord.
¿Alguien tiene algo más que decir?
Lord Crowald se retiró y se unió al resto de señores, con la
expresión demudada. Nunca hubiera esperado semejante muestra de carácter de
parte de alguien tan joven e inexperto, y al parecer, los demás tampoco. Al no
haber más peticiones, Driadan subió los tres escalones del sitial y se apartó
la capa para tomar asiento en la Silla Alada. Lo hizo con tanta seguridad que
arrancó una sonrisa a Beonar y Fernos.
—Mira, parece que hubiera tenido el culo ahí toda la
vida—susurró el antiguo asesino al nuevo Guardia Real.
Fernos no respondió. Estaba de servicio y se lo tomaba muy
en serio.
—Os doy a todos la bienvenida—dijo Driadan finalmente,
proyectando la voz para que le escucharan también en el fondo de la sala—. Hoy
es un día triste. Mi padre murió ayer y lo último que hizo en su vida fue
ponerme esta corona en la cabeza. Ahora soy vuestro rey, y nos hemos reunido
aquí para administrar una de las cosas que un rey debe administrar. Justicia.
Reinaba un silencio sepulcral. Driadan les miró a todos con
esos ojos rojos, penetrantes, y el semblante serio. Luego siguió hablando.
—Hace tres años, la casa Starling encontró la oportunidad de
llevar a cabo el complot que durante mucho tiempo habían estado preparando. Su
objetivo era derrocar a mi padre y dejar el reino en manos del Imperio del
Este. Provocaron disturbios en la ciudad, fingiendo que los soldados de nuestra
propia casa, Horwing, se rebelaban y que los Starling nos defendían. Liberaron
a un hombre del mar que estaba encerrado en los calabozos y le encomendaron la
misión de matarme a cambio de su libertad. —Todos los oídos escuchaban con
atención. Ni siquiera los compañeros de Driadan habían escuchado nunca la
historia completa, y ahora descubrían detalles que daban explicación a cosas
que siempre se habían preguntado. —El hombre del mar no me mató, como podéis
ver. Él creía que yo tenía un destino que cumplir, y gracias a eso, sobreviví.
» De todas mis acusaciones sobre la casa Starling tenemos
pruebas en documentos, mensajes y cartas sellados que pondré a disposición de
los lores para que comprueben por sí mismos cual es la verdad. Pero ahora,
hagamos justicia. Hay aquí reunidos hombres que me han sido leales, algunos
desde hace tres años, otros desde que nací, otros desde hace unas horas. Así
pues, es justo que sean recompensados.
Los lores se miraron entre sí. Driadan aguardó un momento y
después su mirada se fijó en Lord Crowald.
—A vos, Lord Crowald, os voy a dar la oportunidad de
demostrarme que vuestra lealtad, aunque haya llegado la última es tan fuerte o
más que las primeras. —El caballero le miró, aguardando su sentencia sin saber
muy bien qué esperar. Driadan continuó, con el mismo tono de voz tranquilo y
elegante, como si estuviera invitándole a una fiesta. —Tenemos que fortificar
las fronteras del este. Cuando rompamos los tratados que los Starling hicieron
con el Imperio, posiblemente se preparen para atacar. Vos y las fuerzas de
vuestra Casa irán allí, junto con los demás valientes del Ejército de Nirala, a
contener ese posible ataque y a defender nuestras marcas.
Crowald palideció, pero hizo una reverencia profunda.
—Me honráis, Majestad. Cumpliré vuestras órdenes. Espero que
nuestros actos estén a la altura de vuestras expectativas sobre nosotros.
—Si supierais cuáles son mis expectativas sobre vos, tal vez
no diríais eso. Me conformo con que demostréis que sois verdaderamente
leal—replicó el rey, haciendo hincapié en esta última palabra—. Defended con
valor y si sobrevivís, os recibiré con honores a vuestro regreso.
Crowald sólo acertó a asentir con la cabeza esta vez. Luego,
Driadan continuó.
