David
Estaba quieto, inmóvil, en el centro de la plaza. Sobre su
cabeza, un cielo sucio plagado de nubes rizadas del color de la sangre
reflejaba las luces vacilantes de la ciudad. Se veían a lo lejos las llamas de
un pequeño incendio: tal vez un cubo de basura o una montaña de restos de
suciedad. Apartó los pies de un charco, escuchando atentamente a través del
silencio que no era tal, poblado de murmullos desapercibidos: el gemido de los
ventiladores al girar, el chisporroteo de la electricidad. El sonido de las
patas quitinosas susurrando contra el granito de los edificios y el pavimento
era apenas perceptible entre todo aquello, pero David lo oyó.
A la plaza se desembocaba desde cinco callejuelas
diferentes. Era una de esas pequeñas rotondas en el Barrio Viejo que al otro
lado se veía rodeada de árboles. Aquí, en el mundo real, al chico le había
sorprendido la escasa diferencia con respecto a la ilusión. Sí, cierto era que
no había árboles ni nada vivo en realidad, pero las casas antiguas y bien
conservadas, los túneles e incluso las farolas de forja y los candiles
atornillados a la pared eran exactamente iguales a como él los recordaba. Quizá
más inscripciones en latín, eso era todo. Parecía que la ruina que asolaba el
resto de la ciudad no había llegado allí. Y sin embargo, los monstruos se
acercaban.
Se mantuvo sereno, aguardando, hasta que la sombra asomó
detrás de una esquina. Vio brillar sus ojos incandescentes en la oscuridad. Una
larga extremidad terminada en pico se desplegó, apoyándose en el otro lado de
la pared. Cerró los ojos un momento para reprimir una arcada; se le encogió el
estómago de la impresión. La criatura tenía un rostro vagamente alienígena, con
la nariz aplastada y afilada, la estructura ósea similar a la de la cabeza de
un insecto. Los ojos negros relucían con un resplandor extraño, especular, y de
la boca asomaban un par de quelíceros que le colgaban hasta la barbilla.
—Por Dios, es asqueroso —murmuró para sí.
La criatura, como si escucharle hablar fuera una señal, se
impulsó con las patas en las paredes y saltó sobre él. David no apartó la
mirada. Observó con una satisfacción malsana cómo el engendro surcaba el aire a
un par de metros sobre el suelo debido al impulso, cómo abría las patas y sus
ojos se encendían con una mirada ávida. Luego el destello rojizo apareció desde
un lateral y la expresión en el rostro del monstruo se tornó alarmada. Estiró
las patas, tratando de detener su propia inercia, consciente de la trampa, pero
era demasiado tarde. El filo de fuego le partió por la mitad en el aire. Un
chorro de líquido ácido y salino cayó sobre el suelo y empezó a disolverse en
humo rojo lentamente. Restos de órganos y cables, de tubos y de glándulas, se
desprendieron de su interior ahora abierto y expuesto.
El chico dio un paso hacia atrás para no salpicarse con
aquella mierda. Gabriel agarró al agonizante monstruo por una de las
desproporcionadas extremidades y terminó de desgarrarlo a golpes de espada. Los
gritos de agonía de la criatura se confundían con gemidos extraños, que casi
parecían gozosos. En algún momento, giró el rostro destrozado para mirarle con
fascinación, uno de los pulmones asomando por una herida, hinchándose y
deshinchándose con cada respiración y soltando chorros de un fluido marrón cada
vez que tomaba una bocanada de aire.
—Casi… —murmuró, con una voz sibilina y bífida.
—En tus sueños —replicó Gabriel, destrozándole la cabeza con
el mandoble.
Los restos prendieron en llamas. Las patas del bicho se
contrajeron hasta quedar enredadas contra sí mismas y el siseo de la piel y el
olor a plástico quemado fueron su único réquiem. Gabriel pasó por encima de un
tubo de goma que se retorcía mientras se volvía negro y humeaba, reuniéndose
con David. Las llamas de la espada se apagaron y retornó a su forma cristalina
y etérea.
—Ya le vas cogiendo el truco —dijo el chico, dedicándole una
sonrisa algo pícara.
—Es como montar en bicicleta. Nunca se olvida, supongo.
Le resultó entrañable su tono de voz, la manera de hablar
tan tranquila y natural a pesar de lo atípico de la situación. De alguna forma,
Gabriel parecía haberse resignado a todo lo que estaba ocurriendo a su
alrededor y dentro de sí mismo, y esa aceptación, aunque tenía un punto de
amarga, era evidente que le ayudaba mucho. Le rodeó la cintura con el brazo y
se acercó a él. Gabriel le pasó el suyo sobre los hombros y volvieron a besarse
durante un rato. Quizá fuera una imprudencia, pero qué mas daba. Llevaban
varias horas vagando por la ciudad, descubriendo aquel entorno nuevo y al mismo
tiempo conocido. David no había vuelto a tener miedo, ni a sentir angustia.
Incluso se había olvidado de Oscar, de Ruth y de todos los demás, cosa que le
causó una cierta consternación anestesiada al darse cuenta de ello. Gabriel
estaba allí. Estaba con él. Sus pupilas tenían llamas dentro, llevaba en la
mano una espada ardiente y le amaba. Se había arrodillado ante él, le había
hecho llorar, de alivio y de felicidad. Ahora podía mirar alrededor con ojos
serenos, comprender que aquel lugar hostil poblado de monstruos había sido
siempre su hogar. Era un hecho que podía parecer desesperanzador, pero
convencidos de que tenía que quedar algo en aquella ciudad que aún fuera
hermoso, que no hubiera sido tocado por la destrucción, se habían dirigido
hacia el Barrio Viejo. Y habían acertado. Por el camino, habían tenido que
enfrentarse con un par de aquellos monstruos deformes, pero por lo demás, daba
la impresión de que todos los siniestros habitantes de aquel infierno podían
oler su presencia y se alejaban, temerosos o extrañados, igual que los animales
del bosque guardan silencio cuando hay intrusos.
—¿Así que te acuerdas de haber hecho esto antes? —murmuró David,
apartando los labios un momento y entreabriendo las pestañas para mirarle a los
ojos.
Gabriel le rozó el cuello con la nariz y aspiró
profundamente, haciendo que se le pusiera el vello de punta.
—¿El qué? ¿Besarte, o matar arañas gigantes? —respondió, en
un tono extrañamente seductor.
El chico soltó una risa ligera en voz muy baja,
envolviéndole el cuello con los brazos y apretándose un poco contra él.
—Las dos cosas… ¿lo recuerdas?
—No, no lo recuerdo. Pero sé que lo he hecho antes. —Los
ojos azules se clavaron en los suyos con un resplandor ardiente y apasionado.
—Mis manos lo recuerdan. Y mis labios también.
