viernes, 26 de julio de 2013

Flores de Asfalto: La Salamandra — Escena 11



Escena 11, toma primera


No recordaba haber estado nunca allí, y me preguntaba por qué. Sin duda debía ser uno de los lugares que Alex habría adorado fotografiar. ¿No lo había hecho? Quizá fue antes de conocerme. Tal vez yo no sabía buscar aquel recuerdo. Fuera como fuese, al salir de la estación me encontré con el saludo de los árboles, árboles urbanos, pequeños y algo raquíticos pero de copas frondosas, que agitaban sus ramas y aplaudían con las hojas, dándonos la bienvenida. Estaban diseminados en una pequeña plaza cuadrada, peatonal, en cuya esquina había un teatro moderno. En las dos calles transversales, los bares habían superpoblado las aceras con mesas y sillas de metal y plástico para que la gente tomara el aperitivo al aire libre. Por decir algo. Los edificios tenían una arquitectura anticuada, posiblemente de los años treinta, con molduras de escayola y portales con grandes lámparas árabes de vidrio que se veían a través de las puertas. Y al otro lado de la plaza había un gran mercado con el tejado hecho de tejas de cerámica con mil colores. Éste se sostenía en altas columnas, con vigas de acero pintadas de rojo, y en el interior bullía la actividad. Olía a fruta, a verdura y a especias.

—Es precioso —murmuré, embobado.

Lot me miró de reojo y en lugar de seguir nuestro camino por alguna de las dos calles que se abrían a ambos lados de la construcción, me guió hacia el enorme mercado. Le sonreí, agradecido. Cruzamos bajo los arcos, mezclándonos con el gentío. En las bóvedas se hacían eco las voces de los comerciantes y los compradores, las grandes ventanas acristaladas mostraban al otro lado una ciudad lechosa y emborronada. Las baldosas del suelo eran enormes hexágonos de colores arcillosos que se alternaban, y por cada grupo de seis había una de ellas decorada con motivos geométricos y coloridos. Mis ojos se lo bebían todo.

—¿Lo has hecho tú?

—No —dijo él— aunque me halagas. Esto lo hizo nuestro Maestro, el jefe de los ilusionistas.

Asentí. Al principio había creído que aquel lugar era el sitio que Lot quería mostrarme, pero ahora que sabía que no era así, no me parecía tan magnífico. Sin embargo, seguía siendo una obra increíble. Me dejé maravillar por los detalles, acepté un saquito de azafrán que me ofreció una vendedora y compré un cartucho de papel lleno de nueces con miel. Cuando salimos del mercado, yo estaba ya encantado de la vida y totalmente receptivo para cualquier cosa. Viramos en una calle ancha y la recorrimos hasta llegar a un espacio abierto en el que había una rotonda con una fuente y, a la derecha, un antiguo complejo cerrado con una verja. Al principio pensé que era un solar abandonado, pero el buen estado de esta última y el verdor de las hierbas que crecían detrás de la cancela de hierro forjado me hicieron pensar en algo así como una mansión.

Lot se detuvo.

—¿Es aquí? —pregunté.

—Sí. ¿Quieres espiar un poco?

Me sonrió traviesamente y yo asentí, asomándome entre los barrotes. Vi parterres algo descuidados y un camino de grava, ancho, con algunas columnas de escayola a los lados sobre las cuales había candiles apagados. El camino llevaba a una fábrica antigua con tejados de metal y cristal, hecha de ladrillo rojo, con jardines alrededor, y muchas, muchas ventanas. Era hermosa de un modo muy peculiar: parecía una mezcla entre el art déco americano y el art nouveau francés, con toques de modernismo europeo y formas limpias, casi neoclásicas. Aunque tenía detalles ornamentales, en general presentaba un aspecto de sencillez. Eran las líneas, las formas propias de la estructura, levemente onduladas, alargadas, como tallos delicados y hojas rizadas, era la belleza del conjunto, llena de espacios donde la mirada se relajaba, sin decoraciones abigarradas, lo que lo hacía especial. Lot pareció pensárselo antes de empujar la puerta de la verja con el bastón. Le brillaron los ojos con fuerza y la puerta se abrió con un suave chirrido, desplegando sus dos alas como si un mecanismo eléctrico lo hubiera activado.