—A los mineros de Terragris y a los pescadores de Fondeadero
de Acantilado, a todos vosotros os digo: Sin vuestro apoyo y lealtad, jamás
habríamos llegado ni siquiera a dos pasos de la Capital. Cuando regresé a mi
hogar, me sentía como un extranjero, pero eso fue hasta que vosotros
decidisteis apoyarme, aun sin haberme visto. Por eso, estoy en deuda con
vosotros. Desde hoy, los impuestos sobre la minería se verán reducidos a la
mitad. —Un coro de exclamaciones jubilosas resonó desde el centro de los
congregados, incomodando a los nobles y cortesanos. A Driadan no le importó,
aguardó un momento y luego continuó. —A cada minero se le pagará un salario
fijo por su trabajo, que concertaremos con el prelado del Gremio de los
Mineros, además de una décima parte del mineral que extraiga. Los mineros serán
libres de comerciar con ese mineral del modo que consideren más oportuno. Se
restablecerá el flujo de comercio hacia el Norte y el Oeste de la nación desde
mañana mismo, para que no falte a las ciudades de las montañas ni a los puertos
ningún bien de primera necesidad.
» Por otra parte, la armada de Nirala ha sufrido muchas
bajas en los últimos tiempos, primero por los ataques de los Hombres del Mar y
después por las ventas de galeras y galeones al Imperio. Levantaremos unos
astilleros junto a Fondeadero de Acantilado donde se dará comienzo a la
construcción de una nueva flota. Se empleará en primer lugar a los antiguos
pescadores o hijos de pescadores que así lo deseen y el puerto de Fondeadero
tendrá la categoría de “Real”.Por último, todas las viudas y huérfanos de los
mineros de Terragrís y los pescadores de Fondeadero de Acantilado recibirán una
pensión anual para garantizar su supervivencia.
Conforme el rey iba exponiendo las nuevas medidas, los
vítores aumentaban, pero se volvieron ensordecedores cuando anunció la última y
todo el salón prorrumpió en aplausos. El anciano Ederick Moon había nacido en
Terragrís y asentía con la cabeza, repitiendo “muy bien, muy bien”. Driadan
volvió a aguardar, sin entusiasmarse, sin esbozar siquiera una sonrisa hasta
que de nuevo reinó el silencio.
—Al Ejército del Reino, que ha sabido aguardar a pesar de
las duras condiciones en las que ha tenido que vivir bajo las manipulaciones de
la casa Starling le anuncio que haremos regresar a todos los soldados
destinados en el extranjero antes de disolver nuestros tratos con el Imperio.
Ninguno de ellos sufrirá represalias a su regreso, solo esperamos que vuelvan
sanos y salvos. —Hubo un suspiro de alivio, menos numeroso, entre los líderes
militares—. A partir de ahora, ningún soldado del Reino servirá a ningún otro
país por muy aliado que sea. Se revisarán las competencias del ejército, los
salarios y el estado del equipamiento militar para garantizar que los soldados
vocacionales puedan seguir cumpliendo con su misión con excelencia. —Hizo una
nueva pausa y luego buscó a uno de los lores con la mirada. —Lord Sper Wolvan,
dad un paso al frente.
El caballero obedeció, llevándose el puño al pecho. Le miró
un momento con aquellos ojos verdes y cristalinos, casi paternales, y luego
bajó la barbilla en actitud respetuosa.
—Majestad.
—Lord Sper Wolvan, fuisteis el primero en proclamarme.
Vuestra voz dio el primer paso, pese a que os podía haber costado la vida. Por
vuestra lealtad y valor os doy las gracias, de todo corazón. El rey os concede
un tercio de las posesiones y títulos de los Starling y os da permiso para
acoger a sus hombres en vuestro ejército si lo deseáis. Os concedo también el
título de Guardián de la Ciudad y un puesto en el Consejo Real.
—Gracias, Majestad. Me honráis más de lo que merezco. Pero,
¿qué consejo?
—El que vamos a crear.
Wolvan alzó las cejas y luego volvió a inclinarse.
—Gracias, Majestad—repitió.
—Podéis retiraros. Lord Ederick Moon y Lord Wilem Falken,
dad un paso al frente.
Wolvan reculó y sus dos camaradas se adelantaron, el uno
respetuoso y tranquilo, el otro con la barbilla alzada y el gesto firme de los
militares.
—Majestad.
Driadan se acarició la barbilla.
—Vosotros no vacilasteis y me reconocisteis sin miedo ni
duda. Siempre fuisteis leales a mi padre y no tuvisteis reparos en serlo
también conmigo. Y sé que no es fácil depositar la confianza y la obediencia en
alguien a quien no se conoce, sin embargo, lo habéis hecho, por fidelidad. Os
doy las gracias y os concedo a cada uno un tercio de las posesiones y títulos
de los Starling, así como el permiso para acoger a sus hombres en vuestro
ejército. También tendréis, ambos, vuestros asientos en el consejo real.
—Gracias, Majestad.