Se echó sobre
él, arrollándole con un beso duro y exigente. David se arqueó hacia atrás y
crispó los dedos en su pelo, abriendo la boca para dejar paso a su lengua
hambrienta, enredándola con la suya. Sus nervios empezaron a pulsar con un
latido profundo. La piel caliente se le erizó bajo la ropa, una vibración
interna volvía todas sus percepciones, toda su atención, hacia el profesor. Era
como la gravedad, como el instinto que inclina las ramas hacia el agua o el
mecanismo que hace que las flores busquen el sol. Era como el magnetismo
estelar, igual de inevitable y de incomprensible. Gruñó un poco con
descontento, percibiendo insuficiente aquel intercambio de saliva. Gabriel le
mordió los labios y cerró los dedos en su trasero como una garra.
—Yo también… es raro… pero es como si no pudiera ser
distinto.
—Un tío me dijo que nos hemos reencarnado. —Le apretó contra
su cuerpo, deslizando una caricia intensa por su espalda, buscando bajo la ropa
para tocarle la piel. David exhaló un suspiro tenso y le mordió la barbilla
áspera. —Vete a saber cuánto tiempo llevamos haciendo esto, si es que es cierto
lo que dice.
—Lo que me pregunto es cuánto tiempo vamos a tardar en hacer
otra cosa —respondió el chico, con cierta aspereza debida a la impaciencia—.
Esto es como estar al lado del río y no poder beber, ni bañarte.
Gabriel entrecerró los ojos y luego sonrió con una mueca
depredadora que al chico le arrancó un estremecimiento de deseo.
—¿Estás hablando de sexo?
—¿A ti que te parece? Como si tú no lo estuvieras pensando.
Gabriel frunció el ceño y pareció indignarse un poco por un
momento. Se le pasó rápido, con un par de caricias en el pelo y unos besos
ligeros en el cuello. Tenía razón en algunas cosas, David también tenía la
misma sensación de regirse por instintos e impulsos basados en una experiencia
que no podía recordar.
—No es lo único en lo que pienso —se defendió el profesor,
aun así—. Pero todo esto está lleno de mierda. No me parece el lugar más
adecuado.
—Entonces encontremos uno rápido —le espetó David, mordiéndole
con suavidad debajo del lóbulo de la oreja— o no me va a importar la mierda, ni
tú, ni nada.
El profesor ronroneó con sus atenciones, y luego soltó una
risa suave. Le recorrió los costados con aquellas manos calientes y anchas y le
arrancó otro beso de los labios antes de apartarle con delicadeza.
—Eres el mismo, pero estás diferente —declaró, agarrándole
de la mano y echándose la espada al hombro mientras caminaba hacia uno de los
túneles.
—Tú también.
El profesor se detuvo un momento junto a un montón de
despojos sanguinolentos que habían ido a caer justo en la boca del pasaje.
Frunció el ceño y se inclinó para levantarlos con la punta de la espada,
observando los cables que brotaban del tejido. David se acercó a mirar también.
—¿Es carne o es silicona? —preguntó.
—No lo sé. Estos hijos de puta parecen fruto de algún
cerebro perturbado de la ingeniería genética.
Giró la empuñadura de la espada y el bulbo carnoso se agitó,
temblando como un flan. El chico le miró de reojo, sintiendo una palpitación
morbosa y lasciva en la sangre.
—Puede que sea una depravación, pero encuentro muy excitante
cada vez que matas a uno de estos —confesó.
Gabriel soltó los restos inmundos sobre la calzada y los
abrasó con tres golpes certeros de la espada, esbozando una sonrisa nada
angelical.
—Ya somos dos.
David le devolvió el gesto con cierta ansiedad. Al girarse
para continuar el camino, percibió un movimiento en la distancia con el rabillo
del ojo.
—Creo que hay más acechando al final de la calle.
El profesor volvió el rostro hacia la desembocadura de la
carretera y estrechó la mirada para distinguir mejor las figuras que se movían
en la penumbra. Dos siluetas se escondieron a toda prisa entre las sombras de
los edificios.
—Pues tendrán que esperar. Tú y yo tenemos mejores cosas que
hacer ahora.
El chico reprimió un suspiro de alivio. Pues sí, ya iba
siendo hora.
Las farolas del barrio viejo estaban encendidas, el
resplandor ambarino de las bombillas arrancaba destellos dorados al pelo de
Gabriel mientras caminaban por las calles silenciosas. No volvieron a hablar,
sólo conscientes el uno del otro y limitándose a degustar la cercanía, el
contacto de los dedos contra los dedos, de las manos unidas y de los pasos
simultáneos. Tampoco volvieron a molestarles. Al parecer, los demonios que
poblaban las calles habían decidido que no era buena idea presentarles batalla,
por lo que el trayecto fue tranquilo y placentero.
Doblaron un recodo y descendieron por el camino que llevaba
al viejo puente. Las inscripciones en latín, pintadas en rojo sobre muros
amarillentos, grises o pálidos, parecían discurrir junto a ellos. A medida que
avanzaban eran más, se apiñaban y se confundían con símbolos que comenzaron a
llamar la atención de David. Cruces, triskel celtas, marcas hindúes, signos
coptos… las lenguas se confundieron en frases mezcladas, con jeroglíficos y
extraños círculos llenos de dibujos y sellos que el chico no supo si calificar
como algo demoníaco. No se sentía inquieto, sin embargo.
Los trazos rojos de las paredes se enredaban en sus ojos, un
murmullo, como un susurro antiguo de voces incomprensibles, empezó a abrirse
paso en sus oídos y una suerte de hipnosis le abotargó la mente por un
instante.
—¿Gabriel? —llamó, débilmente. Se concentró en el sonido de
sus pasos—. ¿Notas eso?
—Sí.
La afirmación le reafirmó en permanecer calmado.
—¿Qué es? Es como si alguien hablara desde lejos.
—No lo sé. Esta ciudad es muy vieja —el profesor le estrechó
la mano con un gesto reconfortante y luego le miró a los ojos—. No hay peligro.
David sonrió a medias. Qué infantil, sentirse tan seguro,
tan confiado. Pero ¿cómo no hacerlo?
—¿Es una de esas cosas que sabes? —preguntó, acercándosele.
—Sí. Es una de esas cosas.
Algo captó la atención del chico en un rincón y se detuvo.
Gabriel se detuvo junto a él. Allí, alrededor de una farola de bombilla
trémula, una polilla giraba y golpeaba el cristal insistentemente. Aquella
imagen le llenó de esperanza. «Polillas. No es que sean gorriones pero ya es
algo. Hay flores, y hay polillas.»
—¿Y si alguna vez te equivocas? —inquirió cuando reanudaron
la marcha.
Gabriel negó con la cabeza.
—No voy a equivocarme nunca. Estoy hecho así.
