viernes, 16 de noviembre de 2012

Flores de Asfalto: El despertar — XXXIV


David



Estaba quieto, inmóvil, en el centro de la plaza. Sobre su cabeza, un cielo sucio plagado de nubes rizadas del color de la sangre reflejaba las luces vacilantes de la ciudad. Se veían a lo lejos las llamas de un pequeño incendio: tal vez un cubo de basura o una montaña de restos de suciedad. Apartó los pies de un charco, escuchando atentamente a través del silencio que no era tal, poblado de murmullos desapercibidos: el gemido de los ventiladores al girar, el chisporroteo de la electricidad. El sonido de las patas quitinosas susurrando contra el granito de los edificios y el pavimento era apenas perceptible entre todo aquello, pero David lo oyó.

A la plaza se desembocaba desde cinco callejuelas diferentes. Era una de esas pequeñas rotondas en el Barrio Viejo que al otro lado se veía rodeada de árboles. Aquí, en el mundo real, al chico le había sorprendido la escasa diferencia con respecto a la ilusión. Sí, cierto era que no había árboles ni nada vivo en realidad, pero las casas antiguas y bien conservadas, los túneles e incluso las farolas de forja y los candiles atornillados a la pared eran exactamente iguales a como él los recordaba. Quizá más inscripciones en latín, eso era todo. Parecía que la ruina que asolaba el resto de la ciudad no había llegado allí. Y sin embargo, los monstruos se acercaban.

Se mantuvo sereno, aguardando, hasta que la sombra asomó detrás de una esquina. Vio brillar sus ojos incandescentes en la oscuridad. Una larga extremidad terminada en pico se desplegó, apoyándose en el otro lado de la pared. Cerró los ojos un momento para reprimir una arcada; se le encogió el estómago de la impresión. La criatura tenía un rostro vagamente alienígena, con la nariz aplastada y afilada, la estructura ósea similar a la de la cabeza de un insecto. Los ojos negros relucían con un resplandor extraño, especular, y de la boca asomaban un par de quelíceros que le colgaban hasta la barbilla.

—Por Dios, es asqueroso —murmuró para sí.

La criatura, como si escucharle hablar fuera una señal, se impulsó con las patas en las paredes y saltó sobre él. David no apartó la mirada. Observó con una satisfacción malsana cómo el engendro surcaba el aire a un par de metros sobre el suelo debido al impulso, cómo abría las patas y sus ojos se encendían con una mirada ávida. Luego el destello rojizo apareció desde un lateral y la expresión en el rostro del monstruo se tornó alarmada. Estiró las patas, tratando de detener su propia inercia, consciente de la trampa, pero era demasiado tarde. El filo de fuego le partió por la mitad en el aire. Un chorro de líquido ácido y salino cayó sobre el suelo y empezó a disolverse en humo rojo lentamente. Restos de órganos y cables, de tubos y de glándulas, se desprendieron de su interior ahora abierto y expuesto.

El chico dio un paso hacia atrás para no salpicarse con aquella mierda. Gabriel agarró al agonizante monstruo por una de las desproporcionadas extremidades y terminó de desgarrarlo a golpes de espada. Los gritos de agonía de la criatura se confundían con gemidos extraños, que casi parecían gozosos. En algún momento, giró el rostro destrozado para mirarle con fascinación, uno de los pulmones asomando por una herida, hinchándose y deshinchándose con cada respiración y soltando chorros de un fluido marrón cada vez que tomaba una bocanada de aire.

—Casi… —murmuró, con una voz sibilina y bífida.

—En tus sueños —replicó Gabriel, destrozándole la cabeza con el mandoble.

Los restos prendieron en llamas. Las patas del bicho se contrajeron hasta quedar enredadas contra sí mismas y el siseo de la piel y el olor a plástico quemado fueron su único réquiem. Gabriel pasó por encima de un tubo de goma que se retorcía mientras se volvía negro y humeaba, reuniéndose con David. Las llamas de la espada se apagaron y retornó a su forma cristalina y etérea.

—Ya le vas cogiendo el truco —dijo el chico, dedicándole una sonrisa algo pícara.

—Es como montar en bicicleta. Nunca se olvida, supongo.

Le resultó entrañable su tono de voz, la manera de hablar tan tranquila y natural a pesar de lo atípico de la situación. De alguna forma, Gabriel parecía haberse resignado a todo lo que estaba ocurriendo a su alrededor y dentro de sí mismo, y esa aceptación, aunque tenía un punto de amarga, era evidente que le ayudaba mucho. Le rodeó la cintura con el brazo y se acercó a él. Gabriel le pasó el suyo sobre los hombros y volvieron a besarse durante un rato. Quizá fuera una imprudencia, pero qué mas daba. Llevaban varias horas vagando por la ciudad, descubriendo aquel entorno nuevo y al mismo tiempo conocido. David no había vuelto a tener miedo, ni a sentir angustia. Incluso se había olvidado de Oscar, de Ruth y de todos los demás, cosa que le causó una cierta consternación anestesiada al darse cuenta de ello. Gabriel estaba allí. Estaba con él. Sus pupilas tenían llamas dentro, llevaba en la mano una espada ardiente y le amaba. Se había arrodillado ante él, le había hecho llorar, de alivio y de felicidad. Ahora podía mirar alrededor con ojos serenos, comprender que aquel lugar hostil poblado de monstruos había sido siempre su hogar. Era un hecho que podía parecer desesperanzador, pero convencidos de que tenía que quedar algo en aquella ciudad que aún fuera hermoso, que no hubiera sido tocado por la destrucción, se habían dirigido hacia el Barrio Viejo. Y habían acertado. Por el camino, habían tenido que enfrentarse con un par de aquellos monstruos deformes, pero por lo demás, daba la impresión de que todos los siniestros habitantes de aquel infierno podían oler su presencia y se alejaban, temerosos o extrañados, igual que los animales del bosque guardan silencio cuando hay intrusos.

—¿Así que te acuerdas de haber hecho esto antes? —murmuró David, apartando los labios un momento y entreabriendo las pestañas para mirarle a los ojos.

Gabriel le rozó el cuello con la nariz y aspiró profundamente, haciendo que se le pusiera el vello de punta.

—¿El qué? ¿Besarte, o matar arañas gigantes? —respondió, en un tono extrañamente seductor.

El chico soltó una risa ligera en voz muy baja, envolviéndole el cuello con los brazos y apretándose un poco contra él.

—Las dos cosas… ¿lo recuerdas?

—No, no lo recuerdo. Pero sé que lo he hecho antes. —Los ojos azules se clavaron en los suyos con un resplandor ardiente y apasionado. —Mis manos lo recuerdan. Y mis labios también.