—Gracias, Majestad. Solo cumplimos con nuestro deber.
—Eso no es poco—apostilló Driadan con suavidad—. Podéis
retiraros.
El rey se puso en pie de nuevo y volvió la mirada hacia
Fernos, que se cuadró de inmediato.
—Que traigan a los prisioneros.
El antiguo esclavo se golpeó el pecho con el puño y salió
junto con dos hombres más. Mientras aguardaban su regreso, Deerly y Foxer
intercambiaron una mirada fugaz y la incertidumbre aleteó sobre la cabeza de
aquellos que no habían sido castigados ni premiados. Driadan caminó hasta el
centro de la Sala del Pegaso y se colocó frente al mosaico del suelo.
Unos minutos más tarde, las puertas se abrieron y una larga
fila de hombres, mujeres, ancianos y niños entraron a la sala, cabizbajos,
atemorizados. Las damas iban vestidas con elegancia, aunque sus cabellos
colgaban mustios a ambos lados de su rostro, despeinados. Los caballeros
también lucían atuendos que delataban su nobleza, y la mayoría tenían ojeras y
el aspecto de animales asustados. Los ancianos miraban al suelo. Los seis niños
iban de la mano de sus madres, sus edades oscilaban entre los tres y los doce
años. Había algunos chicos y chicas jóvenes, que aún no habían cumplido los
veinte. También estaba allí la esposa del rey Dromath, con su traje de novia,
los ojos hinchados y el rostro demudado a causa del dolor de sus pérdidas. Lord
Starling, el caballero de la mirada fría y el cabello rubio bien peinado hacia
atrás, con la barba recortada y la cabeza alta, llegó en último lugar.
Ninguno de aquellos hombres iba armado. Los soldados que los
custodiaban se retiraron, y Lord Starling mantuvo el rostro sereno, sin mirar a
ninguna parte en particular. Uno de los niños se puso a llorar.
—¿Estos son?—preguntó Cisne a Arévano. Se habían reunido a
un lado, un poco separados de la multitud.
El joven de Prímona asintió con la cabeza. Había
preocupación en su semblante, aunque el Cisne no sabía por qué. Pero cuando
Driadan al fin volvió a hablar, lo comprendió. La voz del rey estaba llena de
rabia contenida.
—También hay justicia para ti, Lord Starling. Mírame a los
ojos. —El caballero se volvió hacia él, lentamente. Le aguantó la mirada con
dignidad durante todo el tiempo, hasta que Driadan prosiguió. — Mi padre solía
decir que todas las batallas terminan en algún momento, pero que son pocas las
que acaban para siempre. La que tú has empezado ha estado a punto de acabar con
el reino de Nirala y con mi estirpe. ¿Tienes algo que decir?
—No me arrepiento de nada—dijo el Starling, orgulloso y
sereno.
Algunos cortesanos murmuraron ante semejante confesión, pero
entonces, el resplandor vívido y fogoso de los ojos del rey Driadan se apagó.
Aflojó la mandíbula y la ira abandonó su voz.
—No te arrepientes porque no sabes lo que has hecho—dijo,
casi con cansancio.
—Oh no—murmuró Cisne. Arévano le cogió la mano y se la
apretó.
. . .
Driadan sintió que toda la rabia le abandonaba. Miró a aquel
hombre, por el que no sentía ninguna compasión, y rezó a sus dioses para que le
permitieran sentirla antes de que todo terminase.
—Sabes que la traición se castiga con la muerte, y no tienes
miedo de morir. Eso te honra—continuó, sintiendo que cada palabra pesaba sobre
su lengua. —Pero las batallas no terminan mientras quede alguien para vengarse.
Yo soy la prueba de eso. Me dejaste vivir porque no tuviste el valor de venir a
matarme tú mismo. Yo no cometeré ese error, Lord Starling. —El rey hizo una
pausa y suspiró. —Y tampoco dejaré que esta batalla continúe generación tras
generación.
Desenvainó una de las espadas. Un rumor de sorpresa y de
horror recorrió el salón. Los semblantes de los lores se tornaron en
incredulidad, el Hablador de Dioses negó con la cabeza.
—¡No!— Starling abrió mucho los ojos y cayó de rodillas,
todo su orgullo reducido a la nada. —Os lo suplico, majestad. Os lo ruego. Los
Dioses no lo … las leyes dicen que…
Una joven Starling se desmayó. Dos ancianos se tomaron de
las manos y una de las hermanas del Lord se arrodilló para abrazar a sus hijos,
que habían empezado a llorar desconsoladamente. Ella también lloraba, mirando
al Rey, aterrorizada.