La espada transparente, brillante, resplandecía apoyada en
su hombro con una luminosidad brumosa. Era como si toda ella estuviera hecha de
niebla cristalina. Emitía además una suave vibración y un silbido agudo pero
leve, similar al del vidrio, o campanillas lejanas. Quizás un arpa. David
intentaba captar el sonido, pero parecía que cuanto más se esforzaba en ello
más se apagaba, y sin embargo, cuando no se preocupaba, se escuchaba con más
claridad. Ni siquiera había pensado en tocarla. Le imponía un extraño respeto.
—Estás hecho así… sí, supongo que sí—repitió,
distraídamente—. Parece que lo has aceptado con bastante buen ánimo.
—Es así, lo acepte o no, lo haga con buen ánimo o no. —El
profesor se encogió de hombros. —Mejor ponerme las cosas fáciles a mí mismo.
Fue David quien le estrechó la mano esta vez con un apretón
suave.
—Me alegro. Estaba preocupado por si… todo esto te costaba.
Cuando apareciste, quiero decir.
—Nada me cuesta si estás a mi lado.
La respuesta surgió de los labios del profesor sin
vacilación. Clara, sencilla, pronunciada en un tono tan libre de artificios que
David no podía dudar de sus palabras. Aquellas declaraciones espontáneas le
dejaban sin aliento, hacían que el calor se le subiera a los ojos y que le
temblaran hasta los labios. Gabriel también estaba distinto, sin duda. Esa
parte de él que David sólo había podido ver en momentos muy concretos, cuando
estaban en la cama o durante ciertos instantes de intimidad, se vislumbraba
ahora más claramente. No había contención. Gabriel estaba siendo tal y como
era: un poco salvaje, un poco brusco, algo sádico. Sí, sádico. Pensó en ello,
mirándole de reojo mientras caminaban a lo largo de una callejuela techada con
arcos antiguos. Cuando el profesor descuartizaba a las alimañas de la ciudad,
siempre, en algún momento, sonreía de una forma algo macabra. Sí, puede que
matara a esos bichos porque era lo correcto (y de eso no tenía duda), porque
era lo que su naturaleza le impelía a hacer. Pero le había visto curvar los
labios con una expresión de placentera crueldad mientras arrancaba las patas
del monstruo arácnido o al partirle en dos con la espada. Era apenas un matiz:
un brillo en los ojos, una tensión en la comisura de los labios. Pero estaba
ahí. Evidente y terriblemente erótico. «Igual estoy un poco enfermo», pensó,
tratando de apartar el pensamiento de su cabeza.
—¿Cómo llegaste? No hemos hablado sobre eso.
Hizo la pregunta con cierta precipitación, buscando la
conversación para tratar de abstraer su mente. Habían vuelto a erizársele los
poros, e incluso los pezones, y su imaginación se había llenado de escenas
absolutamente impropias y perversas.
—¿A este lado? —David asintió, intentando disimular el calor que se le había
despertado en las entrañas. —No lo sé. Estaba tocando el piano… pensando en los gemelos,
en Ariadna.
—¿Los gemelos? —David frunció ligeramente el ceño.
—¿Recuerdas que te conté que trabajaba en seguridad?
La voz de Gabriel se tornó en un punto opaca. El chico
rebuscó en su memoria y asintió.
—Sí. Sí, sí. Los que murieron. Dijiste que fue un monstruo.
Siguió un silencio un poco tenso. El profesor parecía haberse
retraído de nuevo, su expresión se había enfriado. «Ya me vale. Podría haber
sido más delicado», se dijo David, al recordar lo mucho que a su compañero le
costaba expresarse y, sobre todo, hablar de determinadas cosas.
—Bueno, no dije eso exactamente… —Cuando Gabriel retomó el
hilo, el chico respiró con alivio. —Pero sí. Seguramente fue uno de estos
monstruos. La música que estaba componiendo, la que Ariadna quería que
terminase… la que he tocado algunas veces para ti, ¿recuerdas?
—Claro que la recuerdo —repuso esta vez, con docilidad.
—Bueno, el principio es suyo. Era algo que ellos tenían,
estaban… componiéndolo, trabajando en ello. No lo sé. Pero bueno, el caso es
que me senté a tocar y completé la música.
Sonrió con sinceridad. Había terminado la música. Era una
buena noticia.
—Eso es genial, Gabriel. Felicidades.
—Ya, bueno. Gracias. —El profesor desvió la mirada con un
gesto que a David le resultó encantador. —No me dio tiempo a escribirla, pero
creo que la recordaré. Es como si ahora la tuviera dentro todo el tiempo. Pero
al tocarla fue cuando todo cambió. El mundo cambió mientras yo tocaba, y no me
di cuenta.
—Qué bonito.
—¿Tu crees? No sé.
—Pues sí. No sé, es muy simbólico. Pero debiste quedarte
flipando al ver… bueno, al ver esto.
Gabriel levantó una ceja cínicamente y resopló un poco por
la nariz. David no dijo nada más. Pensó en lo terrible que tenía que ser todo
esto para él, con lo maniático que era Gabriel en cuanto al orden y la
limpieza. Una de las peleas más fuertes que habían tenido, obviando aquellas
que desembocaron en separaciones o que tenían su origen en problemas
trascendentales de verdad, fue a causa de eso. David siempre había disfrutado
secretamente cambiándole las cosas de sitio durante el escaso pero intenso tiempo
que vivieron juntos. Le gustaba ver cómo Gabriel llegaba a una habitación y se
paraba en seco, sintiendo que algo estaba mal. Luego miraba todos y cada uno de
los rincones hasta localizar al causante de su desdicha: Un zapato tirado en
medio del suelo, una figurita decorativa puesta en el lugar de otra, una prenda
mal colgada en el respaldo de una silla. Una tarde, Gabriel llegó tarde de la
universidad y cuando entró, se quedó inmóvil en el recibidor, tensándose poco a
poco mientras él, con todos los cajones abiertos y todo el contenido
desparramado por el suelo, buscaba una copia de su contrato en la protectora de
animales. El profesor huyó a la cocina, donde los platos (que le tocaban a
David) estaban sin fregar. Luego huyó a su habitación, pero David le siguió,
preguntándole insistentemente si había visto lo que estaba buscando. Ante la
ausencia de respuesta por parte del profe, que estaba al borde del ataque, le
soltó algún improperio, y aquello desató el Apocalipsis. Recordaba que hubo
gritos, que el profesor se puso como un energúmeno y que hasta le temblaban las
manos. El chico se enconó en su posición, sintiéndose injustamente vapuleado,
hasta que se dio cuenta de lo que pasaba. Después de recoger la casa, fue a su
habitación con unas cervezas y todo quedó olvidado.
No era más que una anécdota, pero si se había puesto así por
una casa desordenada y unos platos sucios, no podía imaginarse el asco que
debía sentir Gabriel al descubrir que en realidad vivía en una ciudad donde el
orden y la limpieza no parecían existir… ni haber existido en mucho tiempo.
—¿Y tú?
—¿Qué?
La pregunta del profesor le sacó de sus reflexiones.
—¿Cómo has entrado? O salido. No sé muy bien si es entrar o
salir.