 Se echó sobre él, arrollándole con un beso duro y exigente. David se arqueó hacia atrás y crispó los dedos en su pelo, abriendo la boca para dejar paso a su lengua hambrienta, enredándola con la suya. Sus nervios empezaron a pulsar con un latido profundo. La piel caliente se le erizó bajo la ropa, una vibración interna volvía todas sus percepciones, toda su atención, hacia el profesor. Era como la gravedad, como el instinto que inclina las ramas hacia el agua o el mecanismo que hace que las flores busquen el sol. Era como el magnetismo estelar, igual de inevitable y de incomprensible. Gruñó un poco con descontento, percibiendo insuficiente aquel intercambio de saliva. Gabriel le mordió los labios y cerró los dedos en su trasero como una garra.

—Yo también… es raro… pero es como si no pudiera ser distinto.

—Un tío me dijo que nos hemos reencarnado. —Le apretó contra su cuerpo, deslizando una caricia intensa por su espalda, buscando bajo la ropa para tocarle la piel. David exhaló un suspiro tenso y le mordió la barbilla áspera. —Vete a saber cuánto tiempo llevamos haciendo esto, si es que es cierto lo que dice.

—Lo que me pregunto es cuánto tiempo vamos a tardar en hacer otra cosa —respondió el chico, con cierta aspereza debida a la impaciencia—. Esto es como estar al lado del río y no poder beber, ni bañarte.

Gabriel entrecerró los ojos y luego sonrió con una mueca depredadora que al chico le arrancó un estremecimiento de deseo.

—¿Estás hablando de sexo?

—¿A ti que te parece? Como si tú no lo estuvieras pensando.

Gabriel frunció el ceño y pareció indignarse un poco por un momento. Se le pasó rápido, con un par de caricias en el pelo y unos besos ligeros en el cuello. Tenía razón en algunas cosas, David también tenía la misma sensación de regirse por instintos e impulsos basados en una experiencia que no podía recordar.

—No es lo único en lo que pienso —se defendió el profesor, aun así—. Pero todo esto está lleno de mierda. No me parece el lugar más adecuado.

—Entonces encontremos uno rápido —le espetó David, mordiéndole con suavidad debajo del lóbulo de la oreja— o no me va a importar la mierda, ni tú, ni nada.

El profesor ronroneó con sus atenciones, y luego soltó una risa suave. Le recorrió los costados con aquellas manos calientes y anchas y le arrancó otro beso de los labios antes de apartarle con delicadeza.

—Eres el mismo, pero estás diferente —declaró, agarrándole de la mano y echándose la espada al hombro mientras caminaba hacia uno de los túneles.

—Tú también.

El profesor se detuvo un momento junto a un montón de despojos sanguinolentos que habían ido a caer justo en la boca del pasaje. Frunció el ceño y se inclinó para levantarlos con la punta de la espada, observando los cables que brotaban del tejido. David se acercó a mirar también.

—¿Es carne o es silicona? —preguntó.

—No lo sé. Estos hijos de puta parecen fruto de algún cerebro perturbado de la ingeniería genética.

Giró la empuñadura de la espada y el bulbo carnoso se agitó, temblando como un flan. El chico le miró de reojo, sintiendo una palpitación morbosa y lasciva en la sangre.

—Puede que sea una depravación, pero encuentro muy excitante cada vez que matas a uno de estos —confesó.

Gabriel soltó los restos inmundos sobre la calzada y los abrasó con tres golpes certeros de la espada, esbozando una sonrisa nada angelical.

—Ya somos dos.

David le devolvió el gesto con cierta ansiedad. Al girarse para continuar el camino, percibió un movimiento en la distancia con el rabillo del ojo.

—Creo que hay más acechando al final de la calle.

El profesor volvió el rostro hacia la desembocadura de la carretera y estrechó la mirada para distinguir mejor las figuras que se movían en la penumbra. Dos siluetas se escondieron a toda prisa entre las sombras de los edificios.

—Pues tendrán que esperar. Tú y yo tenemos mejores cosas que hacer ahora.

El chico reprimió un suspiro de alivio. Pues sí, ya iba siendo hora.

Las farolas del barrio viejo estaban encendidas, el resplandor ambarino de las bombillas arrancaba destellos dorados al pelo de Gabriel mientras caminaban por las calles silenciosas. No volvieron a hablar, sólo conscientes el uno del otro y limitándose a degustar la cercanía, el contacto de los dedos contra los dedos, de las manos unidas y de los pasos simultáneos. Tampoco volvieron a molestarles. Al parecer, los demonios que poblaban las calles habían decidido que no era buena idea presentarles batalla, por lo que el trayecto fue tranquilo y placentero.

Doblaron un recodo y descendieron por el camino que llevaba al viejo puente. Las inscripciones en latín, pintadas en rojo sobre muros amarillentos, grises o pálidos, parecían discurrir junto a ellos. A medida que avanzaban eran más, se apiñaban y se confundían con símbolos que comenzaron a llamar la atención de David. Cruces, triskel celtas, marcas hindúes, signos coptos… las lenguas se confundieron en frases mezcladas, con jeroglíficos y extraños círculos llenos de dibujos y sellos que el chico no supo si calificar como algo demoníaco. No se sentía inquieto, sin embargo.

Los trazos rojos de las paredes se enredaban en sus ojos, un murmullo, como un susurro antiguo de voces incomprensibles, empezó a abrirse paso en sus oídos y una suerte de hipnosis le abotargó la mente por un instante.

—¿Gabriel? —llamó, débilmente. Se concentró en el sonido de sus pasos—. ¿Notas eso?

—Sí.

La afirmación le reafirmó en permanecer calmado.

—¿Qué es? Es como si alguien hablara desde lejos.

—No lo sé. Esta ciudad es muy vieja —el profesor le estrechó la mano con un gesto reconfortante y luego le miró a los ojos—. No hay peligro.

David sonrió a medias. Qué infantil, sentirse tan seguro, tan confiado. Pero ¿cómo no hacerlo?

—¿Es una de esas cosas que sabes? —preguntó, acercándosele.

—Sí. Es una de esas cosas.

Algo captó la atención del chico en un rincón y se detuvo. Gabriel se detuvo junto a él. Allí, alrededor de una farola de bombilla trémula, una polilla giraba y golpeaba el cristal insistentemente. Aquella imagen le llenó de esperanza. «Polillas. No es que sean gorriones pero ya es algo. Hay flores, y hay polillas.»

—¿Y si alguna vez te equivocas? —inquirió cuando reanudaron la marcha.