Me cedió el paso y avancé, mirando a mi alrededor, llenándome los ojos con aquellas imágenes armónicas. Todo parecía estar exactamente donde debía. El suave aroma de las flores, la luz perfecta, los colores armónicos, componían un lienzo delicadamente trabajado, como una receta perfecta. La gravilla susurraba bajo mis pies y al girar al lado de un grupo de altos arbustos recortados, llegué a la puerta del edificio. Era de cristal y madera de haya, de doble hoja, en forma de amplio arco. El vidrio de colores formaba una suerte de cristalera art noveau con motivos vegetales y dos lagartos ondulantes en color verde mirándose el uno al otro, uno en cada hoja de la puerta. Los picaportes también tenían la misma forma, y una salamandra de color naranja parecía reiterar el mismo leit motiv, inmóvil sobre el arco de medio punto que coronaba la estructura.

—¿Es de tu familia? —pregunté, observando al animalillo. La salamandra me miraba a su vez, con aquellos grandes ojos negros sin pupila.

—Mi verdadero apellido es Salamander —dijo Lot. Luego me pasó el brazo sobre los hombros y empujó la puerta con el bastón, delicada y suavemente. Apenas la tocó, y ésta se abrió.

«Venga ya», pensé, esbozando media sonrisa. Demasiado obvio. La lagartija, el tatuaje, su apellido. Era como un truco donde todo coincide con exactitud. Desconfié de repente. ¿Para qué me había traído a este lugar? ¿Y por qué precisamente hoy? Además, estaba mostrándose muy críptico y aquello no me gustaba. Me lamí los labios e intenté disimular mi inquietud.

—¿Y qué fabricabais aquí?

—Ya te he dicho que mi padre era inventor. Ingeniero. Además de sus investigaciones sobre el vapor, tenía que hacer otros trabajos para poder salir adelante. —Atisbé el interior de la nave cuando Lot me franqueó el paso. Algunas luces coloreadas comenzaron a parpadear y al cabo de unos instantes, un racimo de lámparas Tiffany se encendió en el fondo. Las luces avanzaron en línea, prendiéndose a lo largo de mesas alargadas, resplandeciendo a través de los cristales de colores—. En esta fábrica, instaló un sistema de maquinaria diseñado por él mismo que podía colocarse en distintas posiciones con apenas unos giros de palanca. En la A servía para fabricar armas, en la B para fabricar relojes y en la C para unas cuantas cosas más. Ahora ya no sirve para nada, sólo para adornar. Lo cual no es poco.

—Tu padre era un genio —dije, mirándole de reojo. Seguramente era todo mentira.

Lot asintió.

—Le gustaba optimizar los recursos y hacer cosas bonitas.

—¿Igual que a ti?

Sonrió enigmáticamente y me puso la mano en el trasero, empujándome suavemente al interior.

—Sí. Igual que a mí.

Entré lentamente, mirando alrededor con atención. Una extraña y suave música llegaba desde algún lugar que no acertaba a localizar, y se escuchaba el ruido sordo de engranajes girando, válvulas y contadores cuyas agujas giraban haciendo tic-tac. Había grandes ventanas alargadas con largueros, cabios y cruceros de hierro forjado, formando en los laterales ornamentos enroscados como caracoles. El interior estaba casi vacío por completo. No quedaba rastro de aquel sistema mecánico del que Lot me había hablado. Sólo baldosas de color crema y lámparas Tiffany, molduras de escayola, mosaicos de teselas formando dibujos vegetales, como el de la puerta... y espejos. Filas y filas de espejos, alineados unos frente a otros, con marcos de madera, de metal, de barro, de bronce, cubiertos por sábanas blancas. La luz ambarina y coloreada incidía sobre los lienzos, pintándolos de color. Parecía una casa encantada. Mi tensión aumentó.