—Ah, bueno. Es una larga historia. —David se rascó la nuca y
echó un poco el peso sobre su brazo. Gabriel, al notarlo, le rodeó los hombros
con él. —En el barrio donde vivo ahora, hice unos amigos. Eric y Oscar. Ellos
están en este lado también, y Berenice, y Ruth y…
Gabriel frunció el ceño, se puso a la defensiva.
—¿Cómo? ¿Qué hacen aquí? ¿Y qué clase de personas son?
—Eric y Oscar son de la Resistencia. Es… uf… mira, es una
historia muy larga y complicada sobre toda esta mierda en la que estamos y a
pesar de todo, no explica casi nada. Pero bueno, ellos están bien. —Tomó aire
antes de continuar—. Eric y Oscar dicen que soy un awen. Me llevaron a una de las bases de la Resistencia y
un tipo muy curioso, el señor Carter, lo corroboró.
—Sí, es cierto.
—¿Cómo?
David no disimuló su sorpresa. Pensó que el profesor no sabría
de qué demonios le estaba hablando, que si bien reconocía una conexión entre
ellos dos y se sabía el custodio de su seguridad, no habría escuchado jamás
pronunciar esa palabra.
—Eres un awen —repitió Gabriel—. Eres mi awen, y yo soy tu
guardián. —Vaciló un momento. —Puede que te suene absurdo, a mí mismo me
lo parece, pero más absurdo es que lleve esta espada en la mano.
—No… no me parece absurdo. Ahora que lo dices tú, me suena
hasta mejor —admitió David. —¿Es otra de las cosas que sabes?
—Sí, es otra de las cosas que sé.
Gabriel soltó una risa seca, amarga, después de decir
aquello. La mirada se le perdió y apretó un poco el paso. Al chico no le
pasaron desapercibidos estos gestos y le rodeó la cintura con el brazo,
estrechándose un poco contra su costado.
—Es duro, ¿no?
—Mucho. —Gabriel le apretó contra él un poco más. No parecía
importarle que caminaran enlazados, como dos amantes. Su voz era leve, suave y
algo ronca, dejaba ver la tribulación de su interior. —Es como si no fuera
quien siempre he creído ser. Soy otra persona diferente, pero también soy la
persona que he construido, ¿comprendes? Y no estoy seguro de si sé encajarlas a
las dos.
—Creo que lo entiendo —asintió el chico—. Llevas mucho
tiempo encerrándote en ti mismo. Siempre me he preguntado por qué eres tan…
Había ido bajando la voz a medida que hablaba y no supo
terminar la frase. Se preguntó si el profesor se ofendería, si cambiaría de
tema. Pero no fue así.
—Estaba asustado —confesó. Los ojos azules se habían
licuado, cálidos, con una expresión introspectiva. No le miraba directamente,
pero David era consciente de que estaba abriéndole su corazón—. No sabía de lo
que era capaz, y tenía miedo de mí mismo. De volverme totalmente loco, de ser
un asesino en serie o algo parecido. Después de lo de Lieren, fue todavía peor,
pero no fue la primera vez que sentía algo similar, aunque nunca había matado a
nadie. Pero he vivido toda mi vida conteniendo unos impulsos que me espantaban.
A veces, miraba a alguien y sentía un irrefrenable deseo de acabar con él. Me
alarmaba eso. —Hizo una larga pausa. David apoyó la cabeza en su cuerpo,
deseando con todas sus fuerzas consolarle, poder ayudarle de alguna manera, ser
un alivio. —Yo sólo quería vivir en paz, en paz con lo que me rodeaba y conmigo
mismo. Apagar ese fuego. Ahora entiendo que eso no sucederá nunca. Forma parte
de mí, tanto como la necesidad de paz.
—No tienes por qué estar siempre atormentado, profe
—murmuró.
—No. No, ya lo sé. —La voz de Gabriel se volvió más ligera—.
Y no lo estoy. Ahora no. Contigo las cosas se van poniendo en su lugar. Desde
que te conocí, todo ha ido mejorando, a pesar de que la he cagado muchas veces.
El chico se rió por lo bajo y el profesor sonrió.
—Para mi también es raro, todo esto. —Esta vez fue el turno
de David para dejar brotar un poco de amargura en su voz. Gabriel le miró y le
acarició el hombro con los dedos, manteniéndole pegado a sí. —Es… no sé lo que
soy. No tengo los mismos conflictos que tú, porque siempre me he aceptado.
Bueno, odiaba lo que hacía y odiaba ser tan débil —puntualizó— pero no lo he
tenido tan difícil. Lo que pasa es que aún no he descubierto lo que significa
ser un awen. No sé cual es la parte de
mí que se define así. Ni siquiera sé qué demonios se supone que hace un awen. ¿Qué tengo que hacer? ¿Qué se espera de mí? Sé que
tu y yo tenemos un destino en común pero… si no sé lo que tengo que hacer,
¿cómo voy a…?
—No me vas a fallar —replicó el profesor, como si le hubiera
leído la mente.
David negó con la cabeza.
—¿Cómo puedes afirmarlo tan rotundamente? En realidad ni
siquiera sé de donde vengo.
—Bueno, ya lo descubriremos. —Gabriel se detuvo un momento
para besarle los cabellos cerca de la sien—. Por ahora, sabemos que esos
bastardos no pueden resistirse a ti. Cosa que no es de extrañar.
David torció el gesto, no muy contento con la perspectiva de
ser un simple cebo. Ser un awen tenía
que significar algo más que eso. Iba a añadir algo cuando empezó a notar algo
familiar en el lugar en el que se encontraban. Habían cruzado el puente. Ante
ellos, las callejuelas del barrio viejo daban paso de nuevo a los edificios en
mal estado que caracterizaban el paisaje urbano y a lo lejos, tras una cuesta
en ascenso, se veían las enormes moles de los rascacielos, los esqueletos de
hormigón y las aspas oxidadas girando, removiendo el humo rojo. Reconocía
aquella avenida, a pesar del aspecto lóbrego que presentaba en aquel lado de la
realidad, y un súbito espasmo de alegría le hizo saltar el corazón en el pecho.
—¿Estamos yendo a casa? ¿A tu casa?
—Sí —afirmó Gabriel—. No es lo que era, salvo tu habitación.
Está en perfecto estado. No me preguntes por qué.
Aquello entusiasmó al chico, que alzó el rostro para mirarle
con una sonrisa emocionada… que pronto se volvió pícara.
—No te preocupes, te haré un sitio en mi cama.
—De eso se trata.
. . .
No sabía cuanto habían tardado en llegar. El camino se le
hizo eterno. Y no es que no lo hubiera disfrutado ¿cómo no hacerlo en su
compañía? David estaba precioso, más de lo que él recordaba. Sus ojos
fantásticos de estrellas verdes, su pelo oscuro, su rostro de alabastro, la
curva de la nariz, los labios llenos, la mirada lánguida… era la hipnosis
inevitable, tenerle cerca. Ni siquiera era capaz de pensar racionalmente.