Gabriel negó con la cabeza.

—No voy a equivocarme nunca. Estoy hecho así.

La espada transparente, brillante, resplandecía apoyada en su hombro con una luminosidad brumosa. Era como si toda ella estuviera hecha de niebla cristalina. Emitía además una suave vibración y un silbido agudo pero leve, similar al del vidrio, o campanillas lejanas. Quizás un arpa. David intentaba captar el sonido, pero parecía que cuanto más se esforzaba en ello más se apagaba, y sin embargo, cuando no se preocupaba, se escuchaba con más claridad. Ni siquiera había pensado en tocarla. Le imponía un extraño respeto.

—Estás hecho así… sí, supongo que sí—repitió, distraídamente—. Parece que lo has aceptado con bastante buen ánimo.

—Es así, lo acepte o no, lo haga con buen ánimo o no. —El profesor se encogió de hombros. —Mejor ponerme las cosas fáciles a mí mismo.

Fue David quien le estrechó la mano esta vez con un apretón suave.

—Me alegro. Estaba preocupado por si… todo esto te costaba. Cuando apareciste, quiero decir.

—Nada me cuesta si estás a mi lado.

La respuesta surgió de los labios del profesor sin vacilación. Clara, sencilla, pronunciada en un tono tan libre de artificios que David no podía dudar de sus palabras. Aquellas declaraciones espontáneas le dejaban sin aliento, hacían que el calor se le subiera a los ojos y que le temblaran hasta los labios. Gabriel también estaba distinto, sin duda. Esa parte de él que David sólo había podido ver en momentos muy concretos, cuando estaban en la cama o durante ciertos instantes de intimidad, se vislumbraba ahora más claramente. No había contención. Gabriel estaba siendo tal y como era: un poco salvaje, un poco brusco, algo sádico. Sí, sádico. Pensó en ello, mirándole de reojo mientras caminaban a lo largo de una callejuela techada con arcos antiguos. Cuando el profesor descuartizaba a las alimañas de la ciudad, siempre, en algún momento, sonreía de una forma algo macabra. Sí, puede que matara a esos bichos porque era lo correcto (y de eso no tenía duda), porque era lo que su naturaleza le impelía a hacer. Pero le había visto curvar los labios con una expresión de placentera crueldad mientras arrancaba las patas del monstruo arácnido o al partirle en dos con la espada. Era apenas un matiz: un brillo en los ojos, una tensión en la comisura de los labios. Pero estaba ahí. Evidente y terriblemente erótico. «Igual estoy un poco enfermo», pensó, tratando de apartar el pensamiento de su cabeza.

—¿Cómo llegaste? No hemos hablado sobre eso.

Hizo la pregunta con cierta precipitación, buscando la conversación para tratar de abstraer su mente. Habían vuelto a erizársele los poros, e incluso los pezones, y su imaginación se había llenado de escenas absolutamente impropias y perversas.

—¿A este lado? —David asintió, intentando disimular el calor que se le había despertado en las entrañas. —No lo sé. Estaba tocando el piano… pensando en los gemelos, en Ariadna.

—¿Los gemelos? —David frunció ligeramente el ceño.

—¿Recuerdas que te conté que trabajaba en seguridad?

La voz de Gabriel se tornó en un punto opaca. El chico rebuscó en su memoria y asintió.

—Sí. Sí, sí. Los que murieron. Dijiste que fue un monstruo.

Siguió un silencio un poco tenso. El profesor parecía haberse retraído de nuevo, su expresión se había enfriado. «Ya me vale. Podría haber sido más delicado», se dijo David, al recordar lo mucho que a su compañero le costaba expresarse y, sobre todo, hablar de determinadas cosas.

—Bueno, no dije eso exactamente… —Cuando Gabriel retomó el hilo, el chico respiró con alivio. —Pero sí. Seguramente fue uno de estos monstruos. La música que estaba componiendo, la que Ariadna quería que terminase… la que he tocado algunas veces para ti, ¿recuerdas?

—Claro que la recuerdo —repuso esta vez, con docilidad.

—Bueno, el principio es suyo. Era algo que ellos tenían, estaban… componiéndolo, trabajando en ello. No lo sé. Pero bueno, el caso es que me senté a tocar y completé la música.

Sonrió con sinceridad. Había terminado la música. Era una buena noticia.

—Eso es genial, Gabriel. Felicidades.

—Ya, bueno. Gracias. —El profesor desvió la mirada con un gesto que a David le resultó encantador. —No me dio tiempo a escribirla, pero creo que la recordaré. Es como si ahora la tuviera dentro todo el tiempo. Pero al tocarla fue cuando todo cambió. El mundo cambió mientras yo tocaba, y no me di cuenta.

—Qué bonito.

—¿Tu crees? No sé.

—Pues sí. No sé, es muy simbólico. Pero debiste quedarte flipando al ver… bueno, al ver esto.

Gabriel levantó una ceja cínicamente y resopló un poco por la nariz. David no dijo nada más. Pensó en lo terrible que tenía que ser todo esto para él, con lo maniático que era Gabriel en cuanto al orden y la limpieza. Una de las peleas más fuertes que habían tenido, obviando aquellas que desembocaron en separaciones o que tenían su origen en problemas trascendentales de verdad, fue a causa de eso. David siempre había disfrutado secretamente cambiándole las cosas de sitio durante el escaso pero intenso tiempo que vivieron juntos. Le gustaba ver cómo Gabriel llegaba a una habitación y se paraba en seco, sintiendo que algo estaba mal. Luego miraba todos y cada uno de los rincones hasta localizar al causante de su desdicha: Un zapato tirado en medio del suelo, una figurita decorativa puesta en el lugar de otra, una prenda mal colgada en el respaldo de una silla. Una tarde, Gabriel llegó tarde de la universidad y cuando entró, se quedó inmóvil en el recibidor, tensándose poco a poco mientras él, con todos los cajones abiertos y todo el contenido desparramado por el suelo, buscaba una copia de su contrato en la protectora de animales. El profesor huyó a la cocina, donde los platos (que le tocaban a David) estaban sin fregar. Luego huyó a su habitación, pero David le siguió, preguntándole insistentemente si había visto lo que estaba buscando. Ante la ausencia de respuesta por parte del profe, que estaba al borde del ataque, le soltó algún improperio, y aquello desató el Apocalipsis. Recordaba que hubo gritos, que el profesor se puso como un energúmeno y que hasta le temblaban las manos. El chico se enconó en su posición, sintiéndose injustamente vapuleado, hasta que se dio cuenta de lo que pasaba. Después de recoger la casa, fue a su habitación con unas cervezas y todo quedó olvidado.