—¿Dónde están las máquinas? —pregunté.

—Desmontadas y destruidas. —Le miré con asombro, girando sobre mis talones. Él parecía impertérrito—. Ciertas cosas están mejor así que en manos de indignos.

Asentí y seguí caminando con cautela. Si lo que me había contado era verdad, a su padre le habían asesinado por su trabajo. Por tener ideas, por querer cambiar el mundo. Comprendía que no quisiera que sus creaciones quedaran en manos de nadie. «En caso de que no me esté mintiendo», me dije, recordándome aquella premisa. Tenía que hacerlo constantemente. No era nada fácil sustraerse al encanto de Lot Anders, ni tampoco al de aquel lugar, a pesar de la desconfianza.

Los ojos se me iban hacia las lamparitas y los espejos. Saqué la cámara y empecé a prepararla para hacer unas tomas.

—Es muy bonita —comenté, mirando a través del objetivo.

—Espera. —Detuve el dedo sobre el pulsador y le miré de reojo—. Deja las fotos para luego, mejor.

Su brusquedad me sobresaltó. Me puse alerta, aunque intenté que no se me notara demasiado.

—Claro, como quieras.

Volví a guardar el trasto, observándole. Sus ojos naranjas se mostraban inescrutables y estaba remangándose la camisa lentamente, agitando los dedos. Sonreí a medias, anticipando un truco o alguna de sus prestidigitaciones. Y acerté. Me rozó los cabellos y luego me tomó la mano con gracia, volviéndome la palma hacia arriba. Levantó su diestra y me mostró las largas falanges desnudas, el dorso, la palma… totalmente vacíos. Y entonces, con un movimiento suave, como el ondular del ala de un cisne, dejó caer algo en el hueco de mi mano, un objeto frío y metálico, que brillaba con resplandor dorado. Una cadenita cascabeleó al precipitarse sobre la pieza.

Así que era eso. Toda esta gilipollez para darme un regalo.

—Lot, no tenías por qué… —empecé a decir, levantando la cadena para contemplar lo que había supuesto que sería un colgante.

Casi acerté. Era un camafeo de bronce, cerrado, con una lagartija naranja esmaltada en la tapa. Le miré con una sonrisa y negué con la cabeza, relajándome de inmediato y bajando la guardia. Recuerdo que en ese momento, pensé que era un tonto romántico, que me había traído allí para hacerme un regalo moñas y declararme su amor o algo por el estilo. Y el regalo moñas me encantaba. Busqué el cierre de la tapa, un pequeño broche en la parte superior. Tiré de los dos extremos y la cubierta se dividió en cuatro segmentos, dos más grandes y dos más pequeños, que se desplegaron con un tintineo metálico hasta que el objeto adquirió la forma reconocible de una mariposa de tamaño real, que cabía en la palma de mi mano. Me di cuenta de que aquello era ilógico. La propia geometría del óvalo que conformaba la pieza cerrada lo imposibilitaba. Pero allí estaba, una maldita mariposa con las alas abiertas, doradas. Y en cada una de ellas, sobre los esmaltes que las coloreaban, un mechón de pelo cuidadosamente enroscado se sujetaba al interior de sendas tapaderas con una arandela. En una cara estaba mi propio cabello, rojo teñido. En la otra, un mechón negro y liso.

Mis dos amores, pensé. Y al darme cuenta de lo que había pensado, le maldije. Maldito fuera Lot Anders por siempre.

«Hay que ser idiota, Alex», me recriminé, mientras contemplaba la joya como un bobo. «Hay que ser idiota. ¿Vas a emocionarte por esto? Él sabe que eres sensible a estas cosas, él sabe que eres ingenuo, te está manipulando, te está enamorando, maldita sea. ¿Es que no ves que vas de cabeza a la ruina? Hay que ser idiota».