Al entrar en el apartamento, David había manifestado sus
dudas sobre si era seguro o apropiado estar allí, pero al ver su dormitorio y
comprobar que era verdad, que estaba como nuevo, su inseguridad se disipó.
Había abierto las cortinas para dejar entrar la luz sucia del exterior y
Gabriel cerró la puerta con cuidado.
Y ahí estaban, mirándose. Sabiendo lo que iba a suceder, con la inquietud en el estómago, esperando simplemente a que los mecanismos que les llevaban irremediablemente al uno hacia el otro, se pusieran a funcionar.
David parecía algo nervioso. Se apoyó de espaldas en el escritorio, con las manos en el borde, y le miró. Ojos verdes, fantásticos, caramelos de menta que le llenaban los labios y el alma de dulzor picante. Ahora, tras haber dejado la espada sobre la mesa y habiendo vuelto ésta a ser una simple taza descascarillada, el ardor destructivo que cabalgaba en sus venas se había aplacado. Aquel fuego tibio se vestía ahora con otro matiz, el del deseo devorador, el de la necesidad de él.
David parecía algo nervioso. Se apoyó de espaldas en el escritorio, con las manos en el borde, y le miró. Ojos verdes, fantásticos, caramelos de menta que le llenaban los labios y el alma de dulzor picante. Ahora, tras haber dejado la espada sobre la mesa y habiendo vuelto ésta a ser una simple taza descascarillada, el ardor destructivo que cabalgaba en sus venas se había aplacado. Aquel fuego tibio se vestía ahora con otro matiz, el del deseo devorador, el de la necesidad de él.
—Te he echado de menos.
Los labios del chico se movieron lentamente, formaron las
palabras, las susurraron. Gabriel sintió una punzada de hambre más honda, más
profunda. Quería devorar también esas palabras. Dio un paso hacia él. Las
pupilas de David se dilataron, siguendo sus movimientos con anticipación.
Parecía aguardar cuando el profesor dio otro paso, tranquilo y estudiado hacia
él.
Gabriel sentía el latido de su propio corazón en los oídos,
a medida que la distancia que les separaba se hacía más corta. En su
imaginación parpadeaban los reflejos del deseo que ascendía en su interior como
una columna de humo espeso. Las cosas que le haría… oh Dios, las cosas que le
haría. Eran pensamientos que deberían avergonzarle. Gritos, gemidos, cuerdas,
mordiscos. Sexo animal, crudo y rabioso. Someterle, poseerle, llenarle,
dominarle… eran pensamientos terribles, maravillosos. Y las pupilas de David se
dilataron más, su aliento tembloroso exhaló un suspiro, una pátina de
fascinación le cubrió la mirada.
«Sabe lo que quiero hacer», comprendió.
Debería avergonzarle tanto…
Dio dos pasos más y quedó ante él, rozándole el pecho con el
suyo, inclinado hacia delante. Colocó las palmas de las manos en el borde de la
mesa, acorralándole. David no se movió. Podía sentir su incertidumbre, la
excitación vibrando dentro de su cuerpo de carne tierna y tentadora. La veía al
fondo de sus ojos verdes, inocentes pero traviesos. Era tan hermoso, tan
fascinante… cuanto más le miraba más intensa se volvía la música en su interior.
Le estudió con indolencia, cercándole contra la mesa y
echándose un poco sobre él. Sus piernas rozaban las de David, los pantalones
vaqueros del chico susurraron contra los suyos cuando éste se removió, trémulo
bajo la mirada con la que el profesor le asediaba, apartando el rostro y la
vista para tomar aire. Aquel gesto resultó ser un golpe terrible en su
contención. Gabriel se cernió sobre él. David se inclinó hacia atrás. Su
frente, blanca y despejada, su cabello que olía a azahar… su dulce saliva.
—La primera vez que te vi, te confundí con un ángel.
Su voz le llegó como un ensalmo, sacándole del
ensimismamiento. Al oírle, buscó sus ojos y asintió lentamente, alzando una
mano para acariciarle los cabellos.
—Estabas teniendo un mal viaje.
El aliento de David rompió sobre sus labios, superficial y
trémulo, cuando deslizó la mano sobre su pelo, apenas rozándolo con la punta de
los dedos. El chico se cimbreó contra su cuerpo, con ese gesto suyo que quería
parecer casual pero con el que siempre le tentaba espantosamente. Sí, siempre
lo hacía a propósito… pero esta vez lo percibió diferente. ¿Inseguro?
—Sigues siendo un ángel para mí…—murmuró el chico, batiendo
las pestañas. Estaba sobrepasado por algo, quizá por el deseo, por la
intensidad salvaje con la que se manifestaba—. Quiero que hagas todo lo que
quieras hacer. Nada que venga de ti podría hacerme daño.
El profesor esbozó una sonrisa torcida, enredando los
mechones de su cabello entre los dedos, la otra mano sobre la mesa y el chico
acorralado y precioso contra su cuerpo. Estaban unidos por las caderas,
rozándose con un balanceo lento y sutil, despertando poco a poco.
—No deberías decir eso —le reprochó el profesor, la voz
ronca por la tortura y la sed de él, que le laceraba con cada caricia lenta de
su aliento en el rostro—. Tal vez
lo que deseo es atarte a la cama y morderte hasta hacerte sangrar. O follarte
sin el menor cuidado hasta que no seas más que un trozo de carne temblorosa
debajo de mi cuerpo… usarte para desatar todo lo que llevo dentro sobre ti, de
las formas más terribles.
De nuevo, el chico tomó aire, estremeciéndose. Entrecerró
los párpados. Gabriel tembló a su vez cuando un mordisco de excitación nueva
clavó sus colmillos en sus riñones, al descubrir que en los ojos de David no
había miedo ni rechazo, sino un deseo más anhelante todavía.
—Hazme lo que quieras. Quiero ser tuyo.
Demasiada tentación. Gabriel negó con la cabeza, rozándole
la nariz con la suya. David buscó sus labios, incapaz de contenerse más, y el
profesor, con una satisfacción profunda al saberle tan hambriento como él,
cerró los dedos en su cuero cabelludo y tiró hacia atrás, pegándose por
completo a su cuerpo, empujándole con un gesto dominante y poniendo su boca
sobre la suya… sin tocarla, sólo derramando el aliento sobre sus labios.
—No deberías decir eso —repitió, contenido.
El chico abrió mucho los ojos. Se le cortó la respiración.
—Diré lo que quiera —replicó David cuando fue capaz de
reponerse. Su voz era retadora, lasciva. Sonrió con un gesto que pretendía ser
provocador, pero había algo más en su mirada, en su semblante: una abnegación
devota que rompía con su pose. Ese matiz en su expresión le recordó al profesor
algo que siempre había sabido. Le tenía. Era suyo. «Le tengo», se dijo. «Es
mío. Respira el aire de mi aliento, vive al ritmo de los latidos de mi sangre…
soy su dueño absoluto. Mi awen.»