—Lo sé. Pero eso no cambia nada. —Miró a la multitud, de
nuevo una llamarada brillaba en sus pupilas—. Y que esto sirva de ejemplo. La
lealtad será recompensada generosamente. La traición, castigada sin piedad.
Luego caminó decididamente hacia el centro del mosaico y
alargó la mano para tomar del brazo al primer Starling. Entonces Sybelle se
interpuso en su camino y se arrodilló ante él.
—Dejadme ser la primera, Majestad.
Estaba tranquila. No parecía tener miedo. Driadan asintió
solemnemente y le concedió aquel deseo.
. . .
Cisne no quiso apartar la vista, a pesar de que Arévano le
había advertido que no mirase. Vio caer a cada uno de ellos, vio la sangre
derramarse sobre el suelo, vio a los señores volver la mirada y llorar al sumo
sacerdote. Los mineros solo parecían sorprendidos. El rey Driadan no mostró el
menor viso de pasión mientras ejecutaba su macabra labor. Dio golpes certeros
que mataron con rapidez, primero a los más pequeños y después a los adultos.
Los gritos de los padres, los sollozos de las madres y los desmayos de los
ancianos no le detuvieron. Sus ojos parecían dos rubíes incendiados y Amala se
preguntó si alguien en aquella sala se daba cuenta de lo mucho que estaba
sufriendo el rey al hacer aquello. Se preguntó si alguien lo comprendía.
“Seguramente algunos sí”, pensó, observando de soslayo al joven de Prímona.
Lord Starling se había derrumbado por completo. Sollozaba y
se tiraba del pelo. Cuando le llegó la hora, el mosaico del caballo alado era
un enorme charco de sangre y los cadáveres de todos los que tenían sangre
Starling estaban tirados sobre el suelo como muñecos rotos. Driadan se detuvo
frente a él y le tendió la mano.
—Vamos, ponte en pie. Dime otra vez que no te arrepientes de
nada.
Starling no tomó su mano. Temblaba sobre sus propios
vómitos, apenas podía respirar a causa de los sollozos. Entonces el rey sí que
sintió compasión. Le cortó la cabeza de un tajo certero y terminó con su
sufrimiento. Después se volvió hacia el conmocionado público. Muchos ojos
estaban fijos en los cadáveres de los niños. Algunos lloraban, incluso hombres
maduros. Lord Moon parecía al borde de las lágrimas.
—Hemos terminado—declaró Driadan, limpiándose unas gotas de
sudor de la frente con la manga—. Que los Starling sean enterrados con honores,
todos ellos salvo el Lord. Tendremos diez días de luto por mi padre y cinco más
por ellos. Marchad.
Por un momento, nadie reaccionó. Driadan se inclinó y limpió
la sangre de la espada en el vestido de novia de Sybelle. Luego envainó y fue a
sentarse de nuevo en la Silla Alada, silencioso, severo, frío como una
serpiente que se enroscaba sobre sí misma. Cuando la sala comenzó a vaciarse,
el miedo aún flotaba en el aire. Poco a poco, todos se marcharon y los guardias
se llevaron los cadáveres de los muertos. Los criados acudieron a limpiar la
sangre del mosaico, y cuando se marcharon, éste volvía a estar tan blanco como
siempre. Al salir el último desconocido, Beonar se dirigió hacia la puerta. Se
detuvo frente al trono y reverenció al rey, mirándole largamente por un
instante. Driadan inclinó la cabeza hacia él una sola vez, pero no dijo una
palabra. Jhandi le siguió, pero él no miró Driadan. Estaba muy afectado.
Todos se marcharon, uno tras otro, hasta que solo quedaron
la guardia real, Arévano y Cisne.
—Podéis salir. Y cerrad las puertas.
—¿Seguro, majestad?
—Muy seguro. Marchaos todos.
Cuando se hubieron ido, Driadan miró hacia el suelo. A él
aún le parecía ver un tizne rojo, leve, en las líneas de lechada que separaban
las teselas del mosaico. Recordó el sueño del pegaso, el que había tenido mucho
tiempo atrás, en Thalie. Un rey sentado en el trono, hermoso y digno, de cuyas
manos manaba la sangre a borbotones. El pegaso intentando liberarse, y la ola,
la ola salada y fresca que irrumpía por la puerta y le salvaba. “Lo que he
hecho es horrible”, se dijo. “Pero habrá paz. No habrá más venganza, ¿quién
querrá vengarse ahora? Se acabó. Todo ha terminado, al fin”.
Entonces miró alrededor. La sala enorme estaba en silencio.
No quedaba nadie. Suspiró y se puso la mano delante de los ojos, mareado. El
primer sollozo rompió, casi como una tos seca. Las lágrimas empezaron a fluir
costosamente, pero una vez hubo empezado, el torrente se desató. Había ganado,
y había perdido. Su padre había muerto sin que pudiera decirle todas las cosas
que quería decirle. Su amor estaba en las lejanas tierras del noroeste, más
allá del océano, y jamás volvería a verle. La venganza contra los Starling se le
había convertido en cenizas en los labios sin siquiera haberla probado, al
darse cuenta de lo que implicaba. Se preguntaba si había elegido bien. Si no
podría haber tomado otra decisión. Quizá los niños podían haber vivido bajo la
tutela de los demás lores… pero ¿qué niño querría vivir sin sus padres? Matar
niños era algo terrible. Pero la muerte no entendía de edades cuando llegaba en
forma de enfermedad, de accidente o de guerra despiadada. ¿Por qué tenía que
mostrarse más blando? “Porque soy un ser humano”, se dijo. “Porque Ioren me
advirtió sobre esto. No es que sean mis hijos pero lo que he hecho quedará
sobre mi toda mi vida”. Lo había sabido desde que desenvainó el arma.
Entonces, cuando los recuerdos de Ioren volvieron, empezó a
doler de verdad. Intentó imaginarse que sus brazos le rodeaban, la caricia de
su voz, el roce de sus cabellos, el olor a sal. Y cuando dos brazos le rodearon
de verdad, la ternura de aquel gesto le hizo sollozar con más fuerza. Se aferró
a aquel cuerpo que al principio fue incapaz de distinguir, estrujó la tela de
su jubón con las dos manos y escondió el rostro en el pecho perfumado del
muchacho.
—Le prometí que cuidaría de ti para que no te devorase la
soledad—susurró Cisne mientras le acariciaba el pelo con dedos temblorosos.
—Perdóname—sollozó el rey. No se lo decía a Cisne, no se lo
decía a nadie, se lo decía a todos. Pero sobre todo a sí mismo—. Perdóname. Lo
siento tanto…
—Lo sé—respondió el muchacho. Sus lágrimas también cayeron,
una gota cristalina y salada quedó prendida en la corona del rey, como una
joya—. Te perdono.
Y aunque aquella disculpa no estaba dirigida a él, aunque
Cisne no podía darle la redención que él deseaba y necesitaba, por uno de esos
misterios del alma humana, las palabras de Cisne le consolaron. Agradeció en
silencio que Amala hubiera cumplido su promesa y aferrándose a él, descargó
toda la tensión y el sufrimiento que le atenazaban por dentro, llorando hasta
quedar exhausto.
En el exterior, las banderas del pegaso blanco ondeaban a
media asta.
. . .
©Hendelie
[1] Desde la antigüedad hasta hace relativamente poco, en
las aldeas y villas las campanas de las iglesias tocaban “a rebato” cuando
había algún peligro, como ataques, incendios, etc. Entonces, los ciudadanos se
reunían en la iglesia o templo para refugiarse y defenderse. El toque “a
rebato” era una consecución de campanadas rápidas y potentes, similares a lo
que hoy es el timbre de alarma de las estaciones de bomberos, por ejemplo.
Precioso capítulo, estos dos ya me hicieron llorar, al final me cayó bien la pobre Starling... pero no podíamos tener compasión de nadie. Peligro, peligro. La venganza es dulce pero muy amarga al mismo tiempo y eso Driadan ahora lo conoce muy bien.
ResponderEliminarNo me extraña que la gente empieze a llamarle puño de Hierro, a ver que más hace xDD Tengo como dos sentimientos encontrados, por una parte me gusta que Driadan haya sido cruel con sus enemigos, que haya recuperado el trono y ahora sea un hombre, un rey; por otro lado hecho de menos a ese Driadan débil que tenía una aspiración y trabajaba cada día para conseguirla.
voy a pasar al siguiente capítulo
Dios que frustrante no me suena este Beonar! T_T Vale, decidido, me repaso los otros capítulos si me decís que ha salido más veces, es que no me suena coño ahora estoy demasiado nerviosa, ya se acabaaa waaaaa
ResponderEliminarPD: MUERTEEE