—Dios mío… —susurré, y escuché mi voz emocionada, y me sentí aún más idiota—. Es precioso, Lot. ¿Me lo pones?

Alcé la mirada y le sonreí como lo hubiera hecho Alex, como Alex quería hacerlo: con una sonrisa limpia y los ojos brillantes de emoción. Sólo tenía ojos para él. Lot cogió la cadena y me rodeó por detrás para abrochármela en la nuca.

—Puede que yo sea un cínico y tú un cándido —me dijo, y su voz era tenue, con un matiz de melancolía— pero, ¿sabes? Creo que los dos nos merecemos una última historia de amor.

Y así fue como me venció. Porque tenía razón, porque yo quería la jodida historia de amor tanto como la quería Alex, porque había bebido el agua de esa fuente y ahora parecía que el mundo se hubiera secado a mi alrededor. Quería sobrevivir y volver a ser algo, alguien. Sí, quería la jodida historia de amor.

Convencer es vencer, dicen. Y Lot era muy bueno convenciendo.

De pronto estaba entre sus brazos, colgado de su cuello, besándole desesperadamente, olvidada ya toda desconfianza. Le agarré del pelo y enredé la lengua en la suya, tirando hacia mí, ansioso por devorarle. Él me sostenía por la cintura, acariciaba mi espalda. Respondía con una calidez sorprendente en él, cercana y muy física; se escuchaban los latidos de su corazón al golpear sobre el mío junto a ese sonido extraño de fondo, el zumbido metálico. Sus manos estaban calientes. Su rostro era suave y duro. Sus labios se movían con la precisión de un engranaje, satinados, crueles cuando me torturaban alejándose, dibujando espirales sobre los míos antes de tomarlos de nuevo por asalto. No sé qué me pasó. De pronto, empecé a deshacerme por dentro, a temblar como si se hubiera rasgado un velo, un jodido guante de látex tras el que me ocultaba.

—Lo que siento es real —murmuré entrecortadamente, estrujando su pelo entre mis dedos, la frente apoyada sobre la suya—. Lo que siento es real…

Los ojos naranjas destellaron con una calidez nueva hacia los míos.

—Alex… —comenzó.

Iba a decir algo. Algo importante. Lo supe porque algo cambió en él, de pronto me pareció entreverle, entrever su alma, apenas un tímido atisbo. Abrió los labios y tomó aire. Yo miraba su boca, ansioso por sus palabras. Un regalo y una declaración de amor.

Y entonces, escuché el sonido de los pasos. Tacones. Tacones que avanzaban. Y a cada golpeteo de las tapillas contra el suelo, mi corazón se congelaba y una terrible sensación de catástrofe se desplomaba como lluvia helada sobre mí.

Inminencia.

Lot cerró los labios, ladeó apenas el rostro y sus ojos se volvieron cristalinos y vacuos otra vez. Su alma huyó. Me miró con suspicacia, entrecerrando los párpados.

Dejé de respirar. Abrí desmesuradamente los ojos y negué con la cabeza.

—No…

—Sh, calla.

Me hizo un gesto brusco, llevándose un dedo a los labios. Luego empuñó el bastón por la caña y con la otra mano me agarró y me puso tras de sí, de espaldas a uno de los espejos cubiertos.

Sonaron las campanadas de un reloj. Eran las siete. Un sudor frío se perló en mi espalda.

«No puede ser. No me lo puedo creer. El destino no puede ser tan hijo de puta».

—¿Qué más fabricaba tu padre aquí?

—Calla.

Recordé aquel momento, cuando Mara me perdonó la vida y su mirada terrible se fijó en la mía. El domingo a las siete en la vieja fábrica de engranajes.

—¡Maldita sea!