La excitación le sacudió. Le acaricio los labios con los
suyos, y la respuesta del chico no se hizo esperar, un roce cálido y húmedo de
su lengua. Le besó, despacio, con una dedicación intensa. David tenía la boca
más suave y tierna que había probado jamás, apetitosa como un gajo de naranja.
Le mordió los labios, succionando la saliva. David gimió y deslizó la lengua
sobre su labio superior, hambrienta. Se apretaron el uno contra el otro
mientras el chico buscaba acceso entre los dientes del profesor, que aún
estaban fijos en su carne mórbida. Los soltó, cubriendo su boca con la suya,
hundiéndose en ella sin tomarle en cuenta y arrebatándole toda iniciativa, ciego
ya de contención y de necesidad. La invadió, adueñándose de cada rincón en un
beso desatado y frenético, y el chico se abrió bajo su dominio, brindándole las
cálidas cavernas de su interior, la suave textura del dorso de las mejillas, de
las encías, la rugosa calidez empapada de su lengua, participando gustoso en el
combate con la misma furia, con la misma sed. Se degustaron a sus anchas en un
contacto cada vez más lascivo, hechizados, embriagados, tirándose del cabello.
Su boca era el condenado paraíso. La tierra prometida. Sabía a cosas dulces y
adolescentes, era voluptuosa y resbaladiza. Un escalofrío restalló en su
espalda al imaginarla envolviendo su sexo, devorándolo con goloso placer. La
lengua húmeda que ahora se anudaba en la suya, enredándose en…
—Dios…
Se apartó del beso y le soltó con brusquedad. David iba a
protestar pero entonces, las manos del profesor cayeron sobre él y le bajaron
la cremallera de la chaqueta de cuero de un tirón. Empezó a desnudarle con una
rudeza fruto de la urgencia y el chico no tardó en imitarle, sacándole el
abrigo y tirando de su camiseta hacia arriba. Se despojaron de las prendas
mirándose a los ojos, respirando atropelladamente. El profesor suspiró con
alivio cuando David le bajó la bragueta; estaba duro y caliente como una barra
de acero … y él también. Lo notaba, erguido y caliente, contra su propia
erección. El deseo y el hambre le susurraban al oído con sus voces insidiosas,
rotundas, terribles. «Levántale las piernas y húndete en él de una vez. Agárrale
por las caderas y dale su merecido, no le des ni un maldito respiro.» Se le
nubló la vista y forcejeó con los botones de sus vaqueros. David le había
despojado ya de todas las barreras, extendía los dedos sobre su pecho,
estrechando los músculos con un gesto terriblemente sensual, acariciándole con
dedos suaves como plumas y mirando su cuerpo con los ojos brillantes de
excitación. Cuando Gabriel le abrió los pantalones al fin, apoyó las manos en
el escritorio y se reclinó para facilitarle la labor de sacárselos, exponiendo
el torso pálido y delgado, el pecho plano, los pezones duros y erguidos, la
cinta de piel sedosa que unía los pectorales con el hendido ombligo.
Gabriel volvió a contraerse. Algo vio entonces David en su
mirada, que le hizo iniciar una advertencia.
—Ten cuidado con…
—Al infierno.
Gabriel le sacó las botas casi sin desatar y luego le
arrancó los pantalones. David dio un respingo y se encogió contra la mesa, como
si quisiera protegerse de él. El profesor se abalanzó sobre él, sobre la carne
blanca, joven, apetecible, que se revelaba ahora al completo ante sus ojos. Le
rodeó la cintura con una mano, le tiró del pelo con la otra y hundió los
dientes en la tierna curva de su hombro.
—¡Ah!
El gemido. Su cuello pálido. Aspiró sobre la piel mientras mordía y succionaba,
recolectando las trazas de su aroma y devorándolas. Sabía aún mejor de lo que
recordaba, a presa exótica y joven. Su sabor se le deshizo en la boca,
estimulante como una caricia íntima, todo dulzura y perfume de azahar. Le arañó
con los dientes y deslizó la lengua con deleite, rumbo a los hombros de curva
delicada, a las clavículas como alas de gaviota. Le volvía loco. Le hacía
perder la razón.
—Me gustas —declaró, embriagado, en un susurro ronco,
impregnado de deseo. —Me das hambre.
—Pues sáciate…
Su voz le llegó lánguida, abandonada, cargada de apetito
mientras lamía el hueco de su cuello, estrechando la nariz y las mejillas
contra la piel cremosa, inhalando su perfume.
—¿De ti? —El profesor respiró con fuerza, llenándose los
pulmones. David volvió a estremecerse. —Imposible.
Le sintió moverse bajo su ataque. Levantó una pierna, larga
y elástica, y la enredó en su cintura, sinuoso como un felino. Se balanceaba,
con los ojos entrecerrados, el aire empujándose para salir de sus labios
atropelladamente, se rozaba contra él, se exponía, le reclamaba. Gabriel se le
quedó mirando un momento, fascinado. Hasta la maldita sombra que proyectaba
sobre la mesa era endiabladamente sexy. El hambre le aguijoneó y le impulsó a
lamer la carne tibia hasta su pecho. Atrapó un pezón entre los dientes y lo
mordió con fuerza calculada, esperando otro gemido, un resuello, un jadeo.
David tenía todos los poros erizados, la piel de gallina y la protuberancia
carnosa se endureció entre los dientes del profesor, que juguetearon con ella.
La rodeó con la lengua y succionó con fuerza, sin abrir las mandíbulas.
—¡Ah!
El nuevo gemido, más agudo, más suplicante, fue como un
latigazo en su espalda. Se le dispararon las sensaciones en los nervios. Mordió
más fuerte, alzando la otra mano para retorcer el otro pezón entre los
dedos, queriendo escucharle cantar otra vez, arrancarle más quejidos dulces… y
no le estaba resultando difícil. David se tensó y tembló, jadeando y
sacudiéndose bajo sus atenciones, totalmente rendido. Sintió los dedos finos en
sus cabellos, apretándole el rostro contra su cuerpo. Cuando las puntas de su
pecho fueron dos diamantes rojizos erguidos en la oscuridad, el profesor le
dejó un último lametón y levantó la cabeza, rodeándole las caderas con una mano
para acariciarle el trasero, mirándole con descaro. El calor le había templado
la piel y empezaba a quemar, a picar, como si hubiera pasado demasiado tiempo al
sol.
David estaba precioso. Arqueado, con los codos hincados en
el escritorio, los riñones apoyados en el borde, una pierna alrededor de la
cintura y el otro pie en el suelo, le observaba, con la cabeza erguida. Bajo los párpados entrecerrados, entre las pestañas oscuras,
brillaba el deseo en sus ojos. Tenía los labios entreabiertos, enrojecidos, el
cabello alborotado… y en la penumbra relucía la blancura de su piel, del torso
delicado, de la cintura estrecha, de los muslos. De su sexo erguido.