No era más que una anécdota, pero si se había puesto así por una casa desordenada y unos platos sucios, no podía imaginarse el asco que debía sentir Gabriel al descubrir que en realidad vivía en una ciudad donde el orden y la limpieza no parecían existir… ni haber existido en mucho tiempo.

—¿Y tú?

—¿Qué?

La pregunta del profesor le sacó de sus reflexiones.

—¿Cómo has entrado? O salido. No sé muy bien si es entrar o salir.

—Ah, bueno. Es una larga historia. —David se rascó la nuca y echó un poco el peso sobre su brazo. Gabriel, al notarlo, le rodeó los hombros con él. —En el barrio donde vivo ahora, hice unos amigos. Eric y Oscar. Ellos están en este lado también, y Berenice, y Ruth y…

Gabriel frunció el ceño, se puso a la defensiva.

—¿Cómo? ¿Qué hacen aquí? ¿Y qué clase de personas son?

—Eric y Oscar son de la Resistencia. Es… uf… mira, es una historia muy larga y complicada sobre toda esta mierda en la que estamos y a pesar de todo, no explica casi nada. Pero bueno, ellos están bien. —Tomó aire antes de continuar—. Eric y Oscar dicen que soy un awen. Me llevaron a una de las bases de la Resistencia y un tipo muy curioso, el señor Carter, lo corroboró.

—Sí, es cierto.

—¿Cómo?

David no disimuló su sorpresa. Pensó que el profesor no sabría de qué demonios le estaba hablando, que si bien reconocía una conexión entre ellos dos y se sabía el custodio de su seguridad, no habría escuchado jamás pronunciar esa palabra.

—Eres un awen —repitió Gabriel—. Eres mi awen, y yo soy tu guardián. —Vaciló un momento. —Puede que te suene absurdo, a mí mismo me lo parece, pero más absurdo es que lleve esta espada en la mano.

—No… no me parece absurdo. Ahora que lo dices tú, me suena hasta mejor —admitió David. —¿Es otra de las cosas que sabes?

—Sí, es otra de las cosas que sé.

Gabriel soltó una risa seca, amarga, después de decir aquello. La mirada se le perdió y apretó un poco el paso. Al chico no le pasaron desapercibidos estos gestos y le rodeó la cintura con el brazo, estrechándose un poco contra su costado.

—Es duro, ¿no?

—Mucho. —Gabriel le apretó contra él un poco más. No parecía importarle que caminaran enlazados, como dos amantes. Su voz era leve, suave y algo ronca, dejaba ver la tribulación de su interior. —Es como si no fuera quien siempre he creído ser. Soy otra persona diferente, pero también soy la persona que he construido, ¿comprendes? Y no estoy seguro de si sé encajarlas a las dos.

—Creo que lo entiendo —asintió el chico—. Llevas mucho tiempo encerrándote en ti mismo. Siempre me he preguntado por qué eres tan…

Había ido bajando la voz a medida que hablaba y no supo terminar la frase. Se preguntó si el profesor se ofendería, si cambiaría de tema. Pero no fue así.

—Estaba asustado —confesó. Los ojos azules se habían licuado, cálidos, con una expresión introspectiva. No le miraba directamente, pero David era consciente de que estaba abriéndole su corazón—. No sabía de lo que era capaz, y tenía miedo de mí mismo. De volverme totalmente loco, de ser un asesino en serie o algo parecido. Después de lo de Lieren, fue todavía peor, pero no fue la primera vez que sentía algo similar, aunque nunca había matado a nadie. Pero he vivido toda mi vida conteniendo unos impulsos que me espantaban. A veces, miraba a alguien y sentía un irrefrenable deseo de acabar con él. Me alarmaba eso. —Hizo una larga pausa. David apoyó la cabeza en su cuerpo, deseando con todas sus fuerzas consolarle, poder ayudarle de alguna manera, ser un alivio. —Yo sólo quería vivir en paz, en paz con lo que me rodeaba y conmigo mismo. Apagar ese fuego. Ahora entiendo que eso no sucederá nunca. Forma parte de mí, tanto como la necesidad de paz.

—No tienes por qué estar siempre atormentado, profe —murmuró.

—No. No, ya lo sé. —La voz de Gabriel se volvió más ligera—. Y no lo estoy. Ahora no. Contigo las cosas se van poniendo en su lugar. Desde que te conocí, todo ha ido mejorando, a pesar de que la he cagado muchas veces.

El chico se rió por lo bajo y el profesor sonrió.

—Para mi también es raro, todo esto. —Esta vez fue el turno de David para dejar brotar un poco de amargura en su voz. Gabriel le miró y le acarició el hombro con los dedos, manteniéndole pegado a sí. —Es… no sé lo que soy. No tengo los mismos conflictos que tú, porque siempre me he aceptado. Bueno, odiaba lo que hacía y odiaba ser tan débil —puntualizó— pero no lo he tenido tan difícil. Lo que pasa es que aún no he descubierto lo que significa ser un awen. No sé cual es la parte de mí que se define así. Ni siquiera sé qué demonios se supone que hace un awen. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué se espera de mí? Sé que tu y yo tenemos un destino en común pero… si no sé lo que tengo que hacer, ¿cómo voy a…?

—No me vas a fallar —replicó el profesor, como si le hubiera leído la mente.

David negó con la cabeza.

—¿Cómo puedes afirmarlo tan rotundamente? En realidad ni siquiera sé de donde vengo.

—Bueno, ya lo descubriremos. —Gabriel se detuvo un momento para besarle los cabellos cerca de la sien—. Por ahora, sabemos que esos bastardos no pueden resistirse a ti. Cosa que no es de extrañar.

David torció el gesto, no muy contento con la perspectiva de ser un simple cebo. Ser un awen tenía que significar algo más que eso. Iba a añadir algo cuando empezó a notar algo familiar en el lugar en el que se encontraban. Habían cruzado el puente. Ante ellos, las callejuelas del barrio viejo daban paso de nuevo a los edificios en mal estado que caracterizaban el paisaje urbano y a lo lejos, tras una cuesta en ascenso, se veían las enormes moles de los rascacielos, los esqueletos de hormigón y las aspas oxidadas girando, removiendo el humo rojo. Reconocía aquella avenida, a pesar del aspecto lóbrego que presentaba en aquel lado de la realidad, y un súbito espasmo de alegría le hizo saltar el corazón en el pecho.

—¿Estamos yendo a casa? ¿A tu casa?

—Sí —afirmó Gabriel—. No es lo que era, salvo tu habitación. Está en perfecto estado. No me preguntes por qué.