Me eché a reír por dentro, incapaz de asumir la increíble mierda en la que todo se había convertido. Me agarré a su manga, estrujando el camafeo que colgaba sobre mi pecho con la otra mano. En ese momento sí me importaba la verdad y la mentira. Cerré los ojos para calmarme, repitiéndome que era verdad, que lo que había hecho Lot, que la mirada que había sorprendido en sus ojos era auténtica, que todo esto tenía un puto sentido. Lot parecía atento a algo, al mismo aire sobre nuestras cabezas, y entonces, de pronto, se escuchó con claridad bajo los altos techos. El sonido del metal girando en el aire. Uno de los espejos estalló a apenas seis metros de nosotros.

Ahogué el grito y un terror atávico se cerró a mi alrededor como una jodida correa.

—Bien hecho, rémora —dijo entonces una voz de mujer. Entre los restos del cristal roto, una humareda oscura se enredaba en el espacio vacío y la enorme plancha de metal afilado vibraba, hundida entre las baldosas color crema. Tacones, cadenas, pasos cercanos—. Veo que sabes lo que te conviene. Además, has sido muy puntual. Ahora corre hacia la puerta, del resto me encargo yo.

Los ojos naranjas me miraron de reojo. Negué con la cabeza. ¡Era absurdo!

—No he sido yo —murmuré.

—¿Me oyes, chupasangre?

La cabeza empezó a darme vueltas. Me debatí en el interior del cuerpo, alerta, agresivo, rabioso. ¡Esa puta! ¡Y además, estaba rompiendo las preciosas baldosas!

—No… no, no, no…Yo no te he traído, me has traído tú —seguí murmurando, atropelladamente, intentando justificarme—. Ni siquiera sabía dónde estaba esta fábrica. Lot, no he sido yo. Ha sido una maldita coincidencia. Eso o nos ha seguido. Lot…

El ilusionista hizo un gesto con la mano.

—No es momento de murmurar insensateces, querido. Tenemos que salir de aquí.

Miró alrededor. Los tacones se acercaban cada vez más. La voz de mujer bramó.

—¡Rémora! ¡He dicho que te marches! Sal de tu escondite.

El corazón se me había disparado en el pecho. Me costaba un gran esfuerzo de voluntad no salir corriendo y gritando, y estaba estrujando la manga del traje de mi amante.

—Puedo abrirnos un camino pero necesito tiempo. Diez minutos.

—Yo no quería esto. No te he traicionado —insistí, pálido y al borde de un ataque de pánico.


Llegados a este punto, os voy a explicar una cosa, ¿vale? A ver, estoy quedando como un cobarde, pero es que la cosa con los Verdugos va más allá de lo racional. Todos los miembros de la Organización tenemos un sistema implantado, no sé si será un microchip, un código genético o de qué se trata exactamente, pero está pensado para que no rompamos la jerarquía y la respetemos siempre, de forma automática. Es el miedo. Un terror imposible de ignorar. Es algo que salta instintivamente en cuanto sentimos que un superior está cerca, como una alarma que te dice: «Cuidado, no te pases. Por aquí hay alguien que podría patearte el culo». Cuanto más rango tiene el superior o más hostil es, más fuerte salta esa alarma. Y los Verdugos son muy hostiles. Así que todos nos cagamos de miedo cuando uno está por los alrededores, y no importa lo valientes que seamos en cualquier otra cuestión.

Lo que quiero decir es que yo no estaba reaccionando así porque fuera un dramático o un maldito cobarde, ¿entendéis? Era inevitable. Como gritar en la montaña rusa.

—Deja eso ahora. ¿Puedes darme diez minutos, o no? —insistió Lot.

Moví la cabeza afirmativamente.

—Joder, sí. Yo la distraigo.

El ilusionista me dio una palmada en el hombro. Me dedicó una mirada tranquilizadora y luego me repitió las mismas palabras que me había dicho el día anterior, con voz serena, como si quisiera cerciorarse de que lo comprendía bien.

—Yo no habría dudado. Y tampoco lo hago ahora.

Aquello me hizo sentirme un poco más fuerte.