Lleno de lujuria, estrechó los dedos en sus nalgas,
agarrándolas con vehemencia y frotándose contra él. David cerró los ojos,
tragando saliva y ahogando otro gemido. Le encantaba verle así, aunque
destozara sus nervios, aunque su propia erección le estuviera doliendo ya de
necesidad. El profesor soltó una mano para acercar los dedos a su boca.
—¿Así que te gustaría que te atase a la cama y te mordiera
hasta hacerte sangrar? —murmuró, escurriendo las falanges entre sus labios.
David asintió con la cabeza, mientras libaba con entusiasmo,
enredando la lengua en las yemas. De alguna manera, habían terminado moviéndose
el uno contra el otro en una réplica lenta del apareamiento, una danza sutil
que propiciaba la fricción y les hacía enfermar aún más. Gabriel empezaba a
encontrar dificultades para respirar, pero verle hacer aquello, lamerle los
dedos así, le ponía al límite. Su erección se tensó todavía más. David, al
percibirlo, esbozó media sonrisa y la emprendió contra sus dedos con mayor
energía.
Era demasiado. Pura dinamita.
Gabriel se quedo hipnotizado por un momento con la visión de
sus ojos brillantes, desafiantes, de su lengua rosada que le impregnaba los
dedos de humedad, de su boca. Luego los apartó con brusquedad y, ansioso, le
llevó la mano al trasero, penetrándole con el índice y el corazón, con toda la
contención que fue capaz de reunir.
—¡Ah! —otro gemido, otra cuerda que salta en su razón—.
Espera… no… no tienes por qué… puedo hacerlo ya, no…
—Cállate. Solo quiero escucharte gemir y jadear.
Fue una orden suave, pero tajante, y David la acató,
apretando los dientes con expresión sufridora mientras el profesor buscaba su
profundidad, entrando y saliendo con movimientos rotatorios y tanteando para
alcanzar el punto exacto en el que hacerle gritar. Estaba estrecho y caliente,
y la presión alrededor de sus dedos, la anticipación de lo que estaba por
venir, hizo que brotara el sudor, fino y ligero, en su espalda desnuda. Le miró
a los ojos mientras le exploraba por dentro, casi sin parpadear, serio y
severo, con la respiración levemente sofocada. Él le aguantó la mirada,
mordiéndose cada suspiro, la expresión sufriente. La luz de la ciudad caía
sobre su pelo, arrancaba destellos de diamante a las diminutas gotas de sudor
que empezaron entonces a perlar también su cuerpo. Gabriel se inclinó despacio
para lamer una. David alzó una mano para agarrarle del pelo, los músculos en
tensión mientras los dedos del profesor entraban y salían de él, giraban y
horadaban en la angosta cavidad. El chico se crispó, se erizó como el pelaje de
un felino y tiró de él hacia sí, con el pulso acelerado.
—Basta.
Su voz era tan deliciosa como todo su cuerpo. Gabriel hizo
caso omiso, ahondó con más vehemencia y volvió a empujarle con todo su cuerpo,
a morderle el pecho.
—¡Basta!
Le encantaba. Le volvía loco. Alzó el rostro y apartó la
mano, contemplando las mejillas encendidas, los labios hinchados de su awen. Le agarró de la cintura, colocándole adecuadamente
para ajustarle a él. David, desesperado, le atrapó entre sus rodillas,
colaborando con la causa y disponiéndose. Ofreciéndose. Exigiéndole. Mirándole
desde debajo de esas pestañas espesas. Gabriel se preguntó si acaso tenía hielo
en las venas para haber aguantado tanto, pero ahora le parecía que era lava lo
que palpitaba debajo de su piel. «Me estoy asfixiando de deseo.»
—Ven de una vez… —se quejó David.
El profesor se había quedado a las puertas, rozándole con el
extremo de su virilidad ardiente, provocándole. Fue David quien se movió,
intentando atraparle en su interior. Cuando se estrechó contra el sexo del
profesor, casi consiguiendo que se hundiera por fin, éste estuvo a punto de
estremecerse visiblemente; una descarga de pura electricidad le sacudió la
columna.
—Tranquilo, nene – resolló con voz grave y pastosa, borracho
de pasión, con el aliento entrecortado por un momento. —Ya voy. No te enfades.
Tensó la mandíbula y empujó. David gimió, acogiéndole en su
interior con facilidad, a pesar de la estrechez de su presa. Un zumbido se
disparó en los nervios de Gabriel, miles de puntos de colores poblaron su
visión. Era terriblemente maravilloso: la presión candente, mordiente,
alrededor de su sexo, envolviéndolo a medida que se abría paso en el angosto
canal. Los latidos breves, intermitentes, que parecían engullirlo. Cada pulgada
le arrasaba con un placer intenso, primitivo y prohibido.
Avanzó poco a poco, tenso, rodeando la cintura del chico con
una mano, la otra apoyada en la mesa, inclinado sobre él, con el cabello sobre
su rostro. Él tenía las manos en sus hombros, le abrazaba con ambas piernas.
Una mueca de éxtasis le distorsionaba el semblante a medida que la lenta
invasión le llenaba, y en el rostro del profesor se reflejó la misma expresión,
abandonada, gozosa, lúbrica. Cuando llegó al final, se detuvo un instante a
tomar aire. El chico le soltó y volvió a apoyar los codos en la mesa.
—Fóllame —pidió, en un susurro suave.
Gabriel no pensaba negarse. Le agarró de las caderas,
saliendo despacio y entrando de nuevo con una embestida firme que arrancó un
gemido cálido al chico. Mientras se retiraba de nuevo, abrió una mano en su vientre
y la deslizó despacio hacia su cuello. La cintura, el abdomen, el pecho, se
arqueaban al paso de la caricia intensa y posesiva del guardián; David se
arqueaba como un animal pálido y concupiscente, se exhibía, mostrando las
costillas marcadas, elevando los pezones enhiestos, haciendo que a Gabriel se
le secara la boca. Su sexo latió violentamente, enterrándose y desenterrándose
en él. Cerró los dedos en su cuello un instante, bajo la atenta y abnegada
mirada de David. Luego los abrió, acariciándole la mejilla, hundiéndolos en su
pelo.
—Eres mío.
Su voz se había enronquecido, sonaba ahogada y áspera.
David asintió con la cabeza, mordiéndose el labio. Y el
profesor empezó a hacerlo en serio, ondulando las caderas y empujando con
embestidas briosas, profundas y amplias, que hacían temblar el escritorio y lo
golpeaban contra la pared.
—Más —pidió el chico, con la mirada perdida, buscando su
boca como un cachorro hambriento.