Aquello entusiasmó al chico, que alzó el rostro para mirarle con una sonrisa emocionada… que pronto se volvió pícara.

—No te preocupes, te haré un sitio en mi cama.

—De eso se trata.


. . .



Gabriel


No sabía cuanto habían tardado en llegar. El camino se le hizo eterno. Y no es que no lo hubiera disfrutado ¿cómo no hacerlo en su compañía? David estaba precioso, más de lo que él recordaba. Sus ojos fantásticos de estrellas verdes, su pelo oscuro, su rostro de alabastro, la curva de la nariz, los labios llenos, la mirada lánguida… era la hipnosis inevitable, tenerle cerca. Ni siquiera era capaz de pensar racionalmente.

Al entrar en el apartamento, David había manifestado sus dudas sobre si era seguro o apropiado estar allí, pero al ver su dormitorio y comprobar que era verdad, que estaba como nuevo, su inseguridad se disipó. Había abierto las cortinas para dejar entrar la luz sucia del exterior y Gabriel cerró la puerta con cuidado.

Y ahí estaban, mirándose. Sabiendo lo que iba a suceder, con la inquietud en el estómago, esperando simplemente a que los mecanismos que les llevaban irremediablemente al uno hacia el otro, se pusieran a funcionar.

David parecía algo nervioso. Se apoyó de espaldas en el escritorio, con las manos en el borde, y le miró. Ojos verdes, fantásticos, caramelos de menta que le llenaban los labios y el alma de dulzor picante. Ahora, tras haber dejado la espada sobre la mesa y habiendo vuelto ésta a ser una simple taza descascarillada, el ardor destructivo que cabalgaba en sus venas se había aplacado. Aquel fuego tibio se vestía ahora con otro matiz, el del deseo devorador, el de la necesidad de él.

—Te he echado de menos.

Los labios del chico se movieron lentamente, formaron las palabras, las susurraron. Gabriel sintió una punzada de hambre más honda, más profunda. Quería devorar también esas palabras. Dio un paso hacia él. Las pupilas de David se dilataron, siguendo sus movimientos con anticipación. Parecía aguardar cuando el profesor dio otro paso, tranquilo y estudiado hacia él.

Gabriel sentía el latido de su propio corazón en los oídos, a medida que la distancia que les separaba se hacía más corta. En su imaginación parpadeaban los reflejos del deseo que ascendía en su interior como una columna de humo espeso. Las cosas que le haría… oh Dios, las cosas que le haría. Eran pensamientos que deberían avergonzarle. Gritos, gemidos, cuerdas, mordiscos. Sexo animal, crudo y rabioso. Someterle, poseerle, llenarle, dominarle… eran pensamientos terribles, maravillosos. Y las pupilas de David se dilataron más, su aliento tembloroso exhaló un suspiro, una pátina de fascinación le cubrió la mirada.

«Sabe lo que quiero hacer», comprendió.

Debería avergonzarle tanto…

Dio dos pasos más y quedó ante él, rozándole el pecho con el suyo, inclinado hacia delante. Colocó las palmas de las manos en el borde de la mesa, acorralándole. David no se movió. Podía sentir su incertidumbre, la excitación vibrando dentro de su cuerpo de carne tierna y tentadora. La veía al fondo de sus ojos verdes, inocentes pero traviesos. Era tan hermoso, tan fascinante… cuanto más le miraba más intensa se volvía la música en su interior.

Le estudió con indolencia, cercándole contra la mesa y echándose un poco sobre él. Sus piernas rozaban las de David, los pantalones vaqueros del chico susurraron contra los suyos cuando éste se removió, trémulo bajo la mirada con la que el profesor le asediaba, apartando el rostro y la vista para tomar aire. Aquel gesto resultó ser un golpe terrible en su contención. Gabriel se cernió sobre él. David se inclinó hacia atrás. Su frente, blanca y despejada, su cabello que olía a azahar…  su dulce saliva.

—La primera vez que te vi, te confundí con un ángel.

Su voz le llegó como un ensalmo, sacándole del ensimismamiento. Al oírle, buscó sus ojos y asintió lentamente, alzando una mano para acariciarle los cabellos.

—Estabas teniendo un mal viaje.

El aliento de David rompió sobre sus labios, superficial y trémulo, cuando deslizó la mano sobre su pelo, apenas rozándolo con la punta de los dedos. El chico se cimbreó contra su cuerpo, con ese gesto suyo que quería parecer casual pero con el que siempre le tentaba espantosamente. Sí, siempre lo hacía a propósito… pero esta vez lo percibió diferente. ¿Inseguro?

—Sigues siendo un ángel para mí…—murmuró el chico, batiendo las pestañas. Estaba sobrepasado por algo, quizá por el deseo, por la intensidad salvaje con la que se manifestaba—. Quiero que hagas todo lo que quieras hacer. Nada que venga de ti podría hacerme daño.

El profesor esbozó una sonrisa torcida, enredando los mechones de su cabello entre los dedos, la otra mano sobre la mesa y el chico acorralado y precioso contra su cuerpo. Estaban unidos por las caderas, rozándose con un balanceo lento y sutil, despertando poco a poco.

—No deberías decir eso —le reprochó el profesor, la voz ronca por la tortura y la sed de él, que le laceraba con cada caricia lenta de su aliento en el rostro—.  Tal vez lo que deseo es atarte a la cama y morderte hasta hacerte sangrar. O follarte sin el menor cuidado hasta que no seas más que un trozo de carne temblorosa debajo de mi cuerpo… usarte para desatar todo lo que llevo dentro sobre ti, de las formas más terribles.

De nuevo, el chico tomó aire, estremeciéndose. Entrecerró los párpados. Gabriel tembló a su vez cuando un mordisco de excitación nueva clavó sus colmillos en sus riñones, al descubrir que en los ojos de David no había miedo ni rechazo, sino un deseo más anhelante todavía.

—Hazme lo que quieras. Quiero ser tuyo.

Demasiada tentación. Gabriel negó con la cabeza, rozándole la nariz con la suya. David buscó sus labios, incapaz de contenerse más, y el profesor, con una satisfacción profunda al saberle tan hambriento como él, cerró los dedos en su cuero cabelludo y tiró hacia atrás, pegándose por completo a su cuerpo, empujándole con un gesto dominante y poniendo su boca sobre la suya… sin tocarla, sólo derramando el aliento sobre sus labios.

—No deberías decir eso —repitió, contenido.

El chico abrió mucho los ojos. Se le cortó la respiración.