—No te fallaré.

—No te expongas más de la cuenta. Dame diez minutos y vuelve exactamente aquí.

Y dicho esto, se giró, levantó la sábana del espejo y metió una mano dentro, como si el cristal fuera agua. Se le encendieron los ojos con una particular luz ambarina y el sonido de ruedas y engranajes, de mecanismos en funcionamiento, se hizo más fuerte.

—Ten cuidado —susurré, agarrándole por la corbata sin miramientos para darle otro beso.

Agarrado al camafeo, le miré un momento antes de salir corriendo por el pasillo de espejos, en dirección contraria a la que venían los pasos de Mara. Cuando me hube alejado lo suficiente, grité con todas mis fuerzas.

—¡Aquí! ¡Hay problemas!

Sonó convincente, tal vez porque mi miedo era real. El taconeo volvió a escucharse, más rápido, y también el zumbido metálico. Saltaron cristales por doquier, el suelo tembló y un trozo de pared se desplomó, arrastrando una preciosa moldura y medio mosaico. La realidad se distorsionó en oleadas de vibración intensa mientras la grieta se abría, extendiéndose por todos los muros de la fábrica con un crujido similar al del hielo. El corazón se me encogió.

Aquella hija de puta estaba destruyendo la creación de Lot. Estaba rompiendo su ilusión.

Cerré los ojos con fuerza y al miedo se sumó una profunda pena, que pronto se convirtió en rabia. El viento denso y polvoriento de la ciudad se colaba por los desgarros, las teselas de colores y los cristales tintados de las lamparitas estallaban mientras los jirones oscuros de humo que brotaban de la guadaña se abrían camino, diluyendo el encantamiento, convirtiéndolo todo en polvo que desaparecía en el aire y revelando la realidad que se ocultaba detrás: muros grises y desconchados, hierros retorcidos, un gran ventilador oxidado que giraba, yeso manchado, hormigón agrietado, finas lonchas de amianto que se desprendían entre muro y muro, manchas de óxido. Una ciudad muerta.

—Pagarás por esto, zorra —murmuré en voz baja—. Algún día te haré pagar por todo.

Me repuse del impacto emocional, tomé aire y seguí corriendo, tratando de alejarme todo lo posible del lugar en el que había dejado a Lot, atrayendo al depredador hacia mí. Corrí como jamás lo había hecho en mi vida, mientras el taconeo apresurado se acercaba cada vez más. No miré atrás. En ocasiones me resbalaba con la gravilla o tenía que saltar algún obstáculo que antes no había visto y que se descubría al caer la hermosa cortina de la ilusión: un cascote, un trozo de pilar, un bache. Buscaba corredores por los que virar y tratar de despistarla, intentando alejarla de los espejos. Otra fila de ellos saltó en pedazos, regando de cristal los restos de las baldosas justo a mi derecha.

El corazón se me subió a la garganta.

—¡Ya eres mío, bastardo!

Y apareció detrás mía, apenas a veinte metros: Mara, vestida de vinilo negro, con las gafas sobre el cabello azul y la terrible guadaña etérea en la mano, los ojos de pupilas verticales brillando, amarillos, buscando. Fríos como cuchillas.

Pensé que el corazón me iba a reventar del esfuerzo, pero quizá a causa de la adrenalina, aún fui capaz de apretar el paso y girar a la izquierda. Me sorprendí rezando, y me dio risa. Sentí el aliento de la mujer a mi espalda. Sus uñas asiendo el aire vacío a mi lado. Escuché el sonido metálico de las cadenas cuando empuñó la guadaña. Y entonces la voz de Lot llegó desde la lejanía.

—Mara.

Los tacones frenaron en seco y los ojos asesinos del Verdugo buscaron a quien había hablado, confusos y desorientados de repente.

—Dios mío, por favor —resollé, intentando mantener el ritmo. Tenía que volver con Lot, ahora que ella estaba distraída. Seguía apretando el camafeo entre los dedos como si fuera un fetiche.