Gabriel le consintió. Selló los labios sobre los suyos y
aumentó el ritmo, removiendo las caderas en su interior cada vez que le invadía
para presionar en las ardientes paredes de sus entrañas, buscando los puntos
adecuados en cada golpe. David se tensaba y temblaba a medida que los ataques
se volvían más potentes, más rápidos. Su interior se contraía. Llegado un
punto, crispó las piernas alrededor de su cintura y separó la boca para tomar
aire, con un gemido agónico. Un hilo de saliva quedó tendido como un puente
entre los dos por unos segundos y finalmente, se partió cuando el awen se echó hacia atrás, extendiendo los brazos sobre su
cabeza y apoyándolos en la pared.
—Más —volvió a exigir.
«Me va a matar», pensó Gabriel, zarandeado en la vorágine de
la pasión que compartían. «Y yo lo voy a matar a él». Tomó aire con fuerza,
apoyando una mano en la pared, entre las suyas, y arremetiendo contra él con
más viveza hasta que la fricción se convirtió en una sensación constante y
febril, jadeando, con el sudor escurriéndose por su espalda. El interior del
chico se había distendido un tanto, parecía ahora más maleable, más elástico.
Gabriel escurrió la palma de la mano bajo sus riñones y le levantó unos
centímetros para colocarle en un ángulo diferente, hundiéndose otra vez. La
sangre le golpeaba con furia en las venas, el ruido del escritorio al impactar
contra las baldosas y el muro se había convertido ya en un traqueteo constante
que hacía eco en la habitación junto a sus respiraciones desacompasadas.
Gabriel levantó el rostro, cerrando los ojos con fuerza,
intentando mantenerse en aquel delicado filo. El placer agudo, mordiente, le
recorría los nervios como una lengua ávida, empujándole a caer. El cuerpo de
David era como una llama tibia, un jardín de carne que se abría para él, que
florecía y le tentaba con cada matiz. Le sujetó con fuerza mientras se
impulsaba, al límite de sus fuerzas y de su contención, como si quisiera
atravesarle, quedarse incrustado en él. Le escuchó gemir, las palmas de sus
manos estrellándose contra la mesa cuando las bajó, arañándola con las uñas.
—Eres mío —repitió el profesor.
Los dedos de David le aferraron, sus uñas le arañaron los
hombros y se impulsó para echarse hacia él y morderle el cuello, buscando
después su boca con desesperación. Él la recibió, y se besaron con un gesto que
más parecía una cópula, las lenguas poseyéndose al ritmo de cada embestida,
retozando con lujuria impregnada de saliva que se escurría por las comisuras.
La danza se volvió frenética y salvaje, los cuerpos se rozaban por completo en
cada sacudida, en los violentos impulsos y sus contorsionadas respuestas. David
le absorbía hacia su interior, le retenía en espasmos cuando Gabriel intentaba
retirarse.
—No… no… —balbuceó el chico.
No pudo terminar la frase. El gemido doliente le vibró en la
garganta. Echó la cabeza hacia atrás, golpeándose con la pared. Abrió la boca,
frunció el ceño, su rostro se transfiguró.
—Sí. Sí —le alentaba Gabriel, en un gruñido imperativo.
«Dios, sí. Sí.»
David palpitó por dentro, estrangulándole. Gabriel intentó no apartar la mirada, no perderse ni un solo matiz de su maravilloso rostro, de sus ojos brujos, mientras el orgasmo caía sobre él. Durante un momento, no fue consciente de nada más que de él, de su imagen divina. Sólo de empujar, de quedar atrapado en su presa estrecha. De los latidos violentos. De la piel sensible, del sexo distendido que terminó por estallar, de la dulce liberación del clímax cuando se derramó en su interior en convulsiones encadenadas, temblorosas. De su voz. Era un ángel, un ángel cantando, pura inspiración que le masturbaba los oídos al gemir de aquella forma. Estaba teniendo un orgasmo con todos los sentidos, y no sólo con el cuerpo. También lo sentía en su alma.
David palpitó por dentro, estrangulándole. Gabriel intentó no apartar la mirada, no perderse ni un solo matiz de su maravilloso rostro, de sus ojos brujos, mientras el orgasmo caía sobre él. Durante un momento, no fue consciente de nada más que de él, de su imagen divina. Sólo de empujar, de quedar atrapado en su presa estrecha. De los latidos violentos. De la piel sensible, del sexo distendido que terminó por estallar, de la dulce liberación del clímax cuando se derramó en su interior en convulsiones encadenadas, temblorosas. De su voz. Era un ángel, un ángel cantando, pura inspiración que le masturbaba los oídos al gemir de aquella forma. Estaba teniendo un orgasmo con todos los sentidos, y no sólo con el cuerpo. También lo sentía en su alma.
La esencia de David se derramó entre los dos, coreada por una polifonía de jadeos,
resuellos y gemidos. Gabriel buscó su sexo con una mano desorientada; al rozarlo,
el chico se sacudió con un estremecimiento.
—Te quiero —murmuró la voz del awen, y al oírla, algo se
distendió en su alma—. Seas como seas, seas quien seas. Te quiero.
Gabriel le abrazó, con una honda emoción empañándole los
ojos, bajo el ceño fruncido. No tenía sentido decir nada más. La luz de la
ciudad bañaba sus cuerpos desnudos, el silencio estaba lleno de música y el
ruido quedaba lejos. No, no tenía sentido añadir nada a aquel regalo, a
aquel premio de nuevo conquistado. Se quedaron abrazados hasta que los cuerpos empezaron a
relajarse, hasta que remitieron las últimas sacudidas, el calor del fuego se
templó y todo se volvió tibio, espeso y húmedo, como en una selva tropical.
Después, Gabriel le levantó en brazos y le llevó a la cama,
que estaba limpia y perfumada. Durante horas, se miraron a los ojos, extasiados
y en silencio, como los enamorados. Como completos idiotas.
. . .
QUE emocionante relacion la que hay entre estos dos extraordinarios peronajes.
ResponderEliminarhola chicas!!!!
ResponderEliminarleer este capi ha estado repleto de impedimentos, pero por fin lo pude leer por completo!!!!
que puedo decir que como todo lo que he leido me ha encantado. hay un fragmento que me llamo especialemtne la atencion y fué el trozo en que gabriel deleita a David y lo expresa con la palabra "hambre", me parecio simplemente BRUTAL, que buena alabra para describir la necesidad primitiva y basica de gabriel por el chico,como una palabra significa tanto. me encanto y para ser honesta fue el fragmento que mas me gusto sin demeritar el resto pero en este realmente los personajes se conectaron, fue fabuloso y obivamente el sexo en todas sus descripciones siempre sera el instinto mas delicioso del hombre y expresado asi de esta manera me recuerda a comer postre de tres leches; despacio, saboreando cada cucharada para el final quedar satifescho pero con ganas de mas.....( esto es una indirecta pidiendo mas escneas jajajaj) en fin.............que delicia de capitulo. y como siempre al tanto desde aca. un abrazo....bye!