—Diré lo que quiera —replicó David cuando fue capaz de reponerse. Su voz era retadora, lasciva. Sonrió con un gesto que pretendía ser provocador, pero había algo más en su mirada, en su semblante: una abnegación devota que rompía con su pose. Ese matiz en su expresión le recordó al profesor algo que siempre había sabido. Le tenía. Era suyo. «Le tengo», se dijo. «Es mío. Respira el aire de mi aliento, vive al ritmo de los latidos de mi sangre… soy su dueño absoluto. Mi awen

La excitación le sacudió. Le acaricio los labios con los suyos, y la respuesta del chico no se hizo esperar, un roce cálido y húmedo de su lengua. Le besó, despacio, con una dedicación intensa. David tenía la boca más suave y tierna que había probado jamás, apetitosa como un gajo de naranja. Le mordió los labios, succionando la saliva. David gimió y deslizó la lengua sobre su labio superior, hambrienta. Se apretaron el uno contra el otro mientras el chico buscaba acceso entre los dientes del profesor, que aún estaban fijos en su carne mórbida. Los soltó, cubriendo su boca con la suya, hundiéndose en ella sin tomarle en cuenta y arrebatándole toda iniciativa, ciego ya de contención y de necesidad. La invadió, adueñándose de cada rincón en un beso desatado y frenético, y el chico se abrió bajo su dominio, brindándole las cálidas cavernas de su interior, la suave textura del dorso de las mejillas, de las encías, la rugosa calidez empapada de su lengua, participando gustoso en el combate con la misma furia, con la misma sed. Se degustaron a sus anchas en un contacto cada vez más lascivo, hechizados, embriagados, tirándose del cabello. Su boca era el condenado paraíso. La tierra prometida. Sabía a cosas dulces y adolescentes, era voluptuosa y resbaladiza. Un escalofrío restalló en su espalda al imaginarla envolviendo su sexo, devorándolo con goloso placer. La lengua húmeda que ahora se anudaba en la suya, enredándose en…

—Dios…

Se apartó del beso y le soltó con brusquedad. David iba a protestar pero entonces, las manos del profesor cayeron sobre él y le bajaron la cremallera de la chaqueta de cuero de un tirón. Empezó a desnudarle con una rudeza fruto de la urgencia y el chico no tardó en imitarle, sacándole el abrigo y tirando de su camiseta hacia arriba. Se despojaron de las prendas mirándose a los ojos, respirando atropelladamente. El profesor suspiró con alivio cuando David le bajó la bragueta; estaba duro y caliente como una barra de acero … y él también. Lo notaba, erguido y caliente, contra su propia erección. El deseo y el hambre le susurraban al oído con sus voces insidiosas, rotundas, terribles. «Levántale las piernas y húndete en él de una vez. Agárrale por las caderas y dale su merecido, no le des ni un maldito respiro.» Se le nubló la vista y forcejeó con los botones de sus vaqueros. David le había despojado ya de todas las barreras, extendía los dedos sobre su pecho, estrechando los músculos con un gesto terriblemente sensual, acariciándole con dedos suaves como plumas y mirando su cuerpo con los ojos brillantes de excitación. Cuando Gabriel le abrió los pantalones al fin, apoyó las manos en el escritorio y se reclinó para facilitarle la labor de sacárselos, exponiendo el torso pálido y delgado, el pecho plano, los pezones duros y erguidos, la cinta de piel sedosa que unía los pectorales con el hendido ombligo.

Gabriel volvió a contraerse. Algo vio entonces David en su mirada, que le hizo iniciar una advertencia.

—Ten cuidado con…

—Al infierno.

Gabriel le sacó las botas casi sin desatar y luego le arrancó los pantalones. David dio un respingo y se encogió contra la mesa, como si quisiera protegerse de él. El profesor se abalanzó sobre él, sobre la carne blanca, joven, apetecible, que se revelaba ahora al completo ante sus ojos. Le rodeó la cintura con una mano, le tiró del pelo con la otra y hundió los dientes en la tierna curva de su hombro.

—¡Ah!

El gemido. Su cuello pálido.  Aspiró sobre la piel mientras mordía y succionaba, recolectando las trazas de su aroma y devorándolas. Sabía aún mejor de lo que recordaba, a presa exótica y joven. Su sabor se le deshizo en la boca, estimulante como una caricia íntima, todo dulzura y perfume de azahar. Le arañó con los dientes y deslizó la lengua con deleite, rumbo a los hombros de curva delicada, a las clavículas como alas de gaviota. Le volvía loco. Le hacía perder la razón.

—Me gustas —declaró, embriagado, en un susurro ronco, impregnado de deseo. —Me das hambre.

—Pues sáciate…

Su voz le llegó lánguida, abandonada, cargada de apetito mientras lamía el hueco de su cuello, estrechando la nariz y las mejillas contra la piel cremosa, inhalando su perfume.

—¿De ti? —El profesor respiró con fuerza, llenándose los pulmones. David volvió a estremecerse. —Imposible.

Le sintió moverse bajo su ataque. Levantó una pierna, larga y elástica, y la enredó en su cintura, sinuoso como un felino. Se balanceaba, con los ojos entrecerrados, el aire empujándose para salir de sus labios atropelladamente, se rozaba contra él, se exponía, le reclamaba. Gabriel se le quedó mirando un momento, fascinado. Hasta la maldita sombra que proyectaba sobre la mesa era endiabladamente sexy. El hambre le aguijoneó y le impulsó a lamer la carne tibia hasta su pecho. Atrapó un pezón entre los dientes y lo mordió con fuerza calculada, esperando otro gemido, un resuello, un jadeo. David tenía todos los poros erizados, la piel de gallina y la protuberancia carnosa se endureció entre los dientes del profesor, que juguetearon con ella. La rodeó con la lengua y succionó con fuerza, sin abrir las mandíbulas.

—¡Ah!

El nuevo gemido, más agudo, más suplicante, fue como un latigazo en su espalda. Se le dispararon las sensaciones en los nervios. Mordió más fuerte, alzando la otra mano para retorcer el otro pezón entre los dedos, queriendo escucharle cantar otra vez, arrancarle más quejidos dulces… y no le estaba resultando difícil. David se tensó y tembló, jadeando y sacudiéndose bajo sus atenciones, totalmente rendido. Sintió los dedos finos en sus cabellos, apretándole el rostro contra su cuerpo. Cuando las puntas de su pecho fueron dos diamantes rojizos erguidos en la oscuridad, el profesor le dejó un último lametón y levantó la cabeza, rodeándole las caderas con una mano para acariciarle el trasero, mirándole con descaro. El calor le había templado la piel y empezaba a quemar, a picar, como si hubiera pasado demasiado tiempo al sol.