A lo lejos, oí el rugido de frustración de Mara y el sonido de más vidrio quebrado.

—¡Maldito seas! ¡Tus trucos no te salvarán siempre! ¡Los conozco todos! —bramó.

Y no era el grito de una ex mujer histérica, no. Era el grito de un militar cabreado. Más ruido de destrozos, más taconeos, más gritos frustrados, y Lot llamando a Mara desde todas partes. Yo ya ni siquiera sabía donde estaba. Pero entonces, un destello anaranjado pasó a mi lado, corriendo a toda velocidad. Era la lagartija. No me lo pensé y la seguí a través del pasillo de espejos.

El maldito lugar parecía el centro de una tormenta. Todo temblaba y caían trozos de techo y de pared aquí y allá, se escuchaba el fragor de la destrucción y comprendí que iba a desplomarse en cualquier momento. Siguiendo a la salamandra, giré un recodo, luego otro y luego otro, y entonces…

…allí estaba él.

Lot Anders tenía la mano metida en el interior de un espejo y el bastón sujeto en la otra, haciéndolo girar en trazos que parecían responder a algún patrón. Despeinado, con los ojos brillando como faros y la frente y el rostro cubiertos de sudor, el Ilusionista desplegaba su magia. Era una energía invisible, que se adivinaba como corrientes ondulantes en el aire distorsionando las imágenes, algo similar a lo que se ve al mirar al horizonte cuando hace mucho calor, como los espejismos del desierto. Y hasta en aquella situación, su pose y su expresión estaban llenas de elegancia.

—Entra —me dijo, soplándose el flequillo.

Esbozó media sonrisa.

Mara apareció por el otro lado.

—¡Lot!

Ella arrojó la guadaña, y me dio tiempo a verla venir, girando como un bumerán gigante y negro, directa hacia nosotros. También vi sus ojos, llenos de frío odio. Sin pensar, salté al interior del espejo, y en el último momento, le agarré de la manga y tiré con fuerza.

Aún estaba gritando su nombre cuando caí de espaldas sobre los cojines del sofá. Abrí los ojos como platos, respirando dificultosamente. Estábamos en casa. Habíamos entrado por el espejo. Lot cayó sobre mí, haciéndome resollar a causa del impacto.

Nunca me había sentido tan feliz porque alguien me cayera encima.

Le abracé, hiperventilando, al borde del ataque de ansiedad.

—Dios mío… oh dios mío… qué mierda… pero estamos bien… —balbuceé, estrujándole el pelo, mirándole, intentando comprobar su estado.

—Tenemos un día más —dijo él.

Estaba agotado. Sus ojos se habían apagado y la media sonrisa de canalla parecía muy débil. Y yo le amaba, porque era idiota perdido.

—Lo hicimos…tenemos un día más —repitió.

—Sí. Sí.

Asintió con la cabeza. Y después se desplomó, elegantemente, eso sí, quedando inconsciente. Parpadeé, confuso, y comprobé su respiración. Después me arrastré hacia él y le rodeé con los brazos, acurrucándome a su lado.

—Un día más es una vida entera—dije, aunque no pudiera escucharme.

Velé su descanso durante unas horas y después caí rendido, presa de un sueño tibio y algo nervioso. Recuerdo que esa noche soñé que me ahogaba. Y cuando ya había muerto, subí nadando hacia la superficie y aparecí en la bañera de casa, mirándome al espejo. Desde el otro lado del cristal, Alex me sonreía.

. . .

© Hendelie y Neith

0 comentarios:

Publicar un comentario

¡Deja tu comentario! Es gratis y genera buen karma :D


Licencia Creative Commons

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons. Queda prohibido su uso para fines comerciales, así como la duplicación total o parcial sin permiso expreso de las autoras. Si citais algún fragmento, por favor, no olvidéis nunca poner el autor y la fuente de referencia. ¡Muchas gracias!