sábado, 27 de octubre de 2012

Relato independiente — Tipos Duros

¡Feliz fin de semana, queridos! Para hacer más llevadera la espera por el próximo capítulo de Flores de Asfalto: El Despertar, os dejamos aquí el relato corto que hace casi un año se publicó en la recopilación de Noviembre de Colección Homoerótica. La historia Tipos Duros , siendo un relato independiente, está protagonizada por dos personajes de Flores de Asfalto, en este caso Elliot (también conocido como Lot, ese tipo de ojillos naranjas que sale de vez en cuando en las viñetas de Hendelie) y Liam, quienes aparecen en la segunda novela. Seguramente os sonarán los nombres si habéis leido la introducción de La Salamandra, y si no lo habéis hecho, podéis hacerlo más adelante.

Esperamos que os guste. ¡Un abrazo!

. . .


TIPOS DUROS — by Hendelie



          Mi madre contaba que el día que nací, cayó una nevada sobre la ciudad como no se había visto nunca. Era el mes de Enero y las ventanas se escarcharon. Siempre pienso en eso cuando me tomo un white lady. Esas ventanas debieron parecerse mucho a la superficie de mi copa, cubierta de vaho y con una extensión blanca al otro lado.

        Dentro del vaso, la ginebra, el cointreau y el zumo de limón se funden, y eso me hace pensar en otra clase de cosas. El modo en el que un cóctel se mezcla siempre me ha parecido algo casi erótico. Quiero decir que cuando echas todo eso junto en un vaso o una coctelera no puedes pensar que van a unirse porque tú se lo pidas. No, tienes que sacudirlos, agitarlos y marearlos para que terminen retozando juntos. Y es el hielo el que amalgama los componentes, al derretirse lentamente. Los suaviza, los desnuda despacio, les tienta y les convence para que se abracen los tres. Sin hielo no es lo mismo. Nunca es lo mismo sin hielo.

       Paladeo el licor, con la mano en el bolsillo, observando a los asistentes. La música suena suave, jazz y bossanova (loor y gloria al encargado de la música este año) y los invitados se pasean alrededor de las mesas. Hablan entre ellos, fuman, engullen los canapés y se tragan las bebidas. No es difícil identificar la posición de cada uno a golpe de vista, y sobre todo, mirando cómo comen. Estudio sus vestimentas, comprobando que sus sastres deben seguir ofendidos: este año, para variar, esperaba un poco más de clase por parte de los caballeros, pero vuelven a decepcionarme. Las damas en cambio suelen estar a la altura. Especialmente mi ex mujer.

      No es por inmodestia, pero es la más guapa. El vestido azul le llega hasta los tobillos y el palabra de honor siempre le ha sentado maravillosamente. Su mirada asesina me llega desde lejos y sonrío, halagado. Ella es el máximo exponente de ese tipo de mujer, el que con sólo un roce o una mirada te roba el corazón. Solo que en el caso de Mara, ella lo haría literalmente, hundiendo las uñas en mi esternón y arrancándome las vísceras. Siempre ha sido muy romántica.

       Le saludo con la mano desde lejos y suspiro al recibir esa corriente de odio, violenta y trémula, que corta el ambiente entre nosotros. Aun estando separados por metros de baldosas de gres y de esmoquines de alquiler, puedo sentir su furia. Pero es excitante y eso es bueno, porque aparte de ella y un par de personajes más, aquí todo el mundo es aburrido, anodino y vulgar. Nada inesperado.

      Las reuniones de empresa son tan fascinantes como sentarse a mirar una pared.

      —Vaya, Anders, cuánto tiempo.

      ¿Qué decía? Maravilloso, conversación casual. Sonrío afectadamente a Zael y estrecho la mano que me tiende.

       Zael es una especie de monstruo de dos metros de altura, con la boca grande como un buzón y ojos de lobo. No me molesta que sea feo, su función es intimidar, y los guapos solemos provocar sentimientos más variados en ese sentido. No hay nada más halagador e inadecuado que estar amenazando a alguien y darte cuenta de que le resulta afrodisíaco. Por eso es política de empresa desde hace ya varios años que los intimidadores deben carecer completamente de atractivo.

      —Me alegro de verte. Bonita corbata.

      El monstruo sonríe con los dientes torcidos y se tironea de ella. En realidad su corbata es horrorosa, pero Zael no está preparado para identificar la ironía. No es Asperger, es falta de intelecto.

     —Si, ¿eh? Tú vas hecho un pincel, como siempre.

      —Gracias.

      Quizá es que le da envidia mi traje de Armani o que no termina de confiar del todo en mi sonrisa maliciosa (¿quién lo haría?) y empieza a pensar, acertadamente esta vez, que le considero un ser prescindible en este planeta, pero el caso es que su gesto se vuelve un poco provocador. Se me acerca con una amenaza velada en los ojos.