David estaba precioso. Arqueado, con los codos hincados en el escritorio, los riñones apoyados en el borde, una pierna alrededor de la cintura y el otro pie en el suelo, le observaba, con la cabeza erguida. Bajo los párpados entrecerrados, entre las pestañas oscuras, brillaba el deseo en sus ojos. Tenía los labios entreabiertos, enrojecidos, el cabello alborotado… y en la penumbra relucía la blancura de su piel, del torso delicado, de la cintura estrecha, de los muslos. De su sexo erguido.

Lleno de lujuria, estrechó los dedos en sus nalgas, agarrándolas con vehemencia y frotándose contra él. David cerró los ojos, tragando saliva y ahogando otro gemido. Le encantaba verle así, aunque destozara sus nervios, aunque su propia erección le estuviera doliendo ya de necesidad. El profesor soltó una mano para acercar los dedos a su boca.

—¿Así que te gustaría que te atase a la cama y te mordiera hasta hacerte sangrar? —murmuró, escurriendo las falanges entre sus labios.

David asintió con la cabeza, mientras libaba con entusiasmo, enredando la lengua en las yemas. De alguna manera, habían terminado moviéndose el uno contra el otro en una réplica lenta del apareamiento, una danza sutil que propiciaba la fricción y les hacía enfermar aún más. Gabriel empezaba a encontrar dificultades para respirar, pero verle hacer aquello, lamerle los dedos así, le ponía al límite. Su erección se tensó todavía más. David, al percibirlo, esbozó media sonrisa y la emprendió contra sus dedos con mayor energía.

Era demasiado. Pura dinamita.

Gabriel se quedo hipnotizado por un momento con la visión de sus ojos brillantes, desafiantes, de su lengua rosada que le impregnaba los dedos de humedad, de su boca. Luego los apartó con brusquedad y, ansioso, le llevó la mano al trasero, penetrándole con el índice y el corazón, con toda la contención que fue capaz de reunir.

—¡Ah! —otro gemido, otra cuerda que salta en su razón—. Espera… no… no tienes por qué… puedo hacerlo ya, no…

—Cállate. Solo quiero escucharte gemir y jadear.

Fue una orden suave, pero tajante, y David la acató, apretando los dientes con expresión sufridora mientras el profesor buscaba su profundidad, entrando y saliendo con movimientos rotatorios y tanteando para alcanzar el punto exacto en el que hacerle gritar. Estaba estrecho y caliente, y la presión alrededor de sus dedos, la anticipación de lo que estaba por venir, hizo que brotara el sudor, fino y ligero, en su espalda desnuda. Le miró a los ojos mientras le exploraba por dentro, casi sin parpadear, serio y severo, con la respiración levemente sofocada. Él le aguantó la mirada, mordiéndose cada suspiro, la expresión sufriente. La luz de la ciudad caía sobre su pelo, arrancaba destellos de diamante a las diminutas gotas de sudor que empezaron entonces a perlar también su cuerpo. Gabriel se inclinó despacio para lamer una. David alzó una mano para agarrarle del pelo, los músculos en tensión mientras los dedos del profesor entraban y salían de él, giraban y horadaban en la angosta cavidad. El chico se crispó, se erizó como el pelaje de un felino y tiró de él hacia sí, con el pulso acelerado.

—Basta.

Su voz era tan deliciosa como todo su cuerpo. Gabriel hizo caso omiso, ahondó con más vehemencia y volvió a empujarle con todo su cuerpo, a morderle el pecho.

—¡Basta!

Le encantaba. Le volvía loco. Alzó el rostro y apartó la mano, contemplando las mejillas encendidas, los labios hinchados de su awen. Le agarró de la cintura, colocándole adecuadamente para ajustarle a él. David, desesperado, le atrapó entre sus rodillas, colaborando con la causa y disponiéndose. Ofreciéndose. Exigiéndole. Mirándole desde debajo de esas pestañas espesas. Gabriel se preguntó si acaso tenía hielo en las venas para haber aguantado tanto, pero ahora le parecía que era lava lo que palpitaba debajo de su piel. «Me estoy asfixiando de deseo.»

—Ven de una vez… —se quejó David.

El profesor se había quedado a las puertas, rozándole con el extremo de su virilidad ardiente, provocándole. Fue David quien se movió, intentando atraparle en su interior. Cuando se estrechó contra el sexo del profesor, casi consiguiendo que se hundiera por fin, éste estuvo a punto de estremecerse visiblemente; una descarga de pura electricidad le sacudió la columna.

—Tranquilo, nene – resolló con voz grave y pastosa, borracho de pasión, con el aliento entrecortado por un momento. —Ya voy. No te enfades.

Tensó la mandíbula y empujó. David gimió, acogiéndole en su interior con facilidad, a pesar de la estrechez de su presa. Un zumbido se disparó en los nervios de Gabriel, miles de puntos de colores poblaron su visión. Era terriblemente maravilloso: la presión candente, mordiente, alrededor de su sexo, envolviéndolo a medida que se abría paso en el angosto canal. Los latidos breves, intermitentes, que parecían engullirlo. Cada pulgada le arrasaba con un placer intenso, primitivo y prohibido.

Avanzó poco a poco, tenso, rodeando la cintura del chico con una mano, la otra apoyada en la mesa, inclinado sobre él, con el cabello sobre su rostro. Él tenía las manos en sus hombros, le abrazaba con ambas piernas. Una mueca de éxtasis le distorsionaba el semblante a medida que la lenta invasión le llenaba, y en el rostro del profesor se reflejó la misma expresión, abandonada, gozosa, lúbrica. Cuando llegó al final, se detuvo un instante a tomar aire. El chico le soltó y volvió a apoyar los codos en la mesa.

—Fóllame —pidió, en un susurro suave.

Gabriel no pensaba negarse. Le agarró de las caderas, saliendo despacio y entrando de nuevo con una embestida firme que arrancó un gemido cálido al chico. Mientras se retiraba de nuevo, abrió una mano en su vientre y la deslizó despacio hacia su cuello. La cintura, el abdomen, el pecho, se arqueaban al paso de la caricia intensa y posesiva del guardián; David se arqueaba como un animal pálido y concupiscente, se exhibía, mostrando las costillas marcadas, elevando los pezones enhiestos, haciendo que a Gabriel se le secara la boca. Su sexo latió violentamente, enterrándose y desenterrándose en él. Cerró los dedos en su cuello un instante, bajo la atenta y abnegada mirada de David. Luego los abrió, acariciándole la mejilla, hundiéndolos en su pelo.

—Eres mío.

Su voz se había enronquecido, sonaba ahogada y áspera.

David asintió con la cabeza, mordiéndose el labio. Y el profesor empezó a hacerlo en serio, ondulando las caderas y empujando con embestidas briosas, profundas y amplias, que hacían temblar el escritorio y lo golpeaban contra la pared.

—Más —pidió el chico, con la mirada perdida, buscando su boca como un cachorro hambriento.

Gabriel le consintió. Selló los labios sobre los suyos y aumentó el ritmo, removiendo las caderas en su interior cada vez que le invadía para presionar en las ardientes paredes de sus entrañas, buscando los puntos adecuados en cada golpe. David se tensaba y temblaba a medida que los ataques se volvían más potentes, más rápidos. Su interior se contraía. Llegado un punto, crispó las piernas alrededor de su cintura y separó la boca para tomar aire, con un gemido agónico. Un hilo de saliva quedó tendido como un puente entre los dos por unos segundos y finalmente, se partió cuando el awen se echó hacia atrás, extendiendo los brazos sobre su cabeza y apoyándolos en la pared.

—Más —volvió a exigir.

«Me va a matar», pensó Gabriel, zarandeado en la vorágine de la pasión que compartían. «Y yo lo voy a matar a él». Tomó aire con fuerza, apoyando una mano en la pared, entre las suyas, y arremetiendo contra él con más viveza hasta que la fricción se convirtió en una sensación constante y febril, jadeando, con el sudor escurriéndose por su espalda. El interior del chico se había distendido un tanto, parecía ahora más maleable, más elástico. Gabriel escurrió la palma de la mano bajo sus riñones y le levantó unos centímetros para colocarle en un ángulo diferente, hundiéndose otra vez. La sangre le golpeaba con furia en las venas, el ruido del escritorio al impactar contra las baldosas y el muro se había convertido ya en un traqueteo constante que hacía eco en la habitación junto a sus respiraciones desacompasadas.

Gabriel levantó el rostro, cerrando los ojos con fuerza, intentando mantenerse en aquel delicado filo. El placer agudo, mordiente, le recorría los nervios como una lengua ávida, empujándole a caer. El cuerpo de David era como una llama tibia, un jardín de carne que se abría para él, que florecía y le tentaba con cada matiz. Le sujetó con fuerza mientras se impulsaba, al límite de sus fuerzas y de su contención, como si quisiera atravesarle, quedarse incrustado en él. Le escuchó gemir, las palmas de sus manos estrellándose contra la mesa cuando las bajó, arañándola con las uñas.

—Eres mío —repitió el profesor.

Los dedos de David le aferraron, sus uñas le arañaron los hombros y se impulsó para echarse hacia él y morderle el cuello, buscando después su boca con desesperación. Él la recibió, y se besaron con un gesto que más parecía una cópula, las lenguas poseyéndose al ritmo de cada embestida, retozando con lujuria impregnada de saliva que se escurría por las comisuras. La danza se volvió frenética y salvaje, los cuerpos se rozaban por completo en cada sacudida, en los violentos impulsos y sus contorsionadas respuestas. David le absorbía hacia su interior, le retenía en espasmos cuando Gabriel intentaba retirarse.

—No… no… —balbuceó el chico.

No pudo terminar la frase. El gemido doliente le vibró en la garganta. Echó la cabeza hacia atrás, golpeándose con la pared. Abrió la boca, frunció el ceño, su rostro se transfiguró.

—Sí. Sí —le alentaba Gabriel, en un gruñido imperativo.

«Dios, sí. Sí.»

David palpitó por dentro, estrangulándole. Gabriel intentó no apartar la mirada, no perderse ni un solo matiz de su maravilloso rostro, de sus ojos brujos, mientras el orgasmo caía sobre él. Durante un momento, no fue consciente de nada más que de él, de su imagen divina. Sólo de empujar, de quedar atrapado en su presa estrecha. De los latidos violentos. De la piel sensible, del sexo distendido que terminó por estallar, de la dulce liberación del clímax cuando se derramó en su interior en convulsiones encadenadas, temblorosas. De su voz. Era un ángel, un ángel cantando, pura inspiración que le masturbaba los oídos al gemir de aquella forma. Estaba teniendo un orgasmo con todos los sentidos, y no sólo con el cuerpo. También lo sentía en su alma.

La esencia de David se derramó entre los dos, coreada por una polifonía de jadeos, resuellos y gemidos. Gabriel buscó su sexo con una mano desorientada; al rozarlo, el chico se sacudió con un estremecimiento.

—Te quiero —murmuró la voz del awen, y al oírla, algo se distendió en su alma—. Seas como seas, seas quien seas. Te quiero.

Gabriel le abrazó, con una honda emoción empañándole los ojos, bajo el ceño fruncido. No tenía sentido decir nada más. La luz de la ciudad bañaba sus cuerpos desnudos, el silencio estaba lleno de música y el ruido quedaba lejos. No, no tenía sentido añadir nada a aquel regalo, a aquel premio de nuevo conquistado. Se quedaron abrazados hasta que los cuerpos empezaron a relajarse, hasta que remitieron las últimas sacudidas, el calor del fuego se templó y todo se volvió tibio, espeso y húmedo, como en una selva tropical.

Después, Gabriel le levantó en brazos y le llevó a la cama, que estaba limpia y perfumada. Durante horas, se miraron a los ojos, extasiados y en silencio, como los enamorados. Como completos idiotas.



. . .

©Hendelie

2 comentarios:

  1. QUE emocionante relacion la que hay entre estos dos extraordinarios peronajes.

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  2. hola chicas!!!!
    leer este capi ha estado repleto de impedimentos, pero por fin lo pude leer por completo!!!!
    que puedo decir que como todo lo que he leido me ha encantado. hay un fragmento que me llamo especialemtne la atencion y fué el trozo en que gabriel deleita a David y lo expresa con la palabra "hambre", me parecio simplemente BRUTAL, que buena alabra para describir la necesidad primitiva y basica de gabriel por el chico,como una palabra significa tanto. me encanto y para ser honesta fue el fragmento que mas me gusto sin demeritar el resto pero en este realmente los personajes se conectaron, fue fabuloso y obivamente el sexo en todas sus descripciones siempre sera el instinto mas delicioso del hombre y expresado asi de esta manera me recuerda a comer postre de tres leches; despacio, saboreando cada cucharada para el final quedar satifescho pero con ganas de mas.....( esto es una indirecta pidiendo mas escneas jajajaj) en fin.............que delicia de capitulo. y como siempre al tanto desde aca. un abrazo....bye!

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