      —¿Sabes? Los jefes van a encargarte un trabajito después de la cena.

      Le miro con falso afecto.

      —¿Ah, si?

      Asiente, y se acentúa ese brillo no del todo amistoso en su mirada.

      —Ya sabes cómo es la gente.

      —¿Idiota?

      Doy un largo sorbo a mi copa, mirando alrededor con hastío. Sí, la organización en la que trabajo no es el lugar más seguro del mundo. Ni para nuestros clientes, ni para nuestras víctimas, ni para nosotros.

      —No, no… claro que no. Bueno, quizá idiota también. Pero me refiero a que todo el mundo habla demasiado.

      Ladeo la cabeza inquisitivamente, animándole a hablar más.

      —¿Y qué dicen, Zael?

      —Dicen que andas por ahí haciendo cosas por tu cuenta, ¿comprendes? Infringiendo las reglas. No tienen ninguna prueba, claro, por eso los jefes quieren darte una oportunidad de demostrar tu lealtad.

      —Oh. Ya veo.

      El siguiente trago me sabe un poco menos dulce. No estoy demasiado contento con esta noticia, como es natural. Mis jefes desconfían de mí, y por lógico que sea, eso me pone en un aprieto. Me van a encargar un trabajo. Bien. Supongo que resolviéndolo dejarán de molestar durante un tiempo. El idiota de Zael quiere seguir pegando la hebra, pero yo ya no tengo ganas de hablar con él, así que me disculpo educadamente y camino en dirección a la mesa de enfrente, donde acabo de divisar, para regocijo de mi corazón, al bueno de Liam McKenzie.

      Liam es… un viejo amigo. Es guapo, elegante, mayor que yo y trabaja en mi departamento.

      Liam y yo tenemos una relación bastante estrecha. Estrecha hasta el punto de que él se tensa cuando me sitúo a su lado para coger uno de esos infames trozos de comida aleatoria a la que tienen la indecencia de llamar canapés.

      —Hola, Liam.

      Me lanza una mirada de soslayo, ofendida. Ofendidísima. Tiene los ojos verdes y un precioso cabello rizado de color castaño oscuro, cálido. Sus ojos siempre me han recordado a las uvas jóvenes.

      —Hola, Elliot —escupe, con un relampagueo en la mirada.

      Se ladea y escapa de mi presencia con donaire. Por Dios, hacía tiempo que no escuchaba a nadie pronunciar mi nombre con tanta rabia contenida. Un escalofrío de excitación me recorre la espalda. ¿Me odiará?. Eso me gusta. Resultarle indiferente a tus ex amantes significa que algo no estás haciendo bien, pero todo lo que sean emociones fuertes son bienvenidas.

      Le sigo, con la copa y el aperitivo. No sé por qué. En realidad no quiero disculparme con él, ni tampoco tengo especial interés en una reconciliación. Tampoco sabría exactamente de qué arrepentirme en este caso. Pero con Liam tengo muchas opciones: fastidiarle, seducirle, o simplemente hablar con él puede ser divertido.

      Y esta cena es horriblemente aburrida.

      —Me gusta tu traje.

      Le he seguido hasta la barra. Ha pedido un whisky solo, no ha vuelto a mirarme mientras atravesábamos la sala. Saco la pitillera y le ofrezco un cigarro. El camarero pone el hielo en su copa. Vierte el licor. Liam la coge y sólo después de beber un trago y agitar el vaso en su mano, de mirar hacia las botellas largamente y tenerme esperando el tiempo que él considera suficiente y justo para la magnitud de la ofensa que siente, se vuelve hacia mí y me arrebata el cigarro de los dedos.

      Se lo pone entre los labios con un suspiro. Yo sonrío y prendo el mechero para encendérselo.

      —Es de la sastrería de la cincuenta y seis —confiesa a regañadientes.

      Me apoyo en la barra, sin dejar de mirarle, mientras me sube una corriente de satisfacción por dentro. Aunque me esté hablando con desprecio, me está hablando. Sé que está enfadado, aunque no estoy muy seguro de la causa. Estábamos muy bien, y un día, de repente, se volvió arisco y no quiso que volviéramos a vernos. Me dejó una melodramática nota que no conservo, pero sí recuerdo.

      Al fin y al cabo no fue hace tanto tiempo. Mi memoria no es tan horrible.

      —¿Qué tal estás? —le pregunto.

      —¿Que qué tal estoy? —repite, con incredulidad. Sí que está enfadado, sí—. Muy bien, gracias. Mejor de lo que estaba en mucho tiempo.

      Se traga la mitad de su copa, mirando alrededor.

      —No tendrá que ver conmigo, supongo.

      —Por supuesto que tiene que ver contigo.

      —Vamos, no fue tan malo —le recuerdo, conciliador—. No me lo parecía, y creo que a ti tampoco. ¿Dirás que no hemos tenido buenos ratos, querido?

      —Claro que sí. Sí… supongo. No me llames querido. Y no me gusta que nos vean hablando juntos. Estás en entredicho, ¿sabes?

      ¿Ah sí? Vaya, vaya. Suficiente para mí. Si quiere evitarme, yo no tengo más remedio que llevarle la contraria. Liam ya se está marchando hacia las mesas, alejándose de la barra, de nuevo huyendo. Doy un par de zancadas, pegándome casi a su espalda.

      —Entonces vamos a hablar a otra parte, donde no nos vean—le susurro al oído, más exigente que seductor.

      Él se remueve para apartarse de mí.

      —Ni lo sueñes.

      Tsk. Es un poco frustrante. Le veo marchar, sin disimularme a mí mismo cuánto le admiro. Siempre me ha encantado cómo camina. Tiene mucha gracia al moverse; es más alto que yo y también un poco más corpulento, pero esa gallardía celta la lleva en la sangre, el maldito. Le envidio, pero sólo un poco. Me pregunto si merece la pena seguir molestándole, y decido que sí. Vuelvo a ir tras él, como quien no quiere la cosa.

      Los invitados ya están sentándose en las largas mesas dispuestas para la cena. Busco mi nombre y cojo el cartelito doblado del puesto que se me ha designado. Luego miro alrededor y me dirijo hacia el lugar donde Liam acaba de sentarse. Quito el cartel de un tal Jonathan Nosequé y lo tiro por encima de mi hombro, colocando el mío delante del plato. Me siento y sonrío a Liam, que está en el asiento de al lado y no se ha perdido nada de todo esto.

      —Estás completamente loco—replica, tras mirarme escandalizado unos segundos.

      Me encanta esa expresión. Me quedo sonriéndole con descaro hasta que los jefes se unen a los comensales y desvío la mirada hacia las copas. Liam, eres tan atractivo… con ese porte de buen chico, de caballero intachable y severo. Quedábamos muy bien juntos. Como dos galanes de película, el truhán y el noble, el tramposo y el justo, el fiel esposo y el indomable seductor. Sólo faltaba pelearnos por una mujer… aunque eso ya lo hicimos.

      Después de ser amantes y también antes de seguir siéndolo. ¿Alguna vez no hemos sido amantes?. Tengo la impresión de que es algo constante, un hilo que sólo se interrumpe de vez en cuando de manera circunstancial. Siempre regresamos, ¿no es cierto?

      Se me ensancha la sonrisa al recordarlo y me sumerjo en esos espacios privados de mi memoria para revivir épocas pasadas. Eran buenos tiempos.

      Cuando vuelvo en mí, los jefes terminan de dar el discurso de apertura. Los discursos son ese tipo de cosas que detesto siempre que no estén hechas por mí, como la salsa boloñesa. Y en este caso es algo especialmente molesto, porque retrasa el momento en el que comienzan a servir los platos. Pero al fin ha acabado, y el ejército de camareros sale por las puertas abatibles del salón, cargados de bandejas, botellas, carritos… las suelas de sus zapatos repican en el suelo con redoble marcial.

      —¿Por qué te fuiste?—pregunto en voz baja, cuando nos ponen el primer plato.

      El vino no está mal del todo. Pero el consomé de setas en pleno mes de mayo es un error, desde mi punto de vista.

      —No quiero hablar de eso, Elliot. En realidad, preferiría no hablar contigo de nada en absoluto.

      Esta vez su respuesta no es tan rabiosa. Parece sólo cansado y molesto. ¿Cansado de mi? No puede ser. Empieza a picarme la curiosidad.

      —Al menos tengo derecho a esa respuesta.

      Los cubiertos de plata entrechocan con la porcelana. Él se lleva una cucharada a los labios, se pasa la lengua por ellos, se limpia con la servilleta, dándose unos toques muy suaves. Estoy viéndole en el reflejo de mi copa para no mirarle directamente.

      —No te hagas la víctima, por amor de Dios—murmura—. No hagas que parezca que te rompí el corazón. Ambos sabemos que no es así.

      La manera cruda de decirlo me molesta un poco. No me agrada la desnudez verbal, siempre he considerado que en todo proceso de comunicación importa más cómo se dicen las cosas que lo que se dice. Liam acaba de perder mucho encanto con esta declaración, pero me adapto a sus maneras.

      —¿Acaso ha sido al revés?

      Él sonríe a medias y remueve el consomé. Tiene la vista fija en el centro floral que tenemos delante. A nuestro alrededor, los excelsos compañeros de trabajo que nos honran con su presencia están enfrascados en emocionantes conversaciones acerca de perros, casas o familias. Ninguno parece requerir nuestra atención.

      —No, puedes estar tranquilo. Fui capaz de parar antes de llegar a ese punto.

      Oh, vaya. Qué emocionante. Así que le di fuerte a Liam… pero eso es bueno, es agradable tener esos sentimientos, ¿no? A él no parece que le sea grato. ¿Estará diciendo la verdad?

      —Lo siento.

      —No mientas. No te sientes culpable.

      Otra vez la desnudez verbal. Demonios, Liam, me gustas y me gusta que me gustes. Pero si sigues reventando todas mis tentativas de aportar algo de elegancia y clase a este drama primaveral empezaré a aborrecerte.

      —Tienes razón, no me siento culpable —admito, tras tomar otra cucharada—. Pero sí que lo siento. Lamento que te hayas marchado… y lamento que algo haya provocado que lo hicieras.

      Me mira de reojo, como si estuviera evaluando la credibilidad de mis palabras. Luego sonríe a medias otra vez y deja oír una risa suave, seca.

      —Tampoco creo que lo lamentes demasiado. Sólo te apena que se haya terminado el juego, tal vez. Y dudo que te entristezca seriamente.

      —En ningún momento he dicho lo contrario —admito, una vez más—, pero no veo por qué tenía que terminar. Funcionaba muy bien.

      —No puede funcionar llegado cierto punto, Elliot. —De nuevo me habla con amargura y reproche—. No puedes pretender que alguien se quede a tu lado en esas condiciones. Tu juego es cruel. Es difícil no terminar involucrándose contigo, ¿sabes?, y tú nunca lo harás. Eres frívolo, superficial y veleidoso.

      —¿Qué?

      Ahora le escucho con renovado interés, mirándole directamente. En parte me sorprenden sus palabras, pero también creo que es un gran discurso; este sí. Directo, con algo de rencor y adjetivos tan pedantes como todo él. Y aunque aún exhibe una franqueza casi insultante, me gusta más cómo habla ahora.

      —Aún sabiendo cómo eres, es imposible no terminar enredándose en tus artimañas, implicarse emocionalmente, esperar algo de ti que nunca darás —prosigue, haciéndose a un lado cuando regresan los camareros para retirar los platos—. Nadie tiene tanto aguante. Al final, empecé a mojarme los pies con todo esto. Por eso, cuando las cosas se pusieron confusas para mi, me fui.

      A veces no entiendo a la gente. Se pasan media vida reclamando atención y alguien en su cama, en su corazón. Y cuando se lo das, todo son pegas. Es maravilloso. Que si no me correspondes, que si no te implicas tanto como yo, que si no estoy seguro o segura de mis sentimientos, que si no eres sincero…

      Sobre todo eso.

      —No sabía que te sentías así. Y no era mi intención.

      —No eres sincero.

      ¿Ves? Sobre todo eso. Exhalo un suspiro suave, levantando una ceja.

      —Disculpa esta vulgaridad, querido, pero, en primer lugar, ¿tú que coño sabes? Quizá, por una vez, estoy diciendo la maldita verdad —respondo. No quiero sonar tenso o molesto, pero quizá lo estoy—. Y en segundo lugar, ¿de qué árbol te has caído? Mira dónde estamos, mira quienes somos. Mira lo que somos. Somos delincuentes. Mentirosos, estafadores, asesinos, la escoria de la sociedad enfundada en trajes de raya diplomática. Y me reprochas que no soy sincero. Pues claro que no soy sincero, pero no tiene ningún sentido que eso te ofenda. Es como echarle en cara a un gato que no tenga plumas.

      —Ya estás haciéndolo otra vez. Dios mío, no has cambiado nada.

      —Ahora me he dejado las patillas un poco más largas. Y, por otro lado, ¿Qué estoy haciendo?

      —Primero me insinúas que no sé nada, que puedes estar siendo honesto. Y después reiteras que no lo eres  – su mirada incisiva me atraviesa de nuevo—. Es increíble, después de tanto tiempo, de toda una vida, que todavía me resulte imposible conocerte.

      Estaba separando la espina del pescado, pero he dejado de hacerlo. Las palabras de Liam, mi viejo amigo, camarada y compañero, mi amante, me despiertan una nostalgia muy real.

      Yo le conozco muy bien. A él y, en realidad, a muchos de los que están aquí. Pero a nadie como a él.

      —No puedo evitar ser como soy —le digo, mirándole con fijeza. Quiero que me crea, esta vez sí que lo deseo, aunque no albergo demasiadas esperanzas —. No te engañes. Sí que me conoces, Liam. Mara y tú sois las únicas dos personas que me conocen de verdad.

      Sus ojos verdes están fijos en los míos. Toma otro bocado y suspira, arqueando la ceja levemente en ese gesto de admisión que tanto me ha fascinado siempre, hasta el punto de que terminé por copiárselo sin darme cuenta.

      —Tal vez tengas razón.

      —No dejes que te confundan las palabras, ni siquiera las mías —insisto —. Las palabras no son un instrumento para comunicarse mejor, esa afirmación es uno de los grandes errores universales. Las palabras son un hermoso ornamento, o un arma afilada, pero no son nada más. Y no significan nada en absoluto. Tú sabes lo que hemos vivido juntos. Y eso es lo que cuenta, ¿no?.

      —Es un modo de verlo.

      —Es mi modo de verlo. ¿Por qué no te sirve a ti?

      No me responde, y durante un rato, nos limitamos a comer en silencio. Luego sonríe a medias.

      —Cuando me quitaste a Mara, no creí que fuera capaz de perdonarte nunca.

      Nos relajamos un poco con el cambio de tema. Su voz suena más suave, su mirada está más limpia ahora. Todo lo limpia que puede estar. Liam tampoco es un santo, trabaja en mi gremio y ninguno lo somos. Pero a pesar de todo, conserva una especie de integridad, de honradez dentro de la delincuencia inherente a nuestra situación, que me resulta admirable. No lo puedo evitar y acerco mi pierna a la suya por debajo de la mesa hasta que nuestras rodillas se rozan.

      —¿Y lo has hecho?

      —A estas alturas, no estoy muy seguro – responde, repitiendo ese mohín encantador—. Ahora ella es tan diferente… quizá me hiciste un favor. O quizá ella es así ahora por tu culpa. Supongo que ya no me importa.

      —Yo sí te perdoné por el puñetazo. Pero no te quité a Mara, ella simplemente…

      —Entró en nuestra vida como un equipo de demolición, ¿eh?

      Ahora los dos estamos mirando en la misma dirección: a la mujer del vestido azul que disfruta de su comida con ademanes elegantes y altivos. Sus ojos son crueles y fríos ahora, pero antaño eran llamas. Nos hizo arder a los dos en ellas.

      Eran buenos tiempos.

      —Equipo de demolición. Eso es bastante exacto.

      Liam no ha apartado la pierna. Percibo cómo se relaja su postura poco a poco, su semblante severo se ha ido distendiendo. Ahora es otra vez el joven caballero sureño de ojos verdes y graves que aparece en las viejas fotografías, siempre conmigo. A veces con Mara, pero siempre conmigo.

      —Elliot…—algo en su tono de voz, en el modo en que deja el tenedor en el plato, en el nuevo brillo de sus ojos, me hace prestarle el doble de mi atención—. Tengo que ir al excusado.

      Se me queda mirando, como si esperase una respuesta. Ah, claro. No soy tan idiota como para haberme olvidado de esto. Esa frase siempre ha sido una especie de código para reunirnos en privado. Liam es tan esnob a veces que no puede evitar referirse al baño como lo acaba de hacer. El Excusado. ¿Se puede ser más pedante?

      Asiento con la cabeza, él asiente a su vez, se levanta y se aleja, desapareciendo por la puerta que tenemos justo detrás, sin volverse.

      Un poco después, soy yo quien está bajando las escaleras. Este hotel no está mal, aunque hubiera preferido menos alfombra roja y más ventanales, pero no está mal del todo. Me enciendo un cigarro mientras camino por los pasillos, sobre los tapetes que hacen sordas mis pisadas. No sé que quiere Liam de mi, pero espero que los cuartos de baño sean espaciosos y huelan bien. Si nos reconciliamos me gustaría que estuviéramos cómodos.

      No me decepcionan.

      Colores pastel en el alicatado, toallas de papel (de acuerdo, higiénicamente mejores, pero terribles para la decoración) y espejos relucientes. Y pastillas de limón en los inodoros.

      Liam está fumando, apoyado en la repisa de mármol en la que están instalados los lavamanos. El humo de su cigarro huele a frutos secos y miel tostada. Sus ojos verdes me observan cuando entro, y yo también le miro a él.

      Será por el romanticismo inherente a los cuartos de baño, pero de repente me parece más guapo aún, y tengo unas ganas irresistibles de acercarme a sus labios. Se establece una súbita y profunda intimidad entre nosotros ahí abajo. Es porque estamos solos, sin nadie alrededor, por primera vez en meses.

      —Así que frívolo, superficial y veleidoso— le digo al fin, tras largos segundos de silencio y miradas intensas.

      Me cruzo de brazos y los ojos verdes de mi mentor centellean. Cambia de postura, aspirando el humo y soltándolo por la nariz. Sigue enfadado. Bah, el que tiene derecho a estar enfadado soy yo. Eso creo. Da igual, no lo estoy, pero me gusta fingirlo a veces.

      —Ahórrate el melodrama, Elliot. No tengo ganas de jugar.

      Me gusta fingirlo a veces, pero no me gusta que no se lo traguen, como es el caso.

      —¿Las has tenido alguna vez?

      El show debe continuar, no importa que se haya dado cuenta.

      —El capo de nuestra zona sabe lo que estás haciendo. Van a darte un último trabajo y luego te van a … despedir.

      Y así es como se destroza una atmósfera. A bocajarro.

      Suspiro y me paso la mano por el pelo, apoyándola después en el mármol y mirándome al espejo.

      Liam tiene un defecto, uno que yo terminé adorando, como todo lo que tenía que ver con él. Cuando está de buen humor, es cuidadoso y atento con el vocabulario. Es maravillosamente irlandés, sobre todo a la hora de expresarse, de esa clase de hombres altamente indicados para comunicarte que tienes una enfermedad terminal. Lo haría de tal manera que, cuando acabara, le darías las gracias, un abrazo y una bandeja de galletas horneadas por tu abuelita.

      Ese no es el defecto, claro, el defecto es que cuando está de mal humor, se pasa al otro extremo. Y a mi no me gusta nada que me hablen así, con brusquedad. Soy un hombre sensible.

      —Muy bien. ¿Eso es lo que querías decirme?

      —Te he sacado un billete a París.

      ¿Pero qué coño dice? Levanto la cabeza para mirarle con reproche. Mi héroe. Mi soldado confederado, salvándome del peligro. ¿O quitándose de en medio a un ex amante?. En todo caso, decidiendo por mí y sin ningún derecho. Es muy romántico, pero completamente fuera de lugar. ¿Quiere mandarme lejos? ¿Pero qué se ha creído?

      —Te lo agradezco, pero no voy a irme a ninguna parte, Liam.

      Frunce el ceño, suspira. El espejo me ofrece su imagen por partida doble. Todos sus gestos son elegantes, contenidos. Incluso ahora, que parece repentinamente aquejado por un dolor de cabeza que seguramente lleva mi nombre. Está preocupado. Detecto cómo está conteniendo esa intención de hacerme entrar en razón a toda costa. Los católicos son tan insistentes… no importa que sea un gángster, es un gángster católico, irlandés y sureño de adopción. Puede ser un verdadero plasta si se lo propone. Y muy cursi.

      —¿Por qué? —pregunta, volviéndose hacia mí para mirarme directamente.

      —Quiero ver en qué consiste el trabajo. Quizá terminarlo. Ya encontraré una manera de escurrir el bulto después.

      Me inclino hacia el espejo para peinarme una vez más, aunque no me haga falta. Estoy mintiendo. Soy un embustero profesional. Y además, un frívolo, un superficial y un veleidoso, así que no necesita saber mis verdaderos motivos. De todos modos, si se los dijera, él me reprocharía que no soy sincero o que siempre estoy jugando.

      De todos modos, él debería saberlos.

      No quiero una escena heroica con ojos empañados, no hay necesidad de eso. Somos tipos duros, qué demonios. Chaquetas negras y Colt en el bolsillo, coches metalizados. Estas conversaciones no existen en nuestro mundo, así que no se lo diré. No le diré que me quedo por él. Porque, seguramente, si alguna vez he amado a alguien de una manera profunda, ha sido a Liam. Y la sola idea de no volver a verle, de enterrar la menor oportunidad de que nuestros caminos se crucen otra vez, me resulta inaceptable.

      Pero explicar estas cosas es impropio y da lugar a momentos embarazosos, así que no lo haré. Él debería saberlo.

      Cuando vuelvo a erguirme, ya no me está mirando. Está fumando en silencio, con esa expresión suya, tan grave y cargada de emociones. Un mechón de cabello rizado está recostado sobre su pómulo y se descuelga para enmarcarle el rostro como una hiedra de otoño. Levanta los dedos y se los pasa sobre los párpados. Luego suspira. Al bajar la mano, una pulsera de cáñamo trenzado asoma por debajo de la manga de su camisa.

      —Ten cuidado—dice al fin, con resignación—. Esto no es cosa de broma, Elliot. Intenta ser prudente. Por favor.

      Asiento con la cabeza al escucharle. Tengo un ligero malestar, creo que es ardor de estómago. No debería haber comido alcaparras. Me he quedado mirando la pulsera. Fue un regalo mío… un estúpido regalo, cuando aún era un adolescente y él era aquello a lo que quería parecerme en pocos años.

      Liam me está pidiendo que sea prudente. Él sabe que yo no suelo pensar mucho antes de hacer las cosas, que soy caótico y extravagante. Me conoce bien, aunque crea que no me conoce nada.

      Si no me conociera bien, se habría sorprendido cuando me he abalanzado sobre él para besarle por fin, salvando la distancia que nos separa en pasos precipitados y cerrando los dedos en sus mejillas, poniéndome de puntillas porque es más alto que yo y no las tengo todas conmigo acerca de que me vaya a corresponder.

      Pero no se sorprende, es como si lo hubiera estado esperando. Y además, me corresponde. Sus labios se acoplan a los míos y su lengua acepta mi irrupción repentina, sus brazos se cierran alrededor de mi cuerpo.

      Soy frívolo, superficial y veleidoso. Ojalá no lo fuese. Ojalá él no lo pensara. Estas son las tonterías que se me pasan por la cabeza mientras me estrecha, cuando su boca toma el control del beso apasionado y esa aura cálida y poderosa que desprende su presencia me envuelve como una manta.

      —Si te sucediera algo… —murmura entrecortadamente, con los labios sobre mis labios y una mano entre mis cabellos—. Piénsalo, al menos.

      Sus palabras me provocan más dolor de estómago. Me incomoda lo que dice y el tono en que lo hace. Cierro los dedos en las solapas de su chaqueta y las estrujo, arañándole los labios con los dientes y dejando un respiro, una pausa dramática entre los dos.

      —He dicho que no.

      Ha sonado a orden tajante, y después le cierro la boca con otro beso más exigente aún.

      Por un momento parecemos dos estudiantes de instituto resolviendo una tensión sexual de años, buscándonos con esos gestos casi torpes, resultado de la urgencia. Nosotros, a nuestra edad. Pero es emocionante volver a tener esa sensación como de caída libre, nosotros a nuestra edad y después de todo lo que hemos pasado.

      Me sumerjo en el calor compartido, me enredo entre sus dedos sin pudor. No me importa que me despeine, ni que ahora el reflejo del espejo capte resplandores en mi mirada que siempre negaré. Por suerte, mi héroe confederado me aleja de esas tribulaciones empujando con la espalda la puerta de uno de los retretes (excusados, según él) para meternos dentro del estrecho pero limpio cubículo. Y es allí, como los borrachos de discoteca y los adolescentes chabacanos, donde nos reencontramos. Nos reconciliamos. O nos despedimos. No sé muy bien lo que es esto, pero me entrego a ello con todas mis fuerzas.

      Intento guardarlo todo, ser consciente de todo, bebérmelo todo. El sonido de nuestras respiraciones atropelladas, que reverbera en el cuarto de baño. El olor de su pelo. El sabor a tabaco y miel de su boca, tan cálida, suave, acogedora, como siempre. El tacto rudo de sus manos. Sus dedos tibios y carnales. El relieve de su cuerpo imprimiéndose sobre el mío, primero desde detrás de las prendas de tela, después sin ninguna barrera. Su perfume me envuelve, se mezcla con mi propia esencia. Sus caricias son dulces, vibran sobre mi piel, me despiertan.

      Le tiro del pelo sin querer, él me muerde en el hombro con suavidad. Le araño la espalda y devoro sus labios, él me marca a fuego con sus dedos, pone su mano sobre mi corazón como si quisiera recoger mis latidos. Cada vez que mis ojos encuentran los suyos, el resplandor verde de su mirada se desliza hacia mi interior, cargado con sus mil significados. Una llama auténtica, un reducto de pureza. También guardo eso como un tesoro.

      —Elliot…

      Dice mi nombre cuando nos abrazamos, desnudos. Estoy apoyado en la puerta, con las piernas enredadas en su cintura y los brazos en su cuello. Él me sostiene. La presión de su cuerpo contra el mío es lo único sólido a mi alrededor. Cierro los ojos, me agarro a su piel, a su presencia. Liam es todo cuanto ha sido seguro durante años. Sigue siendo seguro ahora. Sé que no me va a fallar jamás, no importa lo que suceda. Puede que en otro momento menos íntimo, menos comprometido, piense todo lo contrario, pero ahora no tengo ninguna duda. Ni de eso ni de todo lo demás.

      Cuando entra en mí, le recibo con un gemido apagado. Después nos quedamos así, inmóviles, durante unos segundos demasiado largos. Cuando levanto el rostro hacia él, busco sus ojos. Él empieza a moverse, regándome los labios con sus besos de rayos de sol destilados.

      Levanto los dedos hacia su mejilla. Le miro, no quiero dejar de hacerlo. Quiero que él también lo haga. Quiero que vea, que me vea a mi, pero no sé si puede hacerlo. No sé si yo mismo le he dejado ciego. No sé si los dos hemos terminado creyendo nuestras propias mentiras, las mentiras del otro. Pero esto, el ahora… esto es real.

      —Es real…

      Los recuerdos se precipitan sobre mí como una lluvia descontrolada, al ritmo de sus embestidas, de su aliento sobre mi boca, sobre mi rostro. Él los extiende sobre mi cuerpo con las caricias de sus manos. Los funde a mi piel, los hunde en mi garganta con su lengua. No me deja huir de ellos, no me deja olvidarlos. Recuerdos de él, de él y Mara, de él y del mundo, pero sobre todo él, siempre presente, siempre él.

      Siempre ha sido mi lugar más seguro. Mi hogar.

      Pero soy frívolo, soy superficial. Y veleidoso. Y no existe ninguna razón verdadera, ninguna razón de peso por la que eso tenga que dejar de ser así.

      Le abrazo con fuerza cuando me asalta el orgasmo, violento y repentino, una liberación salvaje que me hace apuntalarme en la puerta para hundirle más en mí. Al hacerlo, él se deshace en mi interior con latidos apresurados, llenándome y derramándose en una explosión líquida y caliente que parece reconfortarme por dentro.

      Y los segundos gotean, lentos. Se escurren con el sudor, con los restos de lágrimas nunca derramadas. Los recolectamos como abejas, enredados todavía el uno en el otro, recuperando el aliento, y una caricia tierna, de barro cocido, se abre en mi cuello como una flor de verano. Una caricia amarilla, de luz pura, que me hace daño y me redime.

      Esto es real. ¿Por qué no le sirve a él, a pesar de cualquier cosa que diga?

      La caricia se desliza sobre mis párpados, sobre mi cuello. Y de repente, un pellizco potente en el punto exacto, que pinza los nervios… y mis fuerzas se desvanecen. Maldito tramposo. Ni siquiera me da tiempo a decir nada más, a hacer nada más. Me quedo inconsciente, y apenas atino a maldecirle en silencio.

      Cuando despierto, estoy solo aquí. Solo, desnudo, con la única compañía de una mariposa azul de cristal que me aguarda en el pomo de la puerta. Tengo una sensación amarga en el paladar, y el ardor de estómago se ha vuelto insoportable. Podría pensar que no ha sucedido nada, que todo ha sido un sueño, una alucinación, mi imaginación. Pero mi cuerpo aún tiene las marcas de lo que hemos compartido, y me duele el músculo del cuello en el punto donde presionó para desvanecerme.

      Me pongo la ropa a mi ritmo, dejándome lamer por los restos de recuerdos que han despertado y ahora se pasean sin pudor a lo largo y ancho de mi mente. Recojo la mariposa de cristal y la guardo en la chaqueta.

      Veinte minutos después, estoy de nuevo en la fiesta, vestido e impecablemente peinado. Nadie puede imaginarse siquiera lo que ha sucedido hace un rato. Liam no está. Se ha marchado. No sé cuando volveré a verle… no sé si volveré a hacerlo. Espero que sí. Me estoy bebiendo un Rob Roy en su honor, pensando en el hielo, en las facultades que tiene la temperatura, sea por alta o por baja, para unir cosas que en otras circunstancias nunca se habrían encontrado. No en vano, conocí a Liam en la nieve. Y el día que nací, cayó una nevada sobre la ciudad como no se había visto nunca. Era el mes de Enero y las ventanas se escarcharon. Me pregunto si todos los momentos importantes de mi vida están marcados por ese fenómeno atmosférico, y comienzo a hacer un recuento.

      Entonces me interrumpe el capo de mi zona. Viene caminando hacia mí, con su sonrisa falsa y las manos a la espalda.

      Le sonrío del mismo modo.

      —Señor Anders, ¿tiene un momento?—me aborda, directo pero cortés—. Nos gustaría hablar con usted acerca de un trabajo.

      Agito el vaso, haciendo tintinear el hielo. Todos los momentos importantes de mi vida … si eso es así, este no debe serlo. A menos que el hielo también cuente.

      Le miro y asiento con la cabeza, levantando la barbilla muy levemente.

      —Por supuesto, señor. Soy todo oídos.

      Esbozo una sonrisa perfecta. Mientras le sigo hacia la gran mesa redonda donde me aguardan los directivos de mi sector, me meto una mano en el bolsillo para acariciar la mariposa de cristal. He vuelto a elegir quedarme. Esta vez tampoco me arrepiento. Veamos de qué se trata esta misión con la que pretenden poner mi cabeza en una pica. Puede ser divertido, esquivar el hacha del verdugo ahora que saben que soy un traidor.

      Además, París en esta época del año… no es tan bonito.


. . .

©Hendelie

4 comentarios:

  1. Hola se ve muy bien, muchas gracias Hendelie, escribes muy bien.
    Y esperando por Despertar, besos

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Mª Luisa!!! Intentaré tenerlo cuanto antes, lo prometo.

    ResponderEliminar
  3. Genial. Es fantastico como unas pocas palabras te son suficientes para trazar la personalidad de los dos protagonistas y crear una trama muy interesante. De verdad me gusta mucho como escribes

    ResponderEliminar
  4. Muchas gracias, Lali!!! Aprecio mucho tus comentarios, me alegra que os guste el relatillo ^_^

    ResponderEliminar